Cervantes y el Mediterráneo: una poética de oportunidades[*] | José Manuel Lucía Megías

Poética del encuentro

¿Cuándo vio Miguel de Cervantes por primera vez el mar Mediterráneo, nacido a mediados del siglo XVI en en centro de Castilla, en ese Alcalá de Henares de ruinas romanas, de palacios renacentistas y de una Universidad que tenía su mirada puesta en el territorio americano, que había que conquistar con ejércitos bien pertrechados de armas y de principios teológicos? ¿Cuál sería su reacción? ¿Qué sabía del Mediterráneo antes de verlo?

 

La experiencia la vivió con unos veinte años, más o menos.

 

Miguel de Cervantes nació en Alcalá de Henares, donde pasó su infancia. Años después, junto a su familia, se instaló en Madrid y allí comenzó su formación para ser secretario o escribano de la burocracia de la Monarquía Hispánica que comenzaba a poner las bases de su complejidad, o en una de las diferentes casas nobiliarias que necesitaban cada vez más secretarios para desenvolverse en el laberinto de la Corte. Son años de cambios y de nuevos mundos, de ese Madrid nombrado en 1561 sede permanente de la Corte. Y en esos años Miguel de Cervantes estaba allí, viviéndolo en primera persona.

 

¿Qué se decía del Mediterráneo en los mentideros de las losas del Alcázar o en las escaleras de San Felipe, en la actual Puerta del Sol?

 

El Mediterráneo del siglo XVI era bien diferente al nuestro. La experiencia de ver el Mediterráneo, de viajar por el Mediterráneo nada tiene que ver con nuestro imaginario de playas y de cruceros. Todo lo contrario. El Mediterráneo no dejaba de ser un espacio de oportunidades, de comercio y de intercambio, pero también de peligros. Todo aquel que se embarcaba en una nave a lo largo del siglo XVI sabía que su vida estaba en paréntesis, que sabía cuándo comenzaba el viaje pero no cuando iba a llegar a buen puerto. Una verdadera aventura. Y en esta aventura el viajero estaba expuesto a dos grandes peligros: el peligro natural de una tormenta y el peligro humano del secuestro por parte de los corsarios argelinos.

 

De todo ello, hay testimonio en la vida y en las obras de Cervantes. Como en tantos otros autores durante los Siglos de Oro. En El trato de Argel, una de las dos comedias conservadas de la primera etapa de escritura teatral de Cervantes, a su vuelta del cautiverio en 1580, aparecen unidos en un fragmento estos dos peligros marítimos. Con estos versos explica Zahara a Silvia el comienzo de sus amores:

«Has de saber, ¡oh Silvia!, que estos días
partieron d’este puerto con buen tiempo
doce bajeles, de cosarios todos,
y con próspero viento caminaron
la vuelta de las islas de Cerdeña;
y allí, en las calas, vueltas y revueltas,
y puntas que la mar hace y la tierra,
se fueron a esconder, estando alerta
si algún bajel de Génova o de España,
o de otra nación, con que no fuese
francesa, por el mar se descubría.
En esto, un bravo viento se levanta,
que maestral se llama, cuya furia
dicen los marineros que es tan fuerte,
que las tupidas velas y las jarcias
del más recio navío y más armado
no pueden resistirla, y es forzoso
acudir al abrigo más cercano,
si su rigor acaso lo concede.
Las levantadas ondas, el rüido
del atrevido viento detenía
los cosarios bajeles en las calas,
sin dejarles salir al mar abierto;
y en otra parte, con furor insano,
mostrando su braveza fatigaba
una galera de cristiana gente
y de riquezas llena, que, corriendo
por el hinchado mar sin remo alguno,
venía a su albedrío, temerosa
de ser sorbida de las bravas ondas […]
(vv. 493-522)
Y en ambos casos, el viajero sabía qué tenía que hacer para sobrevivir a estos dos grandes peligros, cómo actuar y dónde colocarse si las aguas tranquilas se volvían en tragedia o si a lo lejos se avistaba una nave corsaria y se daban las señales de alarma. Se sabía por experiencia de todos aquellos que habían sobrevivido a estos y otros tantos peligros.
 
