“Klara y el sol”, de Kazuo Ishiguro | María Elena Roig Torres
Anagrama Editorial | Barcelona | 2021 | 384 pp.

Una de las grandes incógnitas que solo el futuro podrá desvelar es el papel que jugarán los robots en la vida de los humanos. A pesar de ello —o por ello mismo— los humanos llevan décadas intentando dilucidar cómo será ese papel. Con la novela Klara y el Sol, el premio Nobel Kazuo Ishiguro ha pasado a engrosar el listado de escritores que juegan a hacer de videntes, desde que en 1922 el checo Karel Čapek inventó un golem mecánico con aspecto indistinguible del humano y lo bautizó con el término ‘robot’.

 

Klara y el Sol, publicada este 2021, es un ejemplar de 335 páginas vertida al castellano por el curtido Mauricio Bach. Exhibe una portada que se enmarca en el prototipo de la colección amarilla ‘Panorama de narrativas’ de Anagrama, cuya imagen de referencia —una ilustración de Maria Diamantes— sigue las líneas minimalistas de las ediciones originales (Faber & Faber para Gran Bretaña y Knopf para Estados Unidos). Se trata del dibujo esquemático de la mandíbula inferior de un rostro enmarcado por media melena, tras un sol nipón con transparencias anaranjadas en el centro. De una manera o de otra, el astro rey permea la narración, incluso en el propio nombre de raíz latina para la protagonista, Klara.

 

Esta última novela de Ishiguro nos ubica en un espacio y en un momento indeterminados del futuro, si bien buena parte de la realidad que se describe, tanto la urbanita como la rural, parece dibujada a partir de nuestra actualidad. Sucede a la inversa en su novela pseudodistópica Nunca me abandones (Never Let Me Go), ubicada no en un futuro ignoto como podría dar la sensación, sino en una época conocida: la década de los 90. En Klara y el Sol opta por otorgar futurismo a su narración, pero lo hace con tintes muy reconocibles. Tal vez por eso resulta una novela tan inquietante: los edificios, las fábricas y las tiendas, los distintos barrios, las puestas de Sol en un horizonte campestre abierto, el vaivén constante de los taxis o las máquinas-escupe-polución de las obras en vías y carreteras son tan comunes que casi podrían responder a la descripción de un día corriente de comienzos del siglo XXI. Excepto por la presencia, abundante, de androides.

 

Klara es un modelo B2, concebida con empatía para tratar con niños y adolescentes a guisa de amiga, no de cuidadora, con resonancias que recuerdan al RB / Robbie de Asimov. De ahí que se la considere una AA, siglas para el sintagma ‘Amigo Artificial’. Físicamente, Klara sigue una estética chic con un toque francés que la hace más atractiva a posibles compradores. Aunque su mayor singularidad es el don de la observación que nace de una curiosidad insaciable, con la consecuente capacidad de hilar todo aquello que percibe para extraer conclusiones propias. Así pues, se podría decir que tiene un don casi preternatural para ir más allá de lo visible o de lo previsible.

 

Eso es lo que hace que esta novela sea doblemente inquietante: el hecho de que si bien sabemos que la historia está siendo contada por un robot y compartimos con ella, por tanto, su visión distanciada y neutral de la realidad, que posea una empatía emocional tan elevada y que sepa casi pensar por su cuenta, extrayendo vínculos lógicos, hace que constantemente debamos forcejear con nosotros mismos para recordar que no es más que una máquina, en absoluto humana.

 

Este distanciamiento es marca de la casa de Ishiguro: ante realidades emocionales potentes, el novelista anglojaponés responde con una voz narrativa distante, fría, ajena, como si entre esas realidades sentimentales y el lector hubiera un grueso cristal. Por poner un par de ejemplos, Lo que queda del día —también traducida en Anagrama como Los restos del día del original The Remains of the Day— está protagonizada por un mayordomo inglés, epítome de la insensibilidad que la tradición ha atribuido a este tipo de personaje, inamovible frente a gracias o desgracias que puedan ocurrir en su presencia. En El gigante enterrado (The Buried Giant) el distanciamiento se produce por la constante pérdida de la memoria que aísla a los protagonistas entre ellos, en un ambiente de confusión sin tregua.

