Dar nombre a las bestias | Sammy Sapin

Dar nombre a las bestias

 

Él no les ponía nombre a todas, no: a sus preferidas únicamente. Las otras eran «mi grandota», «mi niña», «mi preciosa».

 

Yo no lo conocí directamente. Pero mi padre sí. Ellos se habían hablado varias veces; mi padre le había echado una mano con una máquina. Según su opinión, el tipo era un buen chaval, bastante simpático. Antes de venir a nuestra región había tenido una vida muy distinta en la ciudad, un trabajo en tecnología —diseñador de materias plásticas para ciertas piezas que sirven en la aeronáutica, la fabricación de misiles, ese tipo de cosas. Un cerebrito, según mi padre.

 

¿Por qué había venido por aquí, inicialmente? No recuerdo. Tal vez un embarazo perdido, un hijo muerto de pequeño, seguido de un divorcio: alguna cosa parecida lo había empujado a instalarse aquí.

 

En todo caso, estaba aquí desde hacía un buen tiempo. Se había aclimatado tanto como puede uno aclimatarse a una región como la nuestra y amaba a sus bestias como cualquiera de la comarca. No son las criaturas más astutas sobre la tierra, pero uno se encariña, como todos nosotros. Entonces, forzosamente: se puede comprender el choque terrible que fue para él cuando una de ellas comenzó fallar. El horror que ha debido de ser para él.

  

Pero todo el mundo, en la región, esta de acuerdo en este punto: al principio, hizo su mejor esfuerzo, considerando quien era él, —un extranjero— y de dónde venía —de la ciudad. No se desmoralizó. Su bestia afectada del juicio tenía necesidad de él y él no pasó de eso, se remangó las mangas. Pasaba horas con ella, en medio de la manada, haciéndole compañía bajo el riesgo de ser aplastado —si en verdad nunca las has visto antes, tal vez no te das cuenta, pero esas bestias pesan realmente lo suyo. No son solo bistec cortado en pequeños trozos en tu plato. No es solo doble de hígado a la parrilla espolvoreado con hierbas y dorado en dados con licor casero en tu plato. Son trozos sagrados, máquinas sorprendentes, difíciles de guiar —son lentas, macizas, miopes y jodidamente indóciles cuando eso les da.  

Lo que supimos después es que iba hasta a hablarle. Intentaba ponerse en su lugar, de pescar lo que le sucedía al animal. Pero vamos, Suzie, él la alentaba —pues esta formaba parte de aquellas que él les había puesto nombre. Resiste, le decía. Estoy contigo. Te voy a acompañar en este marrón. Lo superarás y yo estaré aquí contigo, jamás me alejaré de ti.

 

Cuando a ella le daban las tembladeras y se venía abajo en medio de la manada, él alejaba a las otras que gruñían con nerviosismo y la estrechaba, a ella, la Suzie, con sus brazos. Era algo que nunca se había visto en la región y muchos comenzaron a decir, en ese momento, que se le estaba yendo la olla. Otros, entre ellos mi padre, declararon que había que esperar y ver. No se sabía. Quizá, sin duda, era inútil, esa esperar, pero había que ver. Porque era suya. Él bien podía hacer lo que le daba la gana con ella. De hecho, cuando la abrazaba de esa forma —arriesgándose a que le aplastara los huesos al darse la vuelta sobre el costado— bien parecía que ella se calmaba. Al menos por un tiempo.

 

La desgracia no duraba, no. Y las crisis se hacían cada vez más largas. Y Suzie comenzó a lanzar mugidos lúgubres y a querer ir del lado de los acantilados. Entonces, obligado a reconocer que pese a sus esfuerzos el estado de su bestia empeoraba, el extranjero pidió consejos entre los conocidos que tenía en la región, entre ellos mi padre, y todo el mundo, entre ellos mi padre, le dijo que la matara, su animal, lo que era tomado como sentido común en la zona, síntesis pura de la sabiduría del lugar.