Y vivir cerca del Mediterráneo también era un peligro: las pequeñas aldeas de pescadores tenían también sus protocolos en las costas mediterráneas para sobrevivir a los ataques de los corsarios, que necesitaban “pescar” a toda costa cautivos para así no volver con las manos vacías a Argel. Una costa llena de torres de vigías, que miraba el Mediterráneo no como un lugar de solaz y de entretenimiento, sino como un espacio peligroso. Y así una fiesta podía convertirse en un instante en una tragedia. Roberto le cuenta a Mahamut el origen de su pesar en la novela ejemplar “El amante liberal”: cómo unos corsarios le secuestraron con su amada Leonisa, que estaba enamorada de Cornelio, hijo de Ascanio. Un día que todos salieron de la ciudad para solazarse en un jardín que los Ascanios tenían “cercano a la marina, en el camino a la salinas”, les sucedió la siguiente tragedia:

Y fue que de improviso dieron en el jardín mucha cantidad de turcos de dos galeotas de cosarios de Biserta, que en una cala, que allí cerca estaba, habían desembarcado, sin ser sentidos de las centinelas de las torres de la marina, ni descubiertos de los corredores o atajadores de la costa. Cuando mis contrarios los vieron, dejándome solo, con presta celeridad se pusieron en cobro: de cuantos en el jardín estaban, no pudieron los turcos cautivar más de a tres personas y a Leonisa, que aún se estaba desmayada. A mí me cogieron con cuatro disformes heridas, vengadas antes por mi mano con cuatro turcos, que de otras cuatro dejé sin vida tendidos en el suelo. Este asalto hicieron los turcos con su acostumbrada diligencia, y, no muy contentos del suceso, se fueron a embarcar, y luego se hicieron a la mar, y a vela y remo en breve espacio se pusieron en la Fabiana.

El Mediterráneo se observaba siempre en la distancia. Nada de playas. Tan solo los puertos permitían ese espacio de comunicación entre la tierra y el mar: el puerto del comercio, el puerto de las galeras, el puerto de las historias y de los mitos.

 

En la segunda parte del Quijote, Don Quijote y Sancho Panza, dos castellanos de pura cepa, viajan hasta Barcelona. Allí no dejan de sucederles aventuras maravillosas y conocen “ingenios” que no dejan de sorprenderles: la cabeza encantada, la imprenta o las galeras. Sancho Panza, pasa del regocijo “a causa que en su vida las había visto”, a la admiración, cuando ve en movimiento una galera:

A este instante abatieron tienda, y con grandísimo ruido dejaron caer la entena de alto abajo. Pensó Sancho que el cielo se desencajaba de sus quicios y venía a dar sobre su cabeza; y, agobiándola, lleno de miedo, la puso entre las piernas. No las tuvo todas consigo don Quijote; que también se estremeció y encogió de hombros y perdió la color del rostro. La chusma izó la entena con la misma priesa y ruido que la habían amainado, y todo esto, callando, como si no tuvieran voz ni aliento. Hizo señal el cómitre que zarpasen el ferro, y, saltando en mitad de la crujía con el corbacho o rebenque, comenzó a mosquear las espaldas de la chusma, y a largarse poco a poco a la mar. Cuando Sancho vio a una moverse tantos pies colorados, que tales pensó él que eran los remos, dijo entre sí:

 

—Estas sí son verdaderamente cosas encantadas, y no las que mi amo dice. ¿Qué han hecho estos desdichados, que ansí los azotan, y cómo este hombre solo, que anda por aquí silbando, tiene atrevimiento para azotar a tanta gente? Ahora yo digo que éste es infierno, o, por lo menos, el purgatorio.

“Estas sí que son verdaderamente cosas encantadas”.

 

 

Poética de los mitos biográficos

No sabemos nada ni nunca podremos saberlo si la primera vez que vio Cervantes el Mediterráneo le sorprendieron las “cosas encantadas” de las galeras en el puerto o la “campaña rasa del mar”, como recuerda en el Viaje del Parnaso (vv. 139-140), si se dejó llevar más por el ingenio del hombre para surcarlo o la maravilla de ese “campo de agua” tan diferente y tan igual a los paisajes castellanos de tierra de tonos amarillos y ocres en verano o de matices del verde en la primavera.

 

No sabemos si el Mediterráneo lo vio en Barcelona cuando viajó a Italia en 1568, o tuvo que esperar al mar italiano a los años siguientes, al mar romano de 1569 o al de Mesina en 1571. Lo cierto es que el Mediterráneo será el mar de juventud de Miguel de Cervantes, el que transitó, en que luchó, en que estuvo a punto de morir y el que vio su cautiverio en sus años de juventud.