 

Ahora, en Klara y el Sol, lo logra narrándonos la historia desde el punto de vista de un robot en primera persona. Sin embargo, es un androide con una mirada particular, de cámara de vídeo con voz de documental de televisión, que en lugar de crear la sensación de ser un narrador que se encuentra dentro de la diégesis, en muchas ocasiones casi parece heterodiegético: como si fuera una tercera persona, simple testigo de los hechos. La variación en la focalización, entre externa e interna, genera curiosos conflictos de percepción en el lector.

 

El hecho de que, además, la percepción del mundo se produzca a través de unos ojos informáticos mediante planos o cubos, que no siempre se corresponden con la visión global de otros humanos, condiciona más si cabe la lectura. El resultado es un fragmento como este: «Había jovencitos por todas partes y sus mochilas, chaquetas y rectángulos estaban desperdigados por el suelo y todas las superficies. Es más, el espacio de la sala se había divido en veinticuatro bloques —ordenados en dos hileras— que se sucedían hasta la pared del fondo. Debido a esta partición, me era muy difícil lograr una visión de conjunto de lo que tenía delante». Es el típico recurso con el que Ishiguro ralentiza la acción con la excusa de la necesaria adaptación del androide a la realidad. «Josie estaba en el centro de la habitación, hablando con tres invitadas. Las cabezas casi se tocaban, y por la posición en que permanecían de pie, la parte superior de sus rostros, incluidos los ojos, estaban en un bloque de la fila superior, mientras que todas las bocas y mentones estaban apretujadas en un bloque de una fila inferior. […] Junto a la pared del fondo había tres chicos sentados en el sofá modular, y pese a que estaban separados entre sí, las cabezas aparecían agrupadas en un único bloque, mientras que la pierna estirada del chico situado más cerca de la ventana no solo se extendía al bloque contiguo, sino que una parte llegaba al siguiente». Finalmente, la visión picassiana de la realidad encuentra correspondencia en el sensor emocional de Klara y la focalización externa deriva a interna: «Los tres bloques que contenían a los chicos del sofá tenían una tonalidad desagradable —amarillo pálido— y en mi mente se instaló cierta ansiedad» (págs. 85-86).

 

Otro de los chivatos que recuerda al lector que no se encuentra delante de un narrador al uso es la ingenuidad en la mirada narrativa: esa manera infantil de bautizar lo que ve mediante circunloquios. Resulta esperable en el caso de personajes anónimos, como Mendigo y su perro, la Mujer Taza de Café o el Hombre de la Gabardina. Sin embargo, el mismo recurso choca cuando se trata de aludir a otros de mayor transcendencia, ignorando los nombres propios: Chrissie o Henry son solo la Madre y el Padre; o, mediante la mezcla de ambos sistemas, como sucede con Melania Sirvienta. Incluso los espacios reciben este tipo de nomenclatura: la hamburguesería Picamos Nuestra Propia Carne —debido a un cartel en una de las ventanas—, el Apartamento del Amigo con su Dormitorio de Invitados, la casa materna con la Isla o el Sofá del Botón...

