De apariciones y aparecidos | Luciana Frezza

La habitación

 

Buscaba, hace años, una habitación. La quería en el barrio más antiguo de la ciudad, atravesado por una calle larga y angosta, con refinadas y pequeñas tiendas por un lado y por el otro intersecada como un peine por callejones, algunos asfixiados, en la estrechez del fondo, por enredaderas de un aire viejo y hostil. En otros, parecía siempre de noche y dedos desconocidos iban y venían sobre los pianos, más allá de las persianas cerradas. Algunos eran callejones sin salida, e incluso otros terminaban en escaleras de piedra que daban directamente al cielo. De estos últimos surgían las casas más decrépitas, con las puertas siempre escondidas por montones de escombros de todas las clases. El sol, que tenía un acceso limitado en la estrecha calleja, iluminaba a veces de repente alguna esquirla de vidrio u otro fragmento, escogiendo perezosamente entre los escombros; y una tarde fue el propio sol el que me hizo alzar la vista hacia algo que brillaba a mi derecha, en la cima de una de aquellas escaleras. Una muchacha con una enorme cabellera rojo oro estaba allí sentada sobre el último escalón, delante de una puerta medio abierta. El rostro color arena clara era como biselado, los ojos me miraban con una indiferencia que me parecía casi tangible e ilimitada. No logré ver bien el color, ni siquiera cuando, mientras subía maquinalmente grada tras otra la larga escalera, me di con ella de frente. Ella sentada y yo de pie como empalado; me quedé a mirarla un poco sin abrir la boca. Me sentía indiscreto, pero a la muchacha no le parecía nada extraño. Finalmente, me decidí a hablar y habló ella también, un ovillo de pocos sonidos guturales en un italiano penoso, en el que no era reconocible su lengua materna. Le pregunté si vivía allí y añadí que estaba buscando una habitación. Asintió e indicó con el dedo extendido el interior de la casa a sus espaldas; luego, ágilmente se levantó y me hizo señas de entrar.

 

“No pensaba que estas casas estuvieran habitadas”, dije con incertidumbre. Deslumbrado por el sol, luchaba por ver. Había un portal desnudo y luego una habitación que poco a poco resultó ser un aposento común, aunque desagradable; mis pasos avanzaban sobre una moqueta marrón. Gustosamente sorprendido me dirigí hacia la ventana del fondo, abierta por el cúmulo de enredaderas y un poco azul. La estancia me pareció de dimensiones modestas, pero mientras más avanzaba sobre el mórbido pavimento, más lejana me parecía la ventana. Un paso tras otro, la distancia crecía, pero no disminuía, como pasaba también con la de la puerta, a la que me había volteado a mirar. La muchacha se quedó inmóvil, con sus cabellos luminosos, pero un poco más pequeña; sentía sobre mí su mirada ausente. Desde la pared opuesta la ventana me atraía como un oasis, un espejismo de salvación; decidido a alcanzarla y cada vez más exasperado, continuaba moviéndome en dicha dirección. Al entrar, había entrevisto pocos muebles, ahora me daba cuenta que la habitación estaba llena: armarios, mesillas y sillones de todos los estilos, entre los cuales avanzaba sin golpearlos y sin tropezar. Mis manos los tocaban como buscando confort y ellos me devolvían la confianza transmitiéndome su vieja tibieza; bajo los dedos ni siquiera una partícula de polvo. Mas la ventana era inalcanzable. Me giré: la figura de la joven se había reducido a las dimensiones de una muñeca, tenía la pequeñez angustiosa de las cosas vistas a través de unos prismáticos girados al revés, remotas.

