Un sueño y el alma hecha pedazos | Miguel Ángel Torres Vitolas

Un silencio extenso de mesas y sillas vacías, de un olor tibio a café y sánguches de mortadela, parece detenernos en el mismo gesto. La mañana aparece opaca por las cortinas entreabiertas. En aquel café, no hay nadie más que las dos y los ruidos minúsculos de la calle, de la cocina detrás de una puerta entreabierta y de una radio encendida.

 

—Parece que sólo vamos a ser las dos —dice Marina, dando vuelta otra vez al reloj de plástico en su muñeca y sosteniéndolo por el borde cuadrado al mirar la hora. Da un par de golpes suaves con la punta de un dedo encima. Yo hago que sí con la cabeza, repitiendo la sonrisa plana que cada cierto rato repito desde hace casi media hora.

 

—Sí, ya no creo que vayan a venir las chicas. Marina viste un traje sastre verde y una blusa discreta, amarilla, como si acabara de salir de una oficina, y yo jeans, camisa y una casaca de cuero. Desde que llegó, creo que sin advertirlo, como en un reflejo, se ha remangado la blusa y la tiene recogida, como el saco, casi hasta los codos. El restaurante es perfectamente igual a los de otras veces: pequeño, tristemente limpio, con algunos cuadros de niños rubios y de perritos en las paredes, una azucarera de plástico y pedazos de papel recortados en recuadros como servilletas. Lo único apenas distinto es que esta vez sólo somos las dos y a la hora que es no parece que vaya a llegar nadie más. Hacemos nuevamente esa sonrisa que parece empeorar todo, miramos a ninguna parte.

 

De una puerta del fondo, aparece una chica en un delantal naranja y deja un café con leche delante de Marina, que la mira apenas y murmura gracias mirando la taza. Ya viene su café, me dice. Viene en un momentito, repite, tratando de sonreír, como debe hacerlo docenas de veces al día. Marina espera a que se vaya, los hombros juntos, la mirada de pronto inquieta, perdida en sus manos que rodean la taza y dudando solo por instantes en mí.

 

—¿Puedo decirte algo? —dice, volviendo con un esfuerzo que parece inmenso sus ojos hacia mí.

 

—Claro —le digo. —Cuéntame.

 

Toma aire de un modo que me parece artificial, como si lo hiciera antes para que yo la vea que porque realmente lo necesitara. Se apresura en echar dos cubitos de azúcar y revolver la leche. Sin dejar de hacerlo, ahora sin mirarme, junta apenas un poco más los hombros y empieza: Anoche he tenido un sueño.

 

Un sueño horrible, precisa. Y no sé qué cara he puesto; probablemente, he sencillamente asentido, sonreído y bajado un poco la cabeza. Como preocupada por lo que parece haber percibido en mí, me busca los ojos grave y preocupada y repite: un sueño horrible. Trato de recordar si alguna vez hemos estado solas, si alguna vez nos hemos contado algo. Estoy segura de que no y de que siempre hemos tenido en medio a alguien más, a Estela o a Rossana. Antes de que pueda decirle algo, empieza a describir lo que debe ser la sala de su casa. Habla de unos sillones, de las cortinas, largas y amarillas, y de un televisor. Los describe rápido o solo los menciona, como si yo conociera los muebles y la habitación de la que habla. De todo lo que está en el lugar de siempre, sólo que esta vez parece especialmente de día, aclara, con un pequeño temblor que aparece en algunas palabras. Parece una mañana de una luz encendida, muy encendida, casi irreal, como ésas que nunca se consiguen ver en Lima. Como ésas que se ven en televisión, dice. Pero es mi casa, dice asintiendo y afirmando sus manos juntas sobre la mesa. Todo lo demás es igual. Yo hago que sí con la cabeza y la dejo que continúe. La chica ha vuelto con mi café y lo deja sobre la mesa con la misma sonrisa rápida de hace un rato. Está tibio y apenas si parece un poco distinto de cualquier Nescafé de lata. No sé si llego a decirle gracias.

