“Sidi”, de Arturo Pérez-Reverte | María Elena Roig Torres

¿Qué pasa cuando un autor decide embarcarse en una novela cuyo protagonista ya tiene una historia previa? Y si esa historia es densa, abundante, culturalmente compleja, ¿cuál es el papel que ha de cumplir el personaje redivivo? En realidad, ¿qué puede aportar un testimonio más? Estas preguntas son las que me planteé al enfrentar la lectura de Sidide Arturo Pérez-Reverte, con gran expectación. ¿Qué podría llegar a significar este nuevo Cid? 

Posterior a una en cartoné de 2019, la primera edición rústica apareció en febrero de 2021 para Debolsillo, perteneciente al grupo editorial Penguin Random House. En un sobrio azul de Prusia destacan las letras del título: pseudotroqueladas, con un sombreado cual si tuvieran relieve, escriben el nombre árabe españolizado Sidi, ‘señor’. Los vacíos permiten entrever al fondo la imagen de un soldado medieval a caballo frente a una figura apenas percibida, de sexo incierto y armada de lanza. Según la página de créditos, se trata de una ilustración del pintor hiperrealista Augusto Ferrer-Dalmau, especializado en representaciones históricas, a pedido explícito del autor[1]. No deja de ser un detalle curioso: el creador de El pintor de batallas solicitando apoyo a un pintor de batallas…

Con el título de La despedida (homónimo de otro cuadro suyo), presenta la imagen de un Rodrigo Díaz de Vivar en sus horas más bajas. Recién expulsado de la corte por orden regia, se ve enfrentado a una joven burgalesa que le implora aunque armada dejar en paz a los vecinos, quienes no se atreven a ayudar a los desterrados por miedo a las represalias de Alfonso VI. No es, pues, una imagen gallarda del Cid, sino una más acorde con el retrato que pretende hacer Pérez-Reverte en la novela: lejos del soldado glorioso, es una pintura humana.

A priori, la lectura tiene todo para convertirse en un excelente ejemplar del nicho de aventuras, en el que Pérez-Reverte se ha especializado tras la publicación de la saga protagonizada por el Capitán Alatriste. Pocos autores del panorama literario español pueden otorgarse el mérito del autor, quien, además, sabe conjugar a la perfección este subgénero con el histórico, uno de los de mayor éxito editorial en España; y también con el bélico, fruto de los conocimientos que le aporta su antigua profesión de corresponsal de guerra. Presupongo a Pérez-Reverte muy consciente del desafío que tenía por delante cuando decidió emprender la factura de una novela sobre Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador en versión hispánica, o más conocido por su sobrenombre arabizado Sidi alQanbīṭūr. Sin embargo, ¿fue igualmente consciente de la magnitud de la empresa y de lo fácil que podía ser resbalar en ella?

Desde el primer momento sorprende la limitación del tiempo interno de la novela, que no se expande más allá de unos pocos meses desde que se inicia la historia. Los hombres del Cid acaban de ser expulsados de Castilla y se ven obligados a vender sus servicios a los burgueses de Agorbe, quienes pagan por contar con su protección en la frontera. Ambas ideas —la brevedad temporal y la noción de borde geográfico— son las que dan sentido al subtítulo: Un relato de frontera.

Será durante esta primera parte, “La cabalgada”, cuando el propio señor de Vivar nos ubicará en el momento exacto de la historia externa: mediante varias analepsis en forma de recuerdos que acosan al desterrado, se revive la famosa escena de Burgos que ilustra (libremente) Ferrer-Dalmau en la portada; y también el enfrentamiento regio anterior que le valió, al final, un exilio. El contexto histórico, en cambio, contrasta con los recuerdos negros: será una algarada muy exitosa. A partir de ella, su sobrenombre empezará a correr como la pólvora en la frontera; citar su hueste de un centenar de hombres supondrá garantía militar. El feo que le hace el conde barcelonés Berenguer Ramón II, despreciándolo cuando acuda a él a solicitar trabajo, resultará inusitado.