 

Tal inocencia —o limpieza narrativa— solo es posible porque quien mira es ajeno al devenir histórico ocurrido hasta el momento: un robot recién nacido para el mundo. Los demás personajes son complejos, difíciles, sobrecargados por duras situaciones personales: la Madre, por la muerte de su primera hija como consecuencia de su decisión de mejorarla genéticamente, convertida en una workaholic; el Padre, de currículo profesional brillante, pero desplazado por las máquinas, quien encarna al progenitor divorciado distante y amoroso, demasiado ocupado con la vida que lleva en una comunidad alienada; la niña Josie, joven, sí, pero consciente de su situación vital al borde de la muerte por una decisión que dice acatar, aunque nadie se la consultara; Rick, su mejor amigo y vecino, un adolescente de altas capacidades y, sin embargo, un desplazado más en un mundo que rechaza a los que no han recibido mejoras genéticas; su madre, Helen, muñeco roto de una belleza pasada, marcada por su reclusión en una casa de campo aislada y pagando las decisiones tomadas en el pasado, no siendo la menor de ellas el haber rechazado a potenciales pretendientes… Y así una ristra de personajes embrutecidos, envilecidos por una realidad futurista que parece la nuestra, pero más asfixiante por todo aquello que Ishiguro solo esboza y deja a la imaginación del lector en medio del silencio.

 

Por eso, dentro del distanciamiento que impone su naturaleza robótica, la sensación de vínculo con Klara se convierte en un factor importante. Es parecida a la que compartimos con el autómata protagonista de la película A.I. Inteligencia Artificial de Steven Spielberg: el niño Meca, hecho a imagen y semejanza de un hijo perdido, al que se dota de rasgos infantiles que en una máquina resultan a la vez conmovedores y aberrantes. El hecho de que se trate de androides cuasihumanos genera una atadura entre ellos y el receptor que burla a este último inmisericordemente. Le obliga a atribuir humanidad a la imagen humana de alguien que no es humano, pero que contiene rasgos aislados de humanidad, suficientes como para que le otorguemos el pack completo. Este tal vez sea el gran logro de la novela.

 

El momento de mayor confusión que puede vivir el lector de Ishiguro se produce cuando Klara comienza a mostrar ciertas actitudes que se podrían definir como supersticiosas; incluso las podríamos denominar religiosas, indudablemente animistas, bien sazonadas con un optimismo humanoide a prueba de balas por la fuerza de la fe que lo nutre. Klara es capaz de observar ciertos aspectos impenetrables de la realidad y otorgarles una explicación supranatural que, sin embargo, desde la perspectiva lógica de un robot, parecerían plenamente razonables; el lector sabe, no obstante, que caen en el terreno de la percepción de lo sagrado. Es la vuelta de tuerca que nos prepara el autor: estaríamos delante de un autómata que cree, con todo su ser mecánico, en el poder divino del Sol. De ahí el título de la novela y la omnipresencia de la estrella.

 

Es el Sol, para ella, poder regenerador, otorgador de vida, hacedor de milagros. Se dirige a Él como lo habría hecho un ser humano primitivo en un pasado atávico ubicado en el futuro; tal vez incluso como lo hacen hoy los chimpancés de las selvas de Guinea Bissau, con sus rituales a los pies de árboles huecos. A Él se dirige Klara en un ruego humilde y con Él media para lograr el restablecimiento de la salud de su pupila, Josie, enferma por las manipulaciones genéticas que deberían mejorarla como humana. El rezo se verbaliza solo en la mente: «No lo hice en voz alta, porque sabía que para dirigirse al Sol no eran necesarias las palabras como tales». Y las palabras se repiten como en una letanía: «Por favor, haz que Josie se cure» (pág. 184), en un formato que tiene mucho de lo que la psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross denomina ‘negociación’ dentro del proceso previo a la aceptación de la muerte: «Suponiendo que pueda hacer algo especial para complacerte. Algo que te haga particularmente feliz. Si puedo conseguirlo, ¿considerarías entonces, a cambio, la posibilidad de un acto de bondad hacia Josie?» (pág. 186). En Klara no habrá negación ni ira, pero sí una vehemente negociación, llevada adelante en privado.