 

Mientras la escucho todavía extenderse recuerdo por fin que Estela me había advertido alguna vez de esto, de Marina y de sus sueños, aunque hasta ahora no había ocurrido que me contara a mí alguno. Había oído que tanto ella y Rossana los mencionaran con una misma mueca entre divertida y hastiada; las había oído reír contándose alguno cuando ella no estaba con nosotras. Estela, que la conocía desde un año anterior en la facultad, decía que no había semana que Marina no apareciera con uno de esos sueños del que hablar. Podía ser que se había accidentado una prima suya en un auto o que había pasado toda una noche cenando con sus padres con un gato acostado sobre la mesa. Y Rossana, en particular, muerta de risa, completaba la historia tratando de imitar su rostro. Si alguna vez las cuatro fuimos realmente amigas fue entonces, ese último año en la universidad, que salíamos a comer al chifa del frente de la universidad, al cine y algunos fines de semana a tomar a Barranco. Éramos entonces tan cercanas que recuerdo haber pasado la tarde de un domingo llorando en casa de Rossana cuando rompí con Eduardo. Lo que ha quedado de eso son estas reuniones en una cafetería y alguna vez para cenar, cada cuatro o cinco meses, donde Estela se demora en contar los problemas que tiene su hijo mayor siempre en el colegio y Rossana se queja de los horarios y viajes que tiene que cumplir en el ministerio en que trabaja. Como cuando éramos jóvenes, Marina y yo somos quienes hablamos menos. Han pasado 15 años desde que terminamos la universidad y ahora no sabemos muchas veces qué decir si no recordar alguna clase, compañeros, profesores y rincones cerca de la universidad que probablemente ya no existen. Luego alguna le pide al camarero que nos tome una foto en la mesa y hacemos las cuatro una misma sonrisa. Si ya antes había alguna vez faltado alguna, incluida yo, esta es la primera vez que Marina y yo terminamos juntas. Es también la primera vez que es a mí a quien cuenta uno de esos sueños.

 

Marina me mira, como si le sorprendiera el poco caso que le hago y repite lo último que dijo.

 

—Javier está en la sala, con el televisor encendido y el niño en los brazos. Esa luz intensa de la mañana que entra por la ventana cae totalmente encima de los dos —dice, levantando una mano abierta encima de la mesa y dirigiéndola como si iluminara un escenario— y tiene a Ernesto de tal forma que apenas consigo verlo. Los dos parecen dos sombras brillantes, como dos lámparas.

 

Insiste en mirarme, como para que le crea. Sus ojos son muy negros, profundos.

 

—Me acerco a los dos y Javier no me mira, sólo mira el televisor y sonríe. Me acerco entonces un poco más y consigo verlo. Consigo ver a Ernesto. Ernesto no respira, está quieto, hecho un pequeño bulto que Javier sigue sosteniendo, mirando siempre la televisión y sin dejar de sonreír. La cara de Ernesto parece la de un muñeco de plástico, los ojos entreabiertos, completamente vacíos. Sus brazos sobre su cuerpo, inmóviles. Los miro a ambos asustada y no consigo despertar. No consigo llorar ni gritar y sólo permanezco ahí, aterrada de mí misma, un tiempo inmenso, las manos y el cuerpo hechos un puño cobarde, hasta que despierto y me echo a llorar mirando a todas partes, el alma hecha pedazos.

 

Marina se ha callado y me mira, esperando que le explique algo que tampoco yo consigo entender. El alma hecha pedazos, pienso, y me parece que hace una eternidad no oía a alguien usar una frase parecida.

 

 

*

Esta noche no he salido ni he querido ver a nadie. He esperado delante del televisor, en la sala y en el dormitorio, que se repita la llamada de Marina, como la noche anterior. Me he preparado un café y del mismo modo, casi sin pensarlo, una taza de tisana que luego tenía igual a mi lado enfriándose. Pero esta vez eso no ocurre y no hay nada más que la voz vacía del televisor y la quietud oscura de los muebles de la casa. Federico ha salido y ha dicho antes de irse, te dejo para que hables con tu amiga, con una inflexión especial al llamarla así que los dos alcanzamos a entender. Lo suficientemente sencilla como para comprender que Marina no es mi amiga y lo casi ridículo que es esperar que llame. No se ha reído, pero el chasquido de la puerta y el ruido de su auto al irse equivalen a lo mismo.

 

Solo un día después de habernos visto en esa cafetería, Marina me llamó al celular. No lo había hecho nunca y debió repetirme su nombre completo al teléfono para que llegara a saber que se trataba de ella. Yo volvía a casa en el auto y debí contestarle manejando por la Javier Prado, dejando atrás esa porción de Lima que debía dejar atrás tres veces por semana, entre ese color amargo de los postes de luz que parecía envilecer aún más la ciudad cuando aún no empezaba a anochecer y la muchedumbre de vendedores ambulantes que a cada semáforo aparecían por montones entre los autos vendiendo gaseosas, relojes y estuches para celulares que llevaban colgando de los brazos, en un gorro y encima de sus pechos y barrigas. Hombres pequeños y gordos de cabello muy oscuro, mujeres sin edad, niños de cabello siempre muy corto. En cuanto contesté el teléfono, Marina no se detuvo a preguntar cómo estaba, qué hacía o nada parecido. Sólo dijo enseguida, con esa misma voz quieta y aterrada del día anterior: he tenido un sueño horrible.

