Los gatos están muertos
Por la mañana, justo cuando la sirvienta despertaba a la niña, miró con sorpresa desde la cama su lloroso rostro.
“¿Qué ocurre?”, le preguntó medio dormida. “Los gatos”, sollozaba la sirvienta. “¿Qué les ha pasado?”. La niña se incorporó asustada. “Están muertos”, lloriqueaba la sirvienta mientras se sonaba la nariz. “¿Los tres?”. La niña la miró fijamente, con incredulidad. “Sí, hoy por la noche, en el calentador. Han inhalado gas de carbón. El horno no estaba en condiciones”.
“¿Peter, Muschka y el Pequeño?”, preguntó desconcertada. La sirvienta asintió. “¿Ya lo sabe Babbo?” “Él está abajo con ellos”. La niña saltó de la cama y salió de la habitación.
Del calentador se desprendía un empalagoso olor. Babbo estaba sentado sobre una rama de árbol, a sus pies yacían los gatos. Tomó la mano de la niña y la puso sobre el pelaje del pequeño: “Están todavía calientes”, le dijo, “no debes tenerles miedo, aún se ven bien, ¿no es cierto?”
“Tal vez solo están durmiendo”, sostuvo la niña. Babbo negó con la cabeza. “Están ya lejos, allá arriba…” Señaló al aire. “Allí, en algún lugar, hay un cielo para gatos. Su dios se sienta en un trono de miles de ratones blancos. Él tiene los ojos dorado verdosos y es tan sabio como el más erudito de los hombres. Cuando a él regresa un gato, envía otro de vuelta a la Tierra”.
Quiere consolarme, pensó la niña, y lo miró con desconfianza. “Entonces, solo debe enviar uno de vuelta”, añadió llorosa.
“Ven”, dijo Babbo avergonzado, “lo primero que hay que hacer ahora es un gran entierro”. Salieron al jardín y juntos apilaron el follaje de otoño. Con una pala cavaron un cuadrado y Babbo erigió una tumba, grande como para un león.
“No es apropiado ir en camisón a un entierro”, le dijo a su hija y esta fue adentro a cambiarse. Cuando volvió, el padre había hecho una cruz. Los gatos yacían en la fosa envueltos en telas. La niña les echó flores. Babbo juntó las manos, observó el nubloso cielo de la mañana y recitó una solemne oración: “Dios de los gatos, allí arriba detrás de las nubes, tú que sabes que amamos y cuidamos a tus hijos, envía de nuevo otro y alimenta a estos tres que a ti regresan con crema dulce, arenques y carne cruda, y no olvides darles sus castañas y carretes de hilo para que jueguen”.
La niña contempló a Babbo con reverencia. “¿Quieres decir que él nos ha escuchado?” Babbo asintió y cubrió el foso con tierra. Cuando la cruz y las coloridas flores aster estuvieron colocadas en la colina, padre e hija observaron con satisfacción el pequeño lugar.
Al girarse Babbo, pues de pronto le resultaba difícil continuar de pie allí, se estremeció un poco. Sobre la brida había un gato grande y robusto. “Hola”, le dijo Babbo. “Esto ha sido muy rápido”. Con lentitud se dirigió hacia la brida.
La niña se dio también la vuelta, despacio.
Ante la mirada creyente y conmovida de la niña, Babbo bajó la vista un tanto apenado. “Hmmm”, pronunció con vergüenza. “No se debe olvidar nunca de rezar, ¿verdad?”.
El gato esperaba con silenciosa dignidad. Solo tenía un ojo. Uno grande y de color verde dorado, un ojo con un extraño poder.
“De acuerdo, viejo amigo, así que tú eres el elegido, ¿eh?”.
“¡Mira las cicatrices en el pelaje!”, gritó excitada la niña. “Y le falta también la mitad de una oreja”. El gato maulló fuerte y amistoso. La sirvienta se acercó también y miró con desaprobación al viejo veterano. “¿Este?”, señaló la sirvienta y torció la nariz. “A este gato lo he echado fuera del jardín con frecuencia. Es un vagabundo. ¡Ni siquiera es bonito!”.
“Mi buena señora”, le indicó Babbo con serenidad, “un hombre no necesita ser bello. Los gatos jóvenes y bonitos no valen mucho…”.