 

Miguel de Cervantes salió de Madrid hacia 1568 y volvió veintidós años después. Salió con 21 años y volvió cuando había cumplido los 33 años. Y todos estos años, unos años esenciales en la vida de cualquiera de nosotros, donde se están poniendo las bases de nuestro futuro (imperfecto), tienen como escenario el Mar Mediterráneo. Un mar que ha quedado ensombrecido por los mitos biográficos que se han ido construyendo a lo largo de los siglos alrededor de nuestro autor. Un Miguel de Cervantes que está muy lejos de ser “El” Miguel de Cervantes que todos hemos leído. ¿Qué ha escrito Miguel de Cervantes en estos años de juventud? Las mismas que todo joven con aspiraciones por conseguir un oficio hubiera escrito: literatura de circunstancias y literatura instrumental, es decir, la que se escribe para demostrar su “ingenio”.

 

Antes de partir a Italia, Miguel de Cervantes se ha ido formando en las clases particulares que el catedrático López de Hoyos imparte en Madrid, para complementar su escaso sueldo al frente del Estudio de la Villa. Y su formación se ha centrado en las dos materias que todo escribano tenía que dominar: un particular modelo de escritura (la letra bastarda canónica) y unos conocimientos básicos de latín. A todo ellos, para medrar en el cada vez más competitivo y restringido oficio de los “letrados cortesanos”, había que demostrar un especial “ingenio”. ¿Y cómo hacerlo público? Mediante la asistencia y participación en las tertulias y academias que comenzaban a proliferar por Madrid (como al del Duque de Alba o la “alcobilla” del príncipe don Carlos), o la “publicación pública” de poemas en las arquitecturas efímeras que se levantaban en la Corte para celebrar grandes alegrías reales (el nacimiento de la infanta Catalina Micaela de Austria en 1567) o grandes tristezas (la muerte de la reina Isabel de Valois al año siguiente). Y en todas ellas participará el joven Miguel de Cervantes con diferentes poemas, gracias a que será su maestro López de Hoyos el encargado de organizarlas. Y de sus años de cautiverio en Argel (1575-1580), al que volveremos más adelante, hemos conservado unos poemas dedicados a un escritor italiano, con quien compartió cautiverio, Bartholomeo Ruffino de Chiambery, para que sirviera de poemas laudatorios a una obra suya, y la Epístola a Mateo Vázquez, una carta escrita en tercetos encadenados destinado a conseguir una merced de quien es uno de los secretarios reales más influyentes del momento. Como se ve, todos ellos forman parte de la “literatura instrumental”, de una literatura que demuestra el “ingenio” del escritor para postularse con autoridad ante un determinado oficio o para conseguir más méritos frente a otros candidatos. De ahí a pensar que estos primeros poemas conservados, o los cientos que debió escribir Cervantes por estos años —como la gran mayoría de los “letrados cortesanos” de aquel momento— es una demostración de su intención de comenzar una “carrera de escritor” hay un mundo. Ni en los Siglos de Oro existía el “oficio de la escritura” —como tampoco creo que exista hoy en día, aunque se puedan contar con los dedos de la mano los escritores que pueden vivir de aquello que escriben—, ni tampoco estos versos ponían las bases del grandísimo escritor en que terminaría convirtiéndose Cervantes.

 

¿Quién era el Miguel de Cervantes que vive en el Mediterráneo algunos de los años más esencial de su juventud?

 

Un joven en construcción. Uno de los miles de jóvenes hidalgos sin rentas que han de buscarse la vida para conseguir un oficio, una fuente estable de ingresos. Y cómo lo va a intentar: como escribano o como militar, como soldado en los tercios españoles. Y aquí es donde el Mediterráneo adquiere todo su protagonismo en la moneda del destino: ¿La cara? Una brillante carrera militar que dura unos cuatro años. ¿La cruz? Un cautiverio en Argel que le aleja de sus sueños durante cinco años. De sus sueños y de su Madrid.

 

 

La poética del mito de “la Naval”: una brillante carrera militar

Miguel de Cervantes nunca dejó de recordar su paso por la batalla de Lepanto el 7 de octubre de 1571. Y no podía ser de otro modo. Lo recuerda en la Epístola a Mateo Vázquez (1577), en el Viaje del Parnaso (1614), en el prólogo de la segunda parte del Quijote (1615), así como lo recuerdan sus padres en las peticiones de merced durante su cautiverio o los testigos de la Información de Madrid y de la Información de Argel, documentos esenciales para conocer la imagen que Cervantes y su familia querían ofrecer de su participación militar al servicio de su Majestad y su comportamiento durante los cinco años de cautiverio.