 

En las esquinas, buses pequeños y grandes se cerraban el paso y se enredaban en un tráfico demente de bocinas y gritos por ganarse a los grupos de personas que esperaban de pie, agotadas, volver a casa. ¿Aló?, dijo Marina. Sí te escucho, le dije, estoy acá atrapada en el tráfico. No pareció escucharme y empezó enseguida a contarme lo que había soñado esta vez. Esta vez, dijo bajando la voz, como si hablara escondiéndose de alguien, él estaba sentado frente a su escritorio. El que tiene acá en la casa. La computadora encendida delante. Y él estaba sentado, sin hacer nada, mirando la pantalla en blanco. Yo me le acercaba y descubría sus dedos apenas unos centímetros encima de las teclas, inmóviles. Sus ojos quietos sólo se mantenían ahí, mirando la pantalla, y en toda su cara no había más que el reflejo azul de esa luz. Me decidí a acercármele y lo hice apenas. Por fin lo llamé, hasta cogerlo del hombro y traté de sacudirlo de un brazo. Él nunca se movió.

 

Luego de sólo unos minutos, cerca de Petit Thouars, volví a estrellarme con otro enredo de buses similar. Chicos de no más de 20 años gritando y casi obligando a las personas a subir a esos camiones espantosos. Gente en trajes muy baratos, señoras con sus hijos, jóvenes con mochilas. Siempre esos que parecían niños pequeñísimos o adolescentes enanos andando inmundos entre los autos con bolsas de caramelos. Y sólo a un lado, un policía obeso con su silbato ridículo haciendo gestos a los que nadie hacía caso. Marina había dejado de hablar y tampoco sabía qué decirle. Apenas si le había oído y aún menos comprendido lo que contó. El zumbido de la línea en silencio seguía oyéndose. Cuando por fin pude avanzar, aproveché la ocasión y abandoné la Javier Prado. Marina, te llamo de la casa, ¿te parece? Ahora no te oigo bien, mentí. Por un momento no se escuchó nada. Parecía aguardar en silencio del otro lado que añadiera algo. Te llamo en un rato, repetí. Ella sólo dijo está bien, chau, y colgó.

 

Cuando llegué a casa ya había anochecido. Dejé el auto en la cochera junto al de Federico, atravesé el jardín buscando un cigarrillo en la cajetilla en mi cartera y cuando sacaba mis llaves para abrir recordé que olvidaba el celular en el auto y que sin él no sabría encontrar el número de Marina. Mierda, dije y me detuve unos segundos. No decidí nada, solo dudé. Pero no volví por él. Luego de cenar, me senté a ver cualquier cosa en la televisión y tampoco me sentí con ningún ánimo de ir a buscar el celular y llamarla.

 

El día siguiente lo pasó casi enteramente en el jardín. Ramón viene por unas horas a ayudarme con las cucardas y esas rosas pequeñas que trato de hacer crecer en unas macetas; el resto de la mañana salgo con el auto a comprar fertilizantes y un adorno tonto por el que me he encaprichado (un duende) que pienso poner cerca de las rosas. Despido a Ramón por la tarde y le doy una propina extra sin razón especial. Esta tarde me quedo dormida delante del televisor y no alcanzo a recordar sino un sueño absurdo en el que lo poco que persiste es una puerta amarga contra un muro empapelado y gris. Pienso en Marina. Trato de recordar cómo era en la universidad y cómo así se hizo parte de nuestro grupo de amigas. Marina, como la avenida, solía repetir una de ellas, Claudia probablemente, sin dar razón ni explicación a la frase, cuando la veíamos aparecer de lejos o cuando llegaba a sentarse a nuestro lado escondiendo siempre su discreta cartera marrón hasta desaparecerla detrás de ella. No puedo dejar de pensar en ella, de un modo raro e intermitente, como un golpe tenue que persiste en una ventana. Esta vez, sentada cambiando canales en la televisión, espero que ella llame y de alguna manera estoy casi segura de que lo va a hacer.

 

 

*

Marina me espera a un lado de un puesto de periódicos y me llama con la mano al verme en la camioneta. Me saluda con una mano tímidamente abierta y, luego de sentarse, tarda un rato en jalar el cinturón de seguridad y tratar de engancharlo, hasta que por fin me pide que le ayude. Tengo que ayudarla a ponérselo, como tengo que decirle que la ventanilla se baja apretando el botón que tiene a un lado suyo, en la puerta. Está bonito tu carro, es todo lo que me dice, dejándose guiar y haciendo una sonrisa cada vez que asiente y finge que ha entendido.

