Libros del asteroide | Barcelona | 2021 | 350 pp.
Cuando se habla de metaliteratura es lógico pensar en obras como las de Javier Cercas, en la que el autor interviene como un personaje más de la trama hablando de su propio proceso creativo. Pero, en un sentido más abierto del término, engloba cualquier fenómeno literario que sea, por naturaleza, autorreferencial: esto es, si incluye (o parte de) elementos que tienen una existencia previa de factura literaria. Y es tal el peso de la Historia de la Literatura en el literato que podríamos concluir que no existe, hoy, literatura que no sea, en cierto modo, metaliteraria, explícita o implícitamente.
Así, por ejemplo, resulta natural que la Literatura, como sexto arte, pueda servir de inspiración a la propia literatura, igual que lo hacen las restantes cinco. La novela La joven de la perla de Tracy Chevalier se miró en la pintura de la muchacha del turbante de Vermeer; Ildefonso Falcones hizo que su superventas reflejara la iglesia barcelonesa de Santa Maria del Mar; Aleksander Pushkin duplicó la estatua ecuestre de Pedro I el Grande de Étienne Falconet en su poema laudatorio “El jinete de bronce”. Del mismo modo, Cervantes, en un acto de metaliteratura, se permite criticar negativamente a su continuador, Avellaneda; pero la continuación de su Quijote nació inspirada en los personajes cervantinos, en un juego de espejos metaliterario. Si la literatura se manifiesta en la propia literatura (¿y de qué otro modo se podría manifestar?), estamos delante de la metaliteratura.
Pero, ¿qué pasa al leer una narración que desconocemos que está vinculada a otro producto literario? Supongo que podríamos hablar de analfabetismo cultural. No obstante, ¿cómo lo llamaríamos si el narrador, con meticulosidad matemática, borra los lazos más directos y reveladores que ligarían su narración a ese otro producto? ¿Hasta qué punto es necesaria la vinculación entre una y otro? Y, ¿qué sucedería si el autor, obcecado por no desvelar el origen de su inspiración, fuera puesto al descubierto por el editor o por la promoción publicitaria?
Estas cuestiones son la que me vinieron a la cabeza al terminar la última novela de la irlandesa Maggie O’Farrell, considerada la nueva promesa de las letras anglosajonas. La publicación en 2021 de Hamnet, traducido por Concha Cardeñoso a los pocos meses de aparecer en Tinder Press, ha puesto de nuevo sobre el tapete la profundidad de la fuerza narrativa del Éire, fenómeno del que tal vez en los últimos tiempos el público general se había olvidado. Se trata de una sobria edición en Libros del Asteroide, con su clásica franja hueso a guisa de faja, donde se recoge el título, el nombre de la autora y, menos habitual, el de su traductora. Destaca sobre un fondo verde oliva, desde donde nos mira, cual Gioconda moderna, un retrato fotográfico atribuido a Emilio Brizzi, pero procedente de un banco de imágenes cualquiera, en el que se muestra el rostro de una joven desconocida. ¿Casualidad? Tal vez sí. Pero resulta muy acorde con la intención de Maggie O’Farrell a la hora de presentarnos su historia: dibujar el mundo íntimo y desconocido que pudo haber generado una de las mayores obras del canon literario, el Hamlet de William Shakespeare.
Citando su nombre probablemente esté yo siendo tan traidora como sentí que lo había sido el editor a la hora de llevar adelante la campaña publicitaria de la novela, empezando por la propia reseña de la contraportada. Pues, si de algo se cuida mucho la autora, es de mencionar el nombre de Shakespeare. Ni una sola vez, en toda la narración, se refiere a él de otro modo que no sea mediante pronombres o circunloquios: es «él», «el preceptor de latín», «el marido de Agnes»; o, como llega a escribir, «el huésped, hermano, marido, padre y, aquí, cómico» (pág. 207). Jamás lo nombra como William ni, más familiarmente, como Will o Willy; mucho menos, como Shakespeare. Sin embargo, en la reseña de la contraportada el editor afirma: “Partiendo de la historia familiar de Shakespeare, Maggie O’Farrell transita entre la ficción y la realidad para trazar una hipnótica recreación del suceso que inspiró una de las obras literarias más famosas de todos los tiempos”. A partir de ese momento, no hay ni una sola reseña de la novela que no mencione al dramaturgo inglés, incluyendo esta.