La niña miró pensativa, primero a Babbo, y luego al emisario del Dios gato detrás de las nubes; miró también el querido y arrugado rostro de Babbo: “Tú tampoco eres bonito, Babbo”, aseveró la niña con ternura. “Pero sí que eres un amable y viejo gato”.
“Este, pequeña mía, aunque apenas lo entiendas”, dijo Babbo mientras se giraba hacia la anciana criatura que tenía detrás de él, “ha sido el mejor cumplido que ha salido de la boca de una dama”. Tendió los brazos hacia su diminuta hija y con solemnidad entraron ambos en casa seguidos por el tuerto, quien ronroneaba y les acariciaba las piernas.
El gato quiere dormir
Hinz, el gato, estaba sentado de cuclillas sobre la cama. Cansado, su cabeza se balanceaba hacia delante y atrás, infantilmente, torpemente. Es aún muy pequeño. Adormilado mira los surcos y los hoyuelos en las sábanas, producto de sus saltos y juegos, y se alza para bostezar. Se puede incluso apreciar el acanalado rosa de su paladar.
A Hinz le encantaría dormir. Empero, hay algo que no encaja en su orden gatuno: maullando de mal humor mira algunos libros apilados junto a él. En torno a ellos había aún mucho espacio para un diminuto y soñoliento gato, así que saltó sobre el escritorio, se sentó delante de mí y me observaba. Sus ojos verdes marino miraban llenos de reproche, las fruncidas arrugas de su frente parecen finos trazos. Hinz suplicaba —con los ojos y con las patas que, inquietas y desesperadas, recorrían la mesa— que moviera los libros.
Yo continuaba tecleando. Enérgico, pone luego sus garras sobre el teclado de la máquina de escribir y me lanza un bufido. Retiro, entonces, los libros. Salta de nuevo hacia la cama y se tiende cerca del pequeño y ceñido espacio. Se podría pensar que ahora sí duerme. O no —empieza primero a entretenerse de varias maneras. Con rigidez estira una pata en el aire, la contempla con seriedad, se gira de un lado a otro, muestra sus garras y se lame con su encantadora lengua rosada, se asea un poco la cara y, por último, como si estuviera agotado, deja caer la cabeza de un tirón, presionándola contra su vientre amarillo. Luego pone la pata húmeda sobre sus ojos y deja que se hunda en su nariz —ahí se queda por el momento.
De pronto, no puede respirar. No es de extrañar, en especial si se ha tapado la nariz. Como una carpa abre sus fauces, jadea y traga con vigor, alza sus ojos, resopla, ya dormido expresa su temor e incomprensión por esta dificultad respiratoria. Finalmente, deja caer sobre la manta su zarpa depredadora que retuerce malignamente sobre la manta.
Todo está otra vez en orden. Hinz se siente a sí mismo. Sin embargo, tumbado sobre su espalda, mira todavía un momento hacia el blanco e intenso techo que lo deslumbra. Sus ojos se entrecierran y acaban del todo por cerrarse. Con la cabeza oculta de nuevo en el mullido calor de su vientre, se hunde en su exquisito y acogedor sueño gatuno.
Traducción del alemán de Reinhard Huaman Mori
Unica Zürn
[Berlín, 1916 – París, 1970] Escritora, poeta y dibujante muy admirada por los surrealistas y por la bohemia francesa de la posguerra. En vida publicó Hexentexte (1954), conjunto de poemas anagramáticos ilustrados con dibujos automáticos, así como Dunkler Frühling (1969). En edición póstuma aparecieron Der Mann im Jasmin (1977), Im Staub dieses Lebens (1980), Das Weiβe mit dem roten Punkt (1981), Das Haus der Krankheiten (1986), Les jeux à deux (1989), Orakel und Spektakel (1990). Fue internada en un nosocomio en 1957 tras sufrir un fuerte episodio psicótico que fue el preludio de un largo calvario y sufrimiento que finalizó en 1970, cuando se lanzó desde su apartamento en París.
Reinhard Huaman Mori
[Lima, 1979] Ha publicado los poemarios el Árbol (2007) y fragmentos de Fuego* (2010), así como la plaquette de poesía Ella (12 secuencias) Isabel Archer (2015) y el fotopoema Ámsterdam. Una fotografía (2022). Sus poemas sueltos y dispersos aparecidos previamente en revistas, diarios y antologías han sido reunidos y publicados en el volumen titulado E·C·O·S (2019, 2022).