 

Ya que no parecía muy convencido, se le previno también sobre los riesgos de transmisión. No se trata de un virus, respondía, es un problema de la cabeza, un ataque de depresión. Tététété, le dijo la gente de la comarca. Entre ellos mi padre. Es cierto que no se trata de un virus. Pero cuando tienes una bestia así, las otras miran y toman malas costumbres, la costumbre de la locura, por seguro. Y eso, ves, las contamina. Comienzan a imaginarse cosas, a hacerse preguntas que no convienen, y que me pregunto qué cojones hago aquí pastando y por qué, pues, paso el tiempo cargando este cuerpo día tras día, para qué sirve esto, para qué sirve aquello y por qué no voy a mirar fuera, del lado del vacío, del lado bajo de los acantilados.

 

Una bestia que jamás volvió. Al contrario. Todo fue de mal en peor: rodaba por tierra, se sacudía en convulsiones, babeaba. Sus mugidos ininterrumpidos resonaban, por fuerza, como una especie de melodía quejumbrosa, como una canción siniestra de bramidos plañideros —el tipo de llanto que uno preferiría no haber escuchado jamás en su vida.

 

Entonces pasó lo que debía pasar: otra bestia fue afectada.

 

Poco después, eran cinco más.

 

Los vecinos regresaron a ver al extranjero para decirle que en verdad él debía deshacerse inmediatamente de las bestias malas, de las bestias agitadas, si quería salvar las otras. Era ahora o nunca, le dijo mi padre. Después será demasiado tarde, insistió otro vecino.

 

Pero él continuó haciéndo como quiso. Se había comprometido con el camino de la escucha y de la comprensión, decía, y tenía la intención de mantener su decisión hasta el final.

 

Al final de la estación toda la manada estaba perdida. La mayoría de las bestias se habían lanzado por los acantilados y yacían abajo —abiertas sobre las rocas. Centenas de quilos de buena carne perdidas en el vacío, sí, un puñetero espectáculo. Aquellas que quedaban habían dejado de temblar y se transformaban manifiestamente en gigantescos sacos de huesos agresivos a los que uno no se podía acercar.

 

Fue un vecino el que terminó por hacerse cargo, por abatirlas. No mi padre. Otro vecino. El extranjero, él ya no era capaz de nada, apenas si podía aún levantarse por las mañanas. Tuvo que dejar la comarca, regresar a la ciudad, allá donde algunos hospitales te cuidan día y noche.

 

En cuanto a nosotros, la gente del lugar: no damos más nombres a nuestras bestias, en la región.

 

Ni tampoco éramos muchos los que lo hacíamos antes.

 

Pero ahora se acabó.

 

 

Nommer les bêtes

 

Il leur donnait pas un nom à toutes, non : à ses préférées seulement. Les autres, c’était « ma grande », « ma biche » ou « ma beauté ».

 

Moi je l’ai pas connu directement. Mais mon père si, ils avaient causé ensemble plusieurs fois, mon père lui avait filé un coup de main avec une machine. A son avis ce type était un gars valable, plutôt sympathique. Avant de venir dans notre région il avait eu une vie très différente, à la ville, un métier dans la technologie — concepteur de matières plastiques pour certaines pièces qui servent dans l’aéronautique, la fabrication de missiles, ce genre de trucs. Une tête, d’après mon père.

 

Pourquoi est-ce qu’il était venu chez nous à l’origine, ça je m’en souviens pas. Peut-être un enfant perdu, un enfant mort très jeune, suivi d’un divorce : quelque chose de cet ordre l’avait poussé à s’installer ici.

 

En tout cas il était là depuis un bon paquet d’années. Il s’était acclimaté autant qu’on peut s’acclimater à un pays comme le nôtre, et il aimait ses bêtes comme n’importe qui dans le pays. C’est pas les plus finaudes des créatures sur cette terre, mais on s’y attache, tous autant qu’on est. Alors forcément : on peut comprendre le terrible choc que ç’a été pour lui quand l’une d’elle a commencé à dérailler. L’horreur que ça a dû être.