¿Por qué la autora se esmera en evitar el nombre? Ella no niega el vínculo ni parece tener la intención de engañar al lector. El mismo título de su novela suena al de la tragedia de Shakespeare; y corrobora la filiación tanto el prefacio —titulado “Referencia histórica”— como la cita a Steven Greenblatt, los cuales relacionan la existencia de un niño llamado Hamnet, hijo de un tal William Shakespeare de Stratford, y su magna opera, Hamlet, ambas versiones “perfectamente intercambiables” del mismo nombre en los siglos XVI y XVII. Prefacio y cita son obra de la propia O’Farrell.
Las referencias metaliterarias están ahí, tanto por mano de la autora como, posteriormente, de manera mucho más manifiesta, del editor. Sin embargo, que el lector lea la novela sin la presencia constante de un nombre enjundioso como el de Shakespeare tiene un efecto directo en su lectura. Colabora en borrar el peso de la fama que podría opacarlo como personaje y le otorga la profundidad de uno más de la Historia, que podría ser un desconocido cualquiera: un hijo, un marido, un padre…, el que fuera.
Tal vez por ello la crítica redunda en denominarla como ‘prosa intimista’. En realidad, es difícil leerla como una novela histórica; y, en cambio, pudiera ser una novela humana que, de manera circunstancial, se ambienta en el pasado. Eso es lo que logra Maggie O’Farrell al eliminar sistemáticamente la presencia del nombre de Shakespeare, priorizando al hombre anónimo.
Pero la novela ni siquiera trata, en verdad, del dramaturgo inglés: es de su entorno, de sus ascendentes y descendientes, de sus vecinos, de su casa. Y, sobre todo, de su esposa. De esa gran desconocida que, como la Gioconda de la portada, nos mira desde el olvido. Tomando el protagonismo que O’Farrell no entrega realmente a su marido, descubrimos a una mujer de la época que nos cuenta la historia de un fragmento bello y doloroso de su vida, hasta el punto de que olvidamos, en muchas ocasiones, que Shakespeare está ahí y solo pensamos en él como el marido, amado, amante. La omisión del nombre permite aflorar a Agnes (o Annes; o, sencillamente, Anne). Y también a Susanna. A Judith. A Mary. A Eliza. A Joana. Un universo femenino en torno a unos pocos personajes masculinos: el marido-hijo-padre William Shakespeare; su hijo Hamnet; su padre John; su cuñado Bartholomew. Y poco más. El entorno familiar resulta, de ese modo, estrecho, íntimo, a veces asfixiante.
Más asfixiante se vuelve, además, cuando la narración se produce desde la vivencia interior, más profunda, de los personajes: desde la percepción subjetiva, personal, individual de la realidad que tiene cada uno. Sin usar una primera persona, O’Farrell logra recrear el mundo a través de los ojos de cada uno de los protagonistas. Ese mundo es percibido por el lector, entonces, en formato mosaico: incompleto. A veces aquello que perciben los sentidos (la vista, el oído) es erróneo o no llega con claridad porque el personaje está profundamente ensimismado.
Si de algo trata la novela, es de ensimismamientos. Tal vez el mismo que pudo caracterizar a Shakespeare, a quien no nos cuesta reconocer viviendo en ese otro mundo de la imaginación que anida en su cabeza, el que atrajo y sedujo por su profundidad a la excéntrica Agnes. No que ella resulte un personaje más fácil, pues, como todos los de la novela, tiene un carácter dotado de gran complejidad y, como tal, más dado a paseos intestinos, entre el más acá y el Más Allá.