 

“¡Maldito callejón!”, continuaba tocando los espaldares curvos de las sillas, pero su tibieza, ahora ambigua y cómplice, más que confortarme me hacía sentir cada vez más aprisionado en aquella trampa. Daba tumbos. Un arpegio de notas dulcísimas se elevaba de pronto en la oscuridad creciente: había tocado el teclado de un piano. Lo intenté de nuevo, otros acordes salían sin esfuerzo de mi mano que no había tocado nunca una tecla hasta entonces, si bien entendía bastante de música. Como si me hubiese quemado, la retiré, pero los sonidos continuaron solos, modulando —¡cómo no reconocerlo!— el tema de Mozart “Là ci darem la mano” en las variaciones de Chopin. Me giré abruptamente hacia la puerta, la pequeña figura había desaparecido, en su lugar había un ícono dorado, con las hojas entrecerradas, emanaba un débil resplandor. Desde la ventana no provenía ninguna luz, las enredaderas la tapaban toda, así que me hallé en la oscuridad más completa. Sentí que estaba cayendo. Pude luego andar, casi con alivio.

 

Una punzada en la nuca me obligó a abrir los ojos. Estaba yo mismo sobre el adoquinado de una de aquellas callecitas ahora familiares y era de noche. Un piano, insólitamente vibrante, sonaba un poco sobre mi cabeza; por lo que pude advertir, el sonido provenía de una ventana con las persianas irregularmente, casi descuidadamente abierta. Resoplaba. Desde el fondo de la calle desierta avanzaba una figura femenina, elegante, con un abrigo corto y oscuro; daba la sensación de no tener prisa. Debajo del sombrero de fieltro salía una masa de cabellos de fuego, parecía una antorcha encapuchada que venía a mi encuentro. El corazón me martilleaba, sabía que era ella incluso antes de que pasara por mi costado: la muchacha de la escalera. Me tocó apenas, debajo del sombrero, con aquellos ojos que no miraban. Luego no la vi más. Continué oyendo a lo lejos los pasos que se alejaban, apagándose pero sin dejar de escucharse sobre el adoquinado. Cuando lo deseo, puedo oírlos todavía, en el barrio anónimo y rumoroso donde vivo, en la otra punta de la ciudad.

 

 

 

El dibujo

 

Conocía a Sara desde antes de que se casara, una amistad heredera de un amor fallido. El vínculo que se había establecido entre nosotras se puede definir como una costumbre dulce y pacata, de aquellas, aunque sin el tedio. Al quedarse viuda, Sara habría podido casarse de nuevo, pero no le interesaba; en cuanto a mí, si bien la idea se me había presentado con cierta insistencia, la deseché muy rápido: tal vez yo era un soltero inveterado para ella, ya entrada en la tercera edad, que se había acostumbrado a su vida solitaria, pensativa de su pasado más lejano, que había sido, como yo bien sabía, marcado por muchos eventos, algunos dolorosos. Los pocos años de diferencia que me llevaba se notaban con claridad. El tiempo había tratado con respeto su belleza, no excepcional aunque sí singular, intensa y cambiable. Más de una vez había intentado retratarla (soy pintor), de fijar con pinceles y colores aquella luminosidad y aquellas sombras repentinas. Pero no me había salido nunca de modo satisfactorio.

 

Una noche, mientras mirábamos una película por televisión, se había, como le sucedía a menudo, dormido en el sillón. Me levanté, tomé el álbum que llevo siempre conmigo en el bolso, un lápiz, y bajo la tenue luz de la lámpara sobre el vídeo, la retraté en aquella postura de tranquilidad absoluta y como suspendida, abandonada y concentrada a la vez, con las piernas cruzadas y una pantufla que le pendía de un pie. Cuando poco a poco se despertó le mostré el pequeño retrato: le agradó. Me agradaba también a mí, de hecho era el único con el que no estaba descontento, pese a haber renunciado a su mirada, o tal vez por esto mismo.