 

Mais tout le monde, dans la région, s’accorde sur ce point : au début, il a fait de son mieux, considérant qui il était, un étranger, et d’où il venait — de la ville. Il s’est pas démonté. Sa bête était touchée dans sa gamberge, elle avait besoin de lui et il a pas attendu que ça passe, il s’est remonté les manches. Il passait des heures avec elle, en plein troupeau, à lui tenir compagnie au risque de se faire écraser — si vous en avez jamais vu en vrai, vous vous rendez peut-être pas compte, mais ces bêtes pèsent vraiment leur poids. C’est pas juste du steak découpé en petites tranches dans votre assiette. C’est pas juste du foie double grillé qu’on a saupoudré d’herbes et fait revenir en dés dans de l’alcool de pays dans votre assiette. C’est des sacrés morceaux, de drôles d’engins, dures à guider — elles sont lentes, massives, myopes, et puis sacrément indociles quand ça leur prend.

 

Ce qu’on a su qu’après, c’est qu’il allait jusqu’à lui causer. Il essayait de se mettre à sa place, de piger ce qu’il lui arrivait. Tiens bon, Suzie, il l’encourageait — car elle faisait partie des celles qu’il avait nommées. Accroche-toi, qu’il lui disait. Je suis avec toi. Je vais t’accompagner dans cette saloperie. Tu vas la traverser et je serai là tout du long, je serai jamais loin.

 

Quand elle était prise de tremblement et s’effondrait au milieu du troupeau, il écartait les autres qui grognaient avec nervosité et la prenait, elle, la Suzie, dans ses bras. C’était quelque chose qui s’était jamais vu dans le pays, et beaucoup commencèrent à dire, à ce moment-là, qu’il perdait la boule. D’autres, dont mon père, déclarèrent qu’il fallait attendre de voir. On savait pas. Peut-être, sans doute que c’était inutile, ce truc-là, mais fallait voir. Puis c’était la sienne. Il pouvait bien faire ce qu’il voulait avec. D’ailleurs quand il l’étreignait comme ça — au risque qu’elle lui brise les os en se tournant sur le flanc — il semblait bien qu’elle se calmait. Au moins pour un temps.

 

Le malheur, c’est que ça durait pas. Et les crises se firent chaque jour plus longues. Et Suzie s’est mise à pousser des beugles lugubres et à vouloir aller du côté des falaises. Alors, forcé de reconnaître que malgré ses efforts l’état de sa bête empirait, l’étranger a pris conseil auprès des relations qu’il avait dans le pays, dont mon père, et tout le monde, dont mon père, lui a dit de l’abattre, son bestiau, ce qui était pur bon sens du coin, pur condensé de sagesse du coin.

 

Comme il avait pas l’air convaincu, on l’a aussi mis en garde contre les risques de transmission. C’est pas un virus, il répondait, c’est un souci dans sa tête, un coup de déprime. Tététété, lui ont dit les gens du pays. Dont mon père. C’est vrai que c’est pas un virus. Mais quand vous avez une bête comme ça, les autres la regardent et en prennent de la mauvaise graine, de la graine de folie, pour sûr. Et ça vous les contamine. Elles commencent à songer à des choses, à se poser des mauvaises questions, et que je me demande ce que je fiche ici à pâturer, et pourquoi donc que je me traînasse cette mienne carcasse jour après jour, et à quoi bon ci, à quoi bon ça, et pourquoi que j’irai pas voir ailleurs, du côté du vide, du côté du bas des falaises.