 

Y no debe extrañarnos: a pesar de que la victoria en la batalla de Lepanto, la conocida como “la Naval” en su tiempo, no supuso un cambio en el dominio del Mediterráneo, debido a la división de los reinos cristianos y la gran capacidad de reacción de la Sublime Puerta, quedó en el imaginario colectivo como la gran victoria de la Cristiandad, la última de las grandes batallas que se vieron en el Mediterráneo. Y así fue… a partir de los años ochenta, la Corte de la Monarquía Hispánica virará su estrategia militar hacia otras aguas: las del Atlántico. Es el gran cambio del eje estratégico militar del que aún somos herederos.

 

Miguel de Cervantes participó con 24 años en la batalla de Lepanto. Y lo hizo al inicio de su carrera militar, como un soldado bisoño, siendo carne de cañón en uno de los puestos más peligrosos de la galera la Marquesa: el esquife, defendiendo a los experimentados arcabuceros que disparaban a las naves enemigas desde esta posición de privilegio, en medio de la nave. Miguel de Cervantes consiguió salvar la vida, pero terminó herido, con esos arcabuzazos que le dejaron dañado el uso completo de la mano izquierda. Y de ahí el sobrenombre de “el manco de Lepanto”. La “Naval” constituye el inicio de su brillante carrera militar, que le permitió a Cervantes en los siguientes años participar en otras batallas o escaramuzas de los tercios italianos (Navarino, Túnez, la Goleta…) y pasar a ser soldado aventajado, alférez y tener los méritos para conseguir una patente de capitán.

 

En septiembre de 1575 Miguel de Cervantes, junto a su hermano Rodrigo, parte en la galera el Sol con rumbo a España. ¿Para abandonar sus brillantes carreras militares y formar parte de la lista de los miles de pretendientes que llenaban las calles de Madrid y atestaban las antesalas de los palacios y las sedes de los Consejos? ¿O para avanzar en su carrera militar para acceder al puesto más alto que le permitiera su linaje, que es el de capitán? Los dos documentos con que parte de Nápoles parecen atestiguar la segunda de las posibilidades: un permiso de ausencia firmado por orden de don Juan de Austria (para así no ser acusado de deserción y por el que dejaba de cobrar la soldada hasta que se incorporara de nuevo a su capitanía), y una hoja de servicios firmada por el Duque de Sessa, que certificaba que tenía los méritos necesarios para aspirar a la merced de una patente de capitán, que el rey solo otorgaba en Madrid.

 

Estos dos documentos —que también fueron mencionados con detalles hipérbólicos en los escritos de su familia al Consejo de Cruzada para conseguir alguna ayuda para el pago de su cautiverio—, han sido la base para que las biografías hagiográficas cervantinas de los siglos XIX y XX, convirtieran a Cervantes en una de las piezas claves que permitirían con su valor y fiereza explicar al victoria de los cristianos frente a los turcos en 1571.

 

Nada más lejos de la realidad.

 

El Mediterráneo será testigo de la brillante carrera militar de Cervantes en su años juveniles. Y el Mediterráneo será también testigo de su cautiverio, de cómo sus sueños juveniles han de ser cambiados por otras imposiciones de la madurez.

 

 

 

La poética de la “cárcel” del cautiverio: el mito de la libertad ansiada

Con estos versos comienza el cautivo Aurelio su lamento al inicio de El trato de Argel:

¡Triste y miserable estado!
¡Triste esclavitud amarga,
donde es la pena tan larga
cuan corto el bien y abreviado!

Nunca podremos comprender la experiencia mediterránea de Argel, del cautiverio, si seguimos pensando en Argel como una cárcel. La literatura del cautiverio, la que narraba los “hechos cotidianos” que se vivían en Argel, narrada por sus propios protagonistas o por aquellos que habían sido testigos, tenía una finalidad muy clara: conmover a los lectores o a los oidores para que dieran limosna para conseguir liberar al máximo número de cautivos. ¿Consecuencia? Las descripciones y las historias narradas no reflejan tanto la complejidad de la sociedad argelina, la mezcla de habitantes y procedencias en una de las ciudades más populosas y cosmopolitas del Mediterráneo, sino una realidad sesgada para conseguir la finalidad perseguida. La Topografía e historia general de Argel, de Antonio de Sosa, bien conocida por los cervantistas pues allí aparece retratado Cervantes, es un buen ejemplo de este modelo de literatura.

 

Argel no es una cárcel en el Mediterráneo.