 

El día anterior había terminado por llamarme cerca de las 11 de la noche. Me había quedado dormida mirando un talk show en el televisor de la sala cuando el teléfono timbró. Habló muy poco, como si no pudiera, como si no quisiera decir nada más de lo poco que dijo. Que quería que fuera a su casa y que viera por mí misma a Javier. Y yo sólo dije que sí. Por supuesto, Marina, si quieres que vaya. No te preocupes, ahí estaré. Sin pensarlo mucho. Por curiosidad, por estupidez o por las dos cosas. Luego que nos despedimos apagué el televisor y las luces de la sala y del recibidor. En el cuarto, Federico miraba una serie británica en el cable. Y cómo está tu amiga, dijo volteando a mirarme, sonriendo.

 

Marina me va diciendo qué avenidas tomar para llegar a su casa y poco más que eso nos decimos en el camino. Ni siquiera menciona el sueño ni yo pregunto por él. De alguna manera, el simulacro de amistad que repetíamos esos pocos sábados en esas cafeterías de Jesús María aparece en toda su impostura una vez estamos las dos en el auto y me lleva por calles de Lima que no creo haber visto jamás. Ella evita mirarme y yo hago lo mismo. Cuando llegamos, señala su casa y sólo dice:

 

—Es mejor que lo guardes en la cochera. Ha habido unos robos acá en la cuadra.

 

La casa es de dos pisos y trata inútilmente de conservarse entre un color beige y amarillo que se confunde en algunas paredes. Marina baja del auto y me abre la reja de la cochera que chirría espantosamente. La sostiene con una mano, mientras con la otra retiene por el collar un perro gris, pequeño y sucio, que trata de liberarse entre saltos y ladridos.

 

Cuando estoy bajando del auto, aparece por la ventana una chica, de 13 o 14 años, cargando un bebé. ¿Tu hija?, le digo a Marina. Ella hace que sí con la cabeza. Es Adriana, el bebé es Ernesto, ya sabes, me dice y supongo que recuerda que no los conozco. Es muy guapa Adriana, le digo mirándola, y ella sólo me responde con una sonrisa quieta, teniéndome la puerta, sujetando aún al perro que ha dejado de ladrar y estira el cuello para olisquearme.

 

Existe una tristeza especial al interior de la casa, que aun con las lámparas encendidas aparece especialmente ensombrecida. Unas mantas de colores cubren los sillones y en un estante muy alto aparecen, junto a un diccionario y una enciclopedia, dos estatuillas de porcelana perfectamente limpias de dos delfines que se miran. Del mismo modo, entre torpe y tímido, aparecen pequeños adornos encima de la mesita de la sala (unos elefantes) o colgando de las paredes (un pez espada de madera).

 

Tu casa es grande, le digo, ¿hace mucho viven acá? Marina no me responde y me parece por un momento que se siente cada vez peor por haberme traído. Le pide a su hija mayor que se lleve al bebé a su cuarto y la chica lo hace sin decir palabra. El bebé repite apenas esos ruidos apagados que hacen los bebés de pocos meses cuando no lloran. Cuando se ha ido, me pregunta si quiero un café, una gaseosa o algo. Un café está bien, digo. Marina hace un gesto simple de asentir y va a la cocina. Me descubro sentada al borde del sillón y hago una sonrisa tonta cuando Marina vuelve con una bandeja y empieza a acomodar delante mío, sobre la mesita de centro, unas tazas de plástico, una lata de café y un termo rojo. Se sienta luego y mira la hora en su reloj.

 

Ya va a llegar, dice. Llega siempre como a las siete y media. Y me señala la hora en su reloj (las seis y media). Las dos no sabemos qué decirnos y empezamos a servirnos el café. Su hija llega un poco después y nos salva encendiendo el televisor. ¿Puedo, no, mamá?, dice, sentándose y mirándonos a ambas. Pone luego en el televisor un programa concurso y cambia luego a una serie, una comedia americana de una familia negra.

 

Casi a las siete, se oye el murmullo metálico de la puerta y aparece un hombre que parece mucho más joven que Marina y no coincide en ningún punto con cómo lo imaginé. Es un poco más alto que yo, delgado y hace rápidamente un gesto amable, como el de un vendedor, al verme y estira la mano para saludarme.

 

—Javier, encantado —dice, con un gesto tranquilo—. Tú debes ser Alexandra. Marina me ha hablado de ti.