 

Ce qu’il s’est passé ensuite, c’est que l’étranger a pas trouvé en lui le courage de sortir le fusil, d’y insérer deux cartouches rouges dans le double canon et d’apporter paix et mort à cette pauvre bête. Ou bien il s’est persuadé qu’elle était pas condamnée, qu’il allait trouver le truc pour la soigner, qu’avec de l’affection, de la surveillance, de l’amour, des paroles douces, elle finirait par se remettre, par redevenir la bête qu’elle était avant — une bête satisfaite de son existence, pleine d’entrain, qui broutait son herbe sans l’ombre d’une pensée malade.

 

Une bête qu’elle est jamais redevenue. Au contraire. C’est allé de mal en pis : elle se roulait par terre, elle était secouée de convulsions, elle bavait. Ses beugles ininterrompus sonnaient à force comme une sorte de mélodie geignarde, comme une sinistre chanson de beugles plaintifs — le genre d’air qu’on préférerait avoir jamais entendu de sa vie.

 

Alors est arrivé ce qui devait arriver : une autre bête a été touchée.

 

Avant peu, il y en avait cinq autres.

 

Des voisins sont revenus voir l’étranger pour lui dire que vraiment il devait se débarrasser de suite des mauvaises bêtes, des bêtes agitées, s’il voulait sauver les autres. C’était maintenant ou jamais, lui a dit mon père. Après ce serait trop tard, a insisté un autre voisin.

 

Mais il a continué de faire à son idée. Il s’était engagé dans le voie de l’écoute et de la compréhension, il disait, et il avait bien l’intention de tenir son cap jusqu’au bout.

 

A la fin de la saison tout le troupeau était perdu. La plupart des bêtes s’était jetée des falaises et gisait en bas — ouvertes sur les roches. Des centaines de kilos de bonne viande foutues en l’air, oui, un sale spectacle. Celles qui restaient avaient cessé de brouter et se transformaient à vue d’œil en gigantesques sacs d’os agressifs qu’on pouvait plus approcher.

 

C’est un voisin qui a fini par s’en charger, par les abattre. Pas mon père. Un autre voisin. L’étranger, lui, était plus capable de rien, c’est à peine s’il parvenait encore à se lever le matin. Il a dû quitter le pays, retourner à la ville, là où certains hôpitaux vous gardent jour et nuit.

 

Quant à nous, les gens du coin : on donne plus de noms à nos bêtes, dans le pays.

 

On était déjà pas nombreux à le faire avant.

 

Mais maintenant c’est fini.

 

 

Texto inédito

 

*Traducción: LM Hermoza

 

 


Sammy Sapin

Sammy Sapin

[Francia] Fue funcionario categoría A, interino temporal, contractual y luego empleado privado con contrato indefinido. Discípulo ilegítimo no reconocido de Louis Scutenaire, Georges Perros y Shirley Jackson. Frío admirador de Gaétan Soucy, Ivar Ch’vavar y Angélica Gorodischer. Co-dirije, junto con Grégoire Damon, la revista Realpoetik. Ha publicado Guide de la poésie galactique (Gros Textes, 2018), C’est meilleur que n’importe quoi (Cactus Inébranlable Éditions, 2018), Faites comme si vous étiez morts (L’arbre Vengeur, 2019); J’essaie de tuer personne (Le Clos Jouve, 2020).

L.M. Hermoza

[Perú] Es licenciado en Filología Románica, Máster en Letras y Máster en E-learning. Ha vivido en Perú, en España y Francia. Lideró la Agrupación cornelista: por un planeta sin humanos, con la que publicó fanzines y realizó recitales y performances en Barcelona y París. Dirigió la revista de literatura La Siega. Co-dirigió 2+. Formó parte del consejo de redacción de la revista Paralelo Sur. Ha publicado, en poesía, La trilogía del signo (2021), que reúne sus tres libros de poesía aparecidos en ediciones ultralimitadas en Londres, Ciudad de México, Lima y Mánchester. En narrativa, ha publicado la novela La madre rata (2020), cuya versión preliminar quedó finalista en dos concursos.

 

Actualmente, en el OJO izquierdo de esta revista.
Web personal: lmhermoza.net

LM Hermoza en OJOXOJO.XYZ