 

Es curioso que, para Philip K. Dick, autor de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? —mal conocida como Blade Runner por la película que inspiró—, un robot, por intelectualmente dotado que pudiera estar, es incapaz de encontrarle sentido a la fusión que ocurre entre los seguidores del mercerismo; es decir, no puede participar en el rito religioso instaurado en la ficción por Mercer debido a que carece de empatía. Por el contrario, Ishiguro no solo dota de sentimientos y respuesta empática a Klara, sino de creencias religiosas. El rizo queda rizado: nada podrá ya distinguir al humano del autómata. Ninguna prueba Voigt-Kampff será ya efectiva. Sin embargo, no provocará en nosotros el rechazo automático del idólatra rebelde QT-1/Cutie de Asimov, para quien el Transformador de Energía es el Señor y él mismo, su profeta. Tamaña herejía deja perplejos a los técnicos de la U.S. Robots que lo supervisan; no así Klara, en quien la creencia religiosa parece casi natural.

 

No sabría decir si la novela de Ishiguro es una buena novela. No es demérito del autor anglojaponés: tampoco lo puedo decir de buena parte de la literatura futurista que he leído, pues casi siempre la perturbación que provoca en mí obstaculiza mi capacidad para juzgar la validez literaria del producto. Lo que es indudable es que no dejará incólume al lector. No solo por la historia de Klara y su relación con la niña Josie y su familia, sino por todos aquellos detalles que están presentes en la novela sin ser explícitos, sin realmente acabar de desarrollarse, solo por el bosquejo de las posibilidades siniestras que implican: modificaciones genéticas en embriones que pueden provocar enfermedades y muerte infantil; suplantación de la identidad humana por una máquina androide; el paro laboral y la violencia en un sector de la población sustituido por autómatas; el aislamiento y soledad de un modo de vida alienado; la deficitaria educación a distancia; la proliferación de una juventud asocial y frustrada; una potencial videovigilancia constante, sobre todo por medio de drones; la perpetuación de actividades contaminantes para el planeta; la adscripción a tendencias fascistas motivadas por un supremacismo humano…

 

Parecen ser secundarias todas estas preocupaciones en Ishiguro, centrado más bien en cómo percibe un robot el mundo humano. Es posible que formen parte de un plan para obligar al lector a incluirse en la narración, conminándole a completar mentalmente las posibilidades de imágenes que deja inconcretas. Pero el esbozo de estas cuestiones nutre el fondo de una lectura que, como todas las del género, seguramente no nos deje dormir tranquilos.

 

Si el sueño acaba llegándonos es porque, en medio del distanciamiento que impone la voz narrativa y la propia trama, llega una única aseveración tajante por parte del androide Klara: escogida para sustituir a Josie en caso de que su ruego no fuera escuchado porque se consideraba «que no había nada especial en el interior de Josie a lo que yo no pudiera dar continuidad», Klara responde que «sí que había algo muy especial, pero no estaba en el interior de Josie. Estaba en el interior de quienes la querían. Por eso ahora creo que el señor Capaldi estaba equivocado y yo no habría logrado llevar a cabo lo que él pretendía» (pág. 333). En definitiva, pues, sí hay límites para un robot: los límites que le aplican los demás.

 


Ma. Elena Roig

María Elena Roig Torres

[Madrid, 1979] Licenciada en Filología Hispánica por la Universitat de Barcelona, especializada en Literatura Románica Medieval y doctora versada en lírica occitana de corte trovadoresco. En la actualidad es docente de Lengua Castellana y Literatura en Educación Secundaria en el IES Sant Agustí (Ibiza) y profesora adjunta de la Universitat de les Illes Balears, donde procura continuar con su vocación de investigadora en el ámbito de los textos medievales, pero también en otros como la pedagogía y la didáctica. Lo compagina con marido, hijos, huerto y jardín. El orden de estos elementos no indica prioridad: es aleatorio y se altera según las circunstancias. El resto del tiempo —en caso de haberlo— se dedica a idear nuevas maneras de continuar ocupada.