 

Marina se acerca, mientras su esposo deja la mochila que llevaba al hombro sobre el piso, se quita la casaca y la deja sobre una silla.

 

—¿Ya ha visto al niño? —le pregunta.

 

—Un poco, recién ha llegado hace una hora.

 

—Voy a traerlo, entonces. ¿Te parece? —dice él.

 

—Adriana acaba de subir a traerlo.

 

—No importa, yo lo traigo ahora— y desaparece por las escaleras sin esperar respuesta.

 

Marina no se atreve a mirarme y repite el gesto de frotarse las manos y mirarse la punta de los dedos. Trato de no pensarlo, pero lo pienso: me recuerda a las empleadas que entrevistaba mamá en la sala de la casa y que yo veía en la cocina esperar, sentadas una cerca de la otra, sin hablarse. Se levanta entonces y va a coger una taza que había dejado cerca. Javier vuelve luego de un momento, con una sonrisa simple y orgullosa, y se acerca a mí llevando a Ernesto en brazos y haciéndolo girar hacia mí. Me lo enseña sin decidirse a decir algo y se sienta a mi lado. El niño, pequeñísimo, apenas si se mueve. Javier lo sostiene teniéndole con una mano abierta la cabeza y me lo muestra. Marina, a unos metros, lo mira espantada y deja caer la taza que no se parte en el piso, sino que solo se derrama. Él duda entre ella y yo, nos ve mirándonos, y pregunta:

 

—¿Pasa algo?

 

Ella se voltea y sube luego corriendo por las escaleras, los puños quietos, cerrados, delante suyo. Yo dudo un poco, miro apenas a Javier sorprendido y al niño que ha empezado a llorar en sus brazos y voy detrás de Marina. No escucho lo que él dice detrás mío y tampoco sé si me lo dice a mí o está tratando de calmar al bebé. Ya bajo, no te preocupes, le digo de todas maneras desde las escaleras y la sigo hasta la habitación en que se ha cerrado.

 

En un cuarto a oscuras, Marina está sentada encima de su cama mirando hacia la ventana y la luz de la calle enciende su sombra. Me acerco a ella dudando, sin saber qué decirle y pongo una mano sobre su hombro.

 

—No sé qué me ocurre —me dice, nerviosa pero quieta, sin apartar la vista de ese punto imposible en el que se pierden sus ojos, las dos manos entrelazadas sobre las piernas que tiemblan frágiles.

 

Yo sólo miro el cuarto rápidamente (la cómoda, el espejo, los post–it pegados a la puerta, la ropa doblada sobre la silla, el ropero viejo de madera) y no le digo nada. Sólo permanezco a su lado por un rato inacabable que debe ser como de cinco o seis minutos, escuchándome respirar, escuchándola respirar y adivino perfectamente lo que haré en los días, en las semanas que vienen. No contestaré sus llamadas, no responderé a sus mensajes y trataré, seguramente sin conseguirlo rápidamente, de olvidarla y de olvidar esta tarde en su casa y ese pedazo de miedo atroz y absurdo que he podido ver. En algo más de un mes tal vez la llame e inventaré alguna excusa que ella no creerá. Y volveremos a vernos junto a las demás compañeras de la universidad dos o tres veces al año, un sábado en un café de Jesús María para hablar de gente que ya no recuerdo y de películas y de libros y de profesores que ya se han muerto. Ahora sólo sostengo la mano en su hombro y no sé qué decirle ni intento decirle nada. Sólo entiendo también que algo de todo eso debe adivinar Marina, pero que si estoy en esa casa, en su casa, es porque, por las razones que sean, a estas alturas de su vida no tiene a nadie más. Marina mira siempre la calle sin detenerse a ver nada en particular. No sé qué me ocurre, dice con la voz partida. La miro, miro el cuarto; no te preocupes, le digo, poniendo una mano sobre un hombro suyo.

 


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Miguel Ángel Torres Vitolas

[Cuzco, 1977] Premio Copé de Bronce en la Bienal Copé de Cuento 2016; Primer premio en el Concurso de las dos mil palabras de la revista Caretas 2006; Primer Premio del Concurso de cuento del Circuito de Librerías de Miraflores 2002; Primer Premio en los Juegos Florales de la Pontificia Universidad Católica 1998, entre otros. Ha sido incluido en las antologías El fin de algo. Antología del cuento peruano 2001-2015 (2015) y en la antología del nuevo cuento peruano de la revista danesa Aurora boreal (2015). Sus cuentos han sido publicados en las revistas Buensalvaje, Caravelle, entre otras. Ha publicado la novela Algunas muertes (2017), así como los libros de cuentos Animales Baldíos (2001) y Piel inédita (2013).