 

Argel es un gran negocio económico en el Mediterráneo que tenía una única fuente de ingresos: el secuestro organizado de personas por el Mediterráneo, sobre todo en las costas españolas e italianas.

 

Argel tiene una gran fuente de ingresos: el pago de los rescates, que se hace en dinero europeo y en oro. Pero Argel es también un mercado inmenso que hay que alimentar, cubrir sus necesidades y lujos, al que hay que suministrar (casi) todo para poder sobrevivir. Es decir, el dinero que llegaba desde Europa de los rescates —en muchas ocasiones en los barcos fletados por los mercedarios o los trinitarios— volvía a Europa en forma de una compleja red de comercios, en que franceses, holandeses y alemanes se beneficiaban. Pero también los españoles y los italianos. El complejo y abundante comercio de productos “lícitos” con Argel lo autorizaba el Consejo de Cruzada, como un medio que tenía de ayudar a los familiares de cautivos para conseguir parte del dinero de los rescates… dinero que los argelinos tenían que pagar para conseguir naranjas valencianas, por ejemplo.

 

De ahí, que si nos olvidamos de Argel como una enorme cárcel (la Alcatraz del Mediterráneo) y la vemos como una tierra de oportunidades, el paso de Cervantes por ella puede ser bien diferente a la imagen de esa “búsqueda” de la libertad que emocionó a los románticos y al que puso voz Luis Rosales, con la maestría que le caracterizaba, en su magnífico libro Cervantes y la libertad.

 

Argel es un mundo de posibilidades económicas colectivas, como ya he indicado. Pero también ofrece un amplio abanico de posibilidades personales, pues la conversión es el primer paso de una mejora social, que es impensable en la sociedad jerarquizada europea. La defensa de las obras frente al linaje a la hora de valorar a un hombre y su paso por este mundo será uno de los principios motores de la sociedad argelina. Un pensamiento muy cercano al de Cervantes: “No es un hombre más que otro, si no hace más que otro”, le dice don Quijote a Sancho en la capítulo 18 de la primera parte del Quijote.

 

Pero Argel sí que es una cárcel, sí que es un territorio de no retorno, un espacio donde habita el olvido si se toma la senda de la conversión. Y esta no será la senda que tomará Cervantes, que hará todo lo posible por aprovecharse de este mundo de oportunidades teniendo en mente qué hacer cuando el cautiverio acabara, lo que sucedería antes o después. Y así fue: en octubre de 1580 termina llegando a Valencia, después de cinco años de cautiverio en Argel, una de las ciudades más importantes del Mediterráneo de la época. Y ahí comienza, como si él también cambiara su eje político y estratégico, su deseo de conseguir un oficio en América. En Cervantes también parece triunfar el eje atlántico, frente a la supremacía estratégica de la que había gozado el Mediterráneo. Tanto en la historia de la Monarquía Hispánica como en la vida de Cervantes hasta este momento. Un viaje a Orán en 1581 para servir de correo al servicio de Felipe II —nunca de espía suyo— será su ultima incursión en aguas mediterráneas. Nunca más volverá Cervantes a ver el mar. Tan solo en la fantasía alegórica del Viaje del Parnaso (1614) o en los viajes peregrinos de Persiles y Sigismunda (1617).

 

 

El Mediterráneo: poética de oportunidades, ayer y hoy

Y toca llegar al fin en este viaje cervantino por el Mediterráneo. Y toca llegar al fin abriendo una puerta. Cervantes nació a mediados del siglo XVI y murió en 1616, recién comenzado el siglo XVII. Sus años de juventud los vivió en el Mediterráneo, y, al margen de las temporadas —algunas de varios meses e incluso años— que vivió en Esquivias, en Sevilla o en Valladolid, toda su vida la pasó en Madrid. Y Madrid no era cualquier ciudad, cualquier geografía en estos momentos: es la sede de la Corte de la Monarquía Hispánica (al margen de los pocos años que estuvo en Valladolid a principios del XVII). Cervantes estuvo en el centro del que partían los cambios y las transformaciones de su tiempo. Y algunos de ellos los vivió en primera persona y participó de ellos: la consolidación de los corrales de comedias como una de las primeras industrias culturales que se conoció en Europa, el éxito de los best sellers impresos o el comienzo de la consideración de la escritura como un arte y, de ahí, la reivindicación de la figura del escritor (movimiento europeo que tendrá su mejor exponente en la reivindicación del “escritor” William Shakespeare en el Londres de esta época).

 

Cervantes vivió —y sufrió— muchos de estos cambios en primera línea. Cambios que fueron una crisis para algunos y una oportunidad para otros.