La sensación de intimidad nace de una vivencia de la realidad basada en el paisaje interior mental de los personajes, no en el exterior. La consecuencia natural es una marcada ausencia de diálogos, pues las intervenciones de esa realidad externa son escasas. Se produce, en consecuencia, un refocilamiento en el terreno de las emociones.
Ahí es donde se encuentra, a mi parecer, el punto más flaco de la novela: desde la profundidad de la que fluye el discurso narrativo es fácil caer en el dramatismo, en ocasiones gratuito. Y eso sucede en el primer capítulo, con ese niño Hamnet, preocupado, buscando inútilmente a su madre —o a cualquiera de sus familiares— con objeto de pedirle ayuda para su hermana gemela Judith, sin saber que él mismo está enfermo. El lector es posible que perciba que está siendo manipulado para que sienta pena, conmiseración, angustia. Se prefigura una muerte que, de hecho, no tendrá lugar hasta doscientas páginas más adelante.
En un primer momento se le escapa de las manos a Maggie O’Farrell. Pero logra reponerse rápidamente, en cuanto se inicia la doble línea narrativa (o la misma en otro punto cronológico): la historia de amor del preceptor de latín, con su famoso pendiente en la oreja, y una joven rara Agnes, armada de una intuición sobrenatural. Pasado y presente se entrelazan de manera magistral y, afortunadamente, ya no vuelve a caer, ni siquiera con la muerte de Hamnet, en la lágrima fácil. Al contrario, es una explosión sobria de dolor insoportable. Para quien ha vivido de cerca una muerte similar no resulta sobrecargado y, al contrario, es posible empatizar con ella.
¿Qué aporta, entonces, el juego metaliterario de O’Farrell? Sinceramente, creo que poco. Por una parte, no importa, para comprender y disfrutar de la tragedia Hamlet, haber leído Hamnet. Ni siquiera es que se enriquezca nuestra lectura de la obra teatral, pues la explicación final de Agnes sobre las razones que pudieran haber motivado a su marido a escribir esa pieza homónima, reviviendo así la muerte de su hijo, no resultan particularmente interesantes o reveladoras; rozan incluso lo incomprensible («Ha cogido la muerte de su hijo y la ha hecho suya; se ha puesto él en las garras de la muerte y ha resucitado al hijo en su lugar. Ha convertido la muerte de su hijo en la suya propia. ¡Ah, qué horrible!», pág. 337). Por otro lado, la lectura de Hamlet tampoco aporta a la novela de O’Farrell, desde el momento en que Hamnet, per se, como personaje, interesa mucho menos que como hijo de Agnes que muere.
Sin embargo, es necesario leer Hamnet por Hamnet mismo: por su prosa interior, por sus imágenes oníricas, por su análisis íntimo del quehacer vital de un(os) personaje(s) cual(es)quiera —incluso de una pulga infectada—, solo circunstancialmente enclavado(s) en el siglo XVI, en Stratford y junto al dramaturgo inglés.
Fue un acierto de O’Farrell negar el nombre a William Shakespeare; y un claro desacierto repetirlo machaconamente como estrategia publicitaria de la editorial.
María Elena Roig Torres
[Madrid, 1979] Licenciada en Filología Hispánica por la Universitat de Barcelona, especializada en Literatura Románica Medieval y doctora versada en lírica occitana de corte trovadoresco. En la actualidad es docente de Lengua Castellana y Literatura en Educación Secundaria en el IES Sant Agustí (Ibiza) y profesora adjunta de la Universitat de les Illes Balears, donde procura continuar con su vocación de investigadora en el ámbito de los textos medievales, pero también en otros como la pedagogía y la didáctica. Lo compagina con marido, hijos, huerto y jardín. El orden de estos elementos no indica prioridad: es aleatorio y se altera según las circunstancias. El resto del tiempo —en caso de haberlo— se dedica a idear nuevas maneras de continuar ocupada.