Respecto a este personaje catalán, es curioso que se convierta en el antagonista del Cid cuando lo esperable hubiera sido encontrar algún caudillo musulmán. Probablemente para quienes han olvidado —o nunca se molestaron en saber— que Rodrigo Díaz fue un mercenario, la sorpresa de verlo más de media novela al servicio del rey moro de Zaragoza y enfrentándose a los catalanes haya sido grande. Sin embargo, Pérez-Reverte ha querido ahondar en la confrontación entre dos modos culturales cristianos y no entre los religiosos: es decir, contrapone el de los castellanos, que identifica con la frontera, y el de los catalanes, cuyas maneras, a creencia del autor, son más francas que fronterizas. Tal vez a eso se haya debido el sorprendente afrancesamiento del nombre otorgado al conde barcelonés, que ha pasado de ser Berenguer Ramón a convertirse en Berenguer Remont. Según el propio Pérez-Reverte, el cambio en la nomenclatura tradicional se ha debido a las fuentes históricas consultadas . Pero si las fuentes son contemporáneas al personaje, el nombre estará en latín; y, si son posteriores, las versiones habrán sido tanto más variadas como lenguas en las que se le cite en la documentación. De entre todas ellas, elegir la más afrancesada no hace sino resaltar una filiación francófona que, empero, no es acertada, como tampoco lo es cuando se empeña en desvincular a los catalanes de la vida de frontera. Los condes de Barcelona no fueron franceses; fueron, en todo caso, occitanos, además de catalanes.

Acierta en destacar algunas diferencias culturales con los castellanos, redundando en la sofisticación de las cortes francas de ambos lados de los Pirineos mediterráneos, aquellas que solo 100 años después verán nacer la exquisita, culta lírica de los trovadores. El insulto en boca de Berenguer Ramón a la hueste del Cid usando el término de "malcalçats" (malcalzados), delante de sus elegantemente vestidos cortesanos catalanes es revelador. Pero no atina al considerarlos solo unos afeminados, pues su condición de fronterizos fue tan antigua (o más) que la castellana. Recordemos que para cuando todavía los reyes leoneses pagaban parias a los reyezuelos musulmanes, los catalanes ya estaban dando guerra en la Marca Hispánica.

Puedo imaginarme que en este punto ha ganado el afán polemista del autor: el antagonista no puede ser un musulmán porque, en realidad, en la vida del Cid no siempre lo fue; y, en todo caso, si ha de ser un musulmán lo será un extremista foráneo. Pérez-Reverte distingue entre los moros hispanos o muladíes, muchos procedentes de antiguas familias germánicas que se islamizaron con la ocupación árabe (entre ellas, curiosamente, los gobernadores de Zaragoza, la familia Banu Qasi, antiguos Casius); y los islamistas radicales recién llegados en oleadas cruzando el estrecho de Gibraltar. Si tomamos en consideración esta divergencia y la sumamos al supuesto enfrentamiento castellano-catalán, ¿estamos hablando de historia del siglo XI o del XXI?

En cualquier caso, lo que sí era esperable es que el Cid representara todos los valores que históricamente le ha endilgado la tradición: valentía, lealtad, confianza, prudencia, sensatez, arrojo, sagacidad, orgullo; y muchos otros, apreciados en el campo de batalla. Excepto, caso curioso, el de la educación, pues él mismo afirma: «No soy muy de lecturas, señor… Hace tiempo que no. Con esta clase de vida» (pág. 145). No es época todavía del hombre de armas y de letras.

El Cid de Pérez-Reverte cumple con todos los requisitos. El problema es que lo hace hasta el punto del cartón piedra: tanto, tanto y tan bien, y se recalca en tantas ocasiones, que convierte la novela en una constante repetición. Frases como las siguientes salpican todas y cada una de las escenas bélicas, haciendo hincapié en la dureza de la vida militar y la del soldado en sí: «Resultaba asombroso, pensó Ruy Díaz, lo que esa clase de gente podía hacer, o soportar, o sufrir, por una soldada y un pedazo de pan. Eran hombres sencillos, capaces de matar sin remordimientos y de morir como era debido» (pág. 254). Y al referirse al ambiente en un campo de batalla: «Sentía el jefe de la hueste su olor a hierro, cuero, sudor y estiércol: a lo que había ocurrido y a lo que iba a ocurrir. Eran, pensó Ruy Díaz, los mejores guerreadores del mundo, veteranos de combates y algaras, gente conocida y profesional, hecha a su oficio […]. Serenos, silenciosos, apoyadas las lanzas en los estribos […]. Dispuestos sin aspavientos a encarar lo que les aguardaba» (pág. 311). Este tipo de expresiones se convierten en un mantra a lo largo de la novela.

De hecho, el autor no deja nada a la interpretación de lector: Arturo Pérez-Reverte explica cada una de las acciones al detalle, sin margen a la imaginación, usando un narrador superomnisciente (huelga el pleonasmo). Explicitaciones como «Ruy Díaz ordenó alto, tiró de las riendas y estudió el lugar. No por recelo especial, sino porque era su costumbre» (pág. 366) tras una novela entera de explicitaciones similares no resulta en absoluto necesaria: el lector ya tiene conciencia de sus costumbres militares. Es una obviedad.