 

Y entre estos cambios que le tocó vivir uno de los más significativos y de los que han quedado en un segundo plano es el triunfo político de los defensores de una política exterior atlántica frente a la mediterránea que había sido el eje hispánico hasta el momento. Un giro atlántico que incluso hizo pensar en cambiar la sede permanente de la Corte Hispánica a Lisboa.

 

El Mediterráneo vio cómo en los últimos años del siglo XVI iba disminuyendo su poder político y se iba engrandeciendo como un mito. Un espacio en que ya no se escribían las páginas más influyentes de la historia y que, poco a poco, iba llenándose de imágenes de los grandes mitos de la antigüedad clásica, en especial griega, sobre todo a partir de los movimientos nacionalistas y la derrota del imperio turco en los dos últimos siglos.

 

Pero ahí está el Mediterráneo. Tierra de oportunidades. Ayer y hoy. Tierra de diálogos y tierra de encuentros.

 

Así lo vivió Cervantes en sus años de juventud.

 

Así lo recordó a lo largo de su vida, incluso llegó a hacer de una cristiana “La gran sultana” en sus Ocho comedias y ocho entremeses (1615).

 

Y así lo debemos seguir reivindicando nosotros en este nuevo orden mundial que se está fraguando: un Mediterráneo de oportunidades y de diálogos que hermana a la Europa románica, con el norte de África y el Oriente Medio.

 

Un Mediterráneo que recupere el esplendor de su historia y la riqueza de tantos intercambios, propuestas y hazañas como se han vivido en sus aguas, en sus costas, en sus puertos: la poética de las oportunidades.

 


Nota

[*] Este trabajo se inscribe en el marco del Proyecto I+D+i Parnaseo (Servidor Web de Literatura Española) (FFI2014-51781-P), concedido por el Ministerio de Economía y Competitividad y del grupo de investigación: “Poéticas de la modernidad: de la Edad Media a José Ángel Valente” de la UCM. Para cuestiones bibliográficas, debe consultarse mi libro: La juventud de Cervantes. Una vida en construcción, Madrid, EDAF, 2016. Las citas de los textos proceden de las ediciones de Florencio Sevilla difundidas en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.

 


José Manuel Lucía 04

José Manuel Lucía Megías

nació en Ibiza, aunque su vida ha estado ligada a Madrid, a Segovia, a Badajoz. En el año 2000 se publicó su primer poemario: Libro de horas, al que le han seguido Prometeo condenado (Madrid, 2004), Acróstico (Madrid, 2005), Canciones y otros vasos de whisky (Madrid, 2006), Cuaderno de bitácora (Madrid, 2007), Trento (o el triunfo de la espera) (Bari, 2009), Tríptico (Madrid, 2009), Y se llamaban Mahmud y Ayaz (Madrid, 2012, 3a ed. 2013), Los últimos días de Trotski (Madrid, 2015), Versos que un día escribí desnudo (Madrid, 2018), Aquí y ahora (Madrid, 2020), Elogio del instante (Alcalá, 2021), Diario de un viaje a la tierra del dragón (Toledo, 2021), con traducción al chino y Flores en el asfalto (Madrid, 2021). En el año 2017 ha reunido toda su poesía en El único silencio (1998-2017) (Madrid), y en el año siguiente publica una antología de su obra, realizada por Pablo Moro: Yo sé quien soy. Inventario de una noche (Madrid, 2018). Varios de los poemas escénicos de Tríptico han sido puestos en escena por el grupo de teatro Aldaba, en el espectáculo teatral Del amor y sus demonios, estrenado en el Teatro Municipal de Tres Cantos el 7 de marzo de 2009. Por su parte, Y se llamaban Mahmud y Ayaz ha sido llevado al teatro con el título Voces en el silencio por Arte Factor en varias ocasiones. Ha participado en varios recitales poéticos en Brasil, Argentina, Colombia, Francia, Italia, Uruguay y España. Es director de la Plataforma literaria “Escritores Complutenses 2.0” y de la Semana Complutense de las Letras, en sus seis convocatorias. Dirige el grupo de investigación UCM: “Poéticas de la modernidad”. Además de su labor literaria, es uno de los máximos especialistas mundiales en el Quijote y Cervantes. Sus dos últimas obras son Soy Catalina de Salazar, mujer de Cervantes (Madrid, 2021) y El Quijote en imágenes. Un viaje iconográfico del libro de caballerías a la novela universal (Alcalá de Henares, 2021).