 

Solo después de un mes de su muerte he conseguido tener en mis manos un bolígrafo para apuntar en el inconstante diario que escribo lo que Sara me comentó pocos días antes de enfermarse. Un mal rápido, por suerte, una pulmonía, en el transcurso de la cual una crisis cardíaca se la llevó. Hurgando, como hacen los viejos —comenzó, algo turbada— había encontrado en un cajón que no abría desde hacía tiempo aquel dibujo donde yo la había retratado dormida frente al televisor. La marca del lápiz era apenas visible, pero la imagen le había parecido muy natural y casi conmovedora; había decidido mandarla a enmarcar. Los contornos eran un poco pálidos y hacía falta repasarlos. Lápiz en mano, se había propuesto recorrerlos cuidadosamente. Tenía mucho miedo de malograrlo, pero para su sorpresa la mano inexperta comenzó a discurrir a lo largo de toda la figura con una extraña seguridad, como guiada por un fluido desconocido, como —había especificado Sara— cuando de niña otra mano sobre la suya la ayudaba a trazar las primeras letras a lápiz. La labor fue realizada en pocos minutos y a la perfección, excepto por un solo desfase en la esquina del ojo derecho, que acabó ligeramente alargado. Guardó el dibujo, se apresuró hacia el sillón frente a la televisión, un corajudo aparato en blanco y negro que todavía no se había decidido a cambiarlo por otro a colores. Había en la programación un film al que le seguía una mesa redonda. Pero, como siempre, no vio el final porque se había quedado dormida. Cuando abrió los ojos, la mesa redonda debía haber acabado hacía rato. En la pantalla, en el silencio más absoluto, sin el desagradable zumbido que sigue al final de la transmisión, se entrecruzaban formas blancuzcas en movimiento, atravesadas por rayos fosforescentes y conos de sombra. Comenzaron luego a sucederse verdaderas figuras, cuerpos en diferentes posturas, rostros viejos y jóvenes, rostros de niños, en una sucesión cada vez más rápida. Como hipnotizada, se quedó a observar aquella extraña multitud en marcha, incapaz de moverse: por cuánto tiempo, no lo supo decir. De pronto, en un destello entre unos cabellos sueltos y la redondez de un hombro, le había aparecido su propio rostro, ligeramente torcido hacia un lado y con los ojos cerrados, tal cual era, al menos diez años más joven, en la misma postura que la del retrato. La aparición fue fugaz, pero nítida: era incluso visible, sobre un párpado cerrado, la involuntaria corrección que ella había hecho al dibujo hacía pocas horas, aquella coma apenas más oscura que le alargaba el ojo derecho.

 

“¡Aquella soy yo!”, había exclamado Sara, y luego añadió con una sonrisa: “No me importaría dormir así en absoluto”.

 

*Traducción del italiano de Reinhard Huaman Mori

 

de: Comunione col fuoco

Editori Internazionale Riuniti | Roma | 2013

 


Luciana Frezza

Luciana Frezza

[Roma, 1926 - Roma, 1992] Ha publicado los siguientes poemarios Cefalù ed altre poesie (1958), La farfalla e la rosa (1962), Cara Milano (1967), Tempo di speranza (1971), La tartaruga magica (1984), por el que recibió el Premio Florida, 24 pezzi facili (1988), Parabola sub (1990) y el póstumo Agenda (1994). En 1996, aparece su libro de relatos Il disegno, también de forma póstuma. Asimismo, fue traductora del francés al italiano de Stéphane Mallarmé, Guillaume Apollinaire, Marcel Proust, Jules Laforgue, Paul Verlaine, Charles Baudelaire, Jacques Baron, Leon Paul Fargue y Germain Nouveau.

 

Esta es la primera vez que se publican los relatos de Luciana Frezza al castellano.

Reinhard Huaman Mori

[Lima, Perú, 1979] Ha publicado los poemarios el Árbol (2007) y fragmentos de Fuego* (2010), así como la plaquette de poesía Ella (12 secuencias) Isabel Archer (2015). Sus poemas sueltos y dispersos aparecidos previamente en revistas, diarios y antologías han sido reunidos y publicados en el volumen titulado E·C·O·S (2019). Fue director de la revista Ginebra Magnolia.

 

Actualmente, es el OJO izquierdo de esta revista.

reinhard huaman mori