Al final, la redundancia no redunda en favor de los personajes y, mucho menos, del propio Rodrigo Díaz. No hay evolución en él, no hay fallo ni error de cálculo, no hay progresión: no es un personaje redondo. Él y toda su compaña se erigen como meras sombras planas, que responden al estereotipo: el aguerrido jefe de la hueste, el propio Ruy; su leal mano derecha, Álvar Fáñez, Minaya; el sanguinario capitán, Diego Ordóñez; Pedro Bermúdez, el valiente portaestandarte; Yaqub Al-Jatib, el musulmán caballero fruto de una incipiente maurofilia… El modelo a seguir, como se presupone en el campo de batalla, es el del macho cabrío. De entre todos ellos ninguno más extremado que el propio Diego Ordóñez: «Sólo [sic] Ordóñez no parecía preocupado. Al contrario. La perspectiva de cualquier degüello, propio o ajeno, le hacía brillar lo ojos. Lo estimulaba. Era un soldado perfecto, una pura bestia de guerra» (pág. 248).

Incluso las —escasísimas— mujeres comparten estos rasgos masculinos, empezando por la misma Jimena. Contraria al matrimonio con el Cid, responsable de matar a su padre en combate singular, se opone con todas las fuerzas al héroe, quien se ve obligado a forzarla al lecho nupcial: «Constante como mujer, Jimena había tardado en perdonar. Ni siquiera la boda ordenada por el monarca, según los usos y la ley, para amparar a la huérfana con el matador de su padre, había fundido el hielo de sus ojos, su boca y su carne» (pág. 79). También la hermana musulmana de Mutamán, rey de Zaragoza, por quien pide perdón en varias ocasiones por su atrevimiento poco habitual en una mujer. Dice de ella: «Raxida, es una mujer de carácter; una auténtica Benhud. Al enviudar se negó a taparse la cara» (pág. 151). La seducción a la que somete al Cid es un buen ejemplo de su arresto.

Rodrigo Díaz de Vivar acaba convirtiéndose en un héroe con todas las ínfulas del héroe y ninguna realmente humana, por más que se le describa en horas bajas con sus tribulaciones y sus pensamientos oscuros. Es probable que la intención fuera humanizarlo, pero aparece retratado etopéyicamente en el episodio suelto de su vida que hace Pérez-Reverte: durante el destierro de la frontera, labrándose la futura figura heroica sin que entreveamos qué impacto tuvo este en su carácter individual. Un análisis estilístico destaca la tendencia del autor a usar sujetos explícitos para las acciones, esquivando el uso de pronombres personales o de elisiones. Esta costumbre subraya la sensación de distanciamiento que impone el uso de una tercera persona: Rodrigo es apelado como Ruy Díaz, Sidi o ‘jefe de la hueste’ incluso en circunstancias gramaticales que no requieren de la presencia del sujeto sintáctico. Este rasgo impide, en ocasiones, sentir cercano al personaje; o incluso empatizar con él. Resulta un héroe demasiado heroico.

No puedo negar que se trata de una novela de lectura ágil, en absoluto pesada. Como todo relato de aventuras, se lee con facilidad, trufada de un vocabulario exquisito, algo lógico en un miembro de la Real Academia. Tal vez no tenga el enganche de otras novelas de corte similar, pero es interesante para pasar un rato y recordar fuentes literarias e históricas en torno a la figura del Cid. No adolece de mayores errores que otras del género histórico y, en general, se puede recomendar su lectura para un público que desconozca la tradición.

Tal vez la respuesta a mis preguntas iniciales se encuentre en la nota preliminar, semiescondida, que se localiza en la esquina inferior izquierda del verso que contiene la dedicatoria. Allí, Pérez-Reverte decreta con claridad: «Hay muchos Ruiz Díaz en la tradición española, y éste [sic] es el mío». Lástima que el suyo resulte mucho más cartón piedra de lo esperado. Usando otra de las sentencias de la novela: «Nada se parecía tanto a una derrota como una victoria» (pág. 330). Y ninguna victoria sabe tanto a derrota como su novela Sidi.


Ma. Elena Roig

María Elena Roig Torres
[Madrid, 1979] Licenciada en Filología Hispánica por la Universitat de Barcelona, especializada en Literatura Románica Medieval y doctora versada en lírica occitana de corte trovadoresco. En la actualidad es docente de Lengua Castellana y Literatura en Educación Secundaria en el IES Sant Agustí (Ibiza) y profesora adjunta de la Universitat de les Illes Balears, donde procura continuar con su vocación de investigadora en el ámbito de los textos medievales, pero también en otros como la pedagogía y la didáctica. Lo compagina con marido, hijos, huerto y jardín. El orden de estos elementos no indica prioridad: es aleatorio y se altera según las circunstancias. El resto del tiempo —en caso de haberlo— se dedica a idear nuevas maneras de continuar ocupada.