Eyecciones brutales | José Manuel Torres Funes

2010. Hoy a las siete y treinta y dos minutos con cincuenta y seis segundos, es decir, dentro de quince minutos y dos segundos, una de las semillas de Germán Martínez, 27 años, profesión, joyero, va a fecundar a Andrea Soto, 25 años, profesión: vendedora de teléfonos celulares. Formalmente, a esa hora Andrea quedará embarazada. El niño se llamará Hermes, en honor a la casa de moda francesa. Crecerá con una madre soltera y con una abuela que a su vez fue una madre soltera. Andrea Soto, dentro de unos meses, dejará de vender celulares y tres meses después del parto conseguirá trabajo como secretaria en el despacho de un abogado mustio y tacaño, pero correcto con ella, un detalle nada anodino. No volverá a tener hijos. Pero el asunto no es ese, no al menos en este preciso momento. El reloj que cuelga de la pared de la Joyería Imperio indica que son las siete y catorce minutos con veinte segundos.

 

A la siete y quince minutos con cuarenta y cuatro segundos, Germán sale de la joyería. Se vuelve hacia atrás, mira el reloj, son las siete y quince minutos con cincuenta segundos. Tengo poco tiempo, piensa. Pero antes de bajar, pasa antes al baño. Se moja el cabello, se mira en el espejo, se pasa el papel toalla por la cara y mira su reloj de mano que le indica que son las siete y dieciséis minutos con trece segundos. Baja por las escaleras eléctricas y contempla con detenimiento la espalda de una muchacha pecosa. Una cascada de cabello castaño cae sobre el dorso de la chica. El reloj de la tienda Benetton indica que son las siete y dieciocho minutos con cincuenta y seis segundos. No lleva ninguna idea en la cabeza, se mira en el reflejo de los escaparates y se acomoda un mechón de cabello. Huele a perfume de mujer en el pasillo, escucha unos taconazos que caminan a veinte metros de distancia. Vuelve a consultar su reloj: son las siete y veinte minutos con cinco segundos: aparece una primera idea en su cabeza, las manos de Andrea. Sus manos, largas, venosas, flacas, moviéndose inquietamente mientras lo espera. El repentino olor a pollo frito de Kentucky desplaza súbitamente la imagen de su cabeza: ahora experimenta hambre.

 

De pronto, en el pie de un escalón, siente una mirada; gira cuidadosamente hacia atrás. Un hombre de mediana estatura y cara redonda le sonríe. ¿Quién es? Su cara se le hace conocida pero no logra ubicarlo. Parece un idiota, piensa. La esclava de plata le molesta la muñeca, se la quita. Son las siete y veinticuatro minutos. Se rasca los testículos y un gargajo de flema se asoma por su garganta, carraspea y lo escupe sobre la losa. Se queda viendo la flema densamente verde sobre la losa estupendamente blanca. Cae en cuenta de que el gesto ha sido demasiado grosero, pero si se empeña en dispersar el escupitajo con la suela del zapato solamente empeora la cosa. Se lleva la mano a la boca y respira: el aliento está un poco pesado, pero por fortuna siempre lleva chicles en el bolsillo. Por cierto, hablando de alientos, hoy, a las cuatro, el turco Abadie compró una cadena de oro; a Gerardo le tocó atenderlo. Abadie es un cliente regular de la joyería. Cuando no se compra joyas para él, lo hace para su esposa, sus hijas o sus amantes. Es pesado el viejo, pesado como pocos, pero un cliente como no hay dos y a todo mundo le abona buenas comisiones.

 

A primera vista es un tipo aseado, pero cuando se acerca huele como si se hubiera tragado una rata descompuesta. Enseñame esta, le ordenó. Era una cadena de oro de 24 quilates. Germán sigue preguntándose cómo es que se llama ese hombre que le sonrió: es un político, sí, es un político. Son las siete y veintiséis minutos con cuarenta y seis segundos y otra imagen de Andrea renueva sus deseos. Ahora piensa en sus nalgas, redondas y paradas, esculpidas con los bailes tropicales del fin de semana. Recuerda la última vez que tuvieron sexo; él le metió los dedos desde atrás, le acarició suavemente el pubis. Se molestó un poco porque no estaba húmeda. Retiró la mano, enfadado. ¿Qué te pasa?, preguntó. ¿Ya no te gusto? No es nada, respondió ella. Ya me mojaré, añadió con humildad. Mirá, si querés lo dejamos para otro día, dijo, no me gusta forzar las cosas, añadió. No, mi amor, le pidió ella, calmándolo. Me pasa con frecuencia, es algo hormonal. Germán se preguntó si Andrea no era frígida; un artículo de revista que leyó en la joyería indica que un alto porcentaje de mujeres no alcanza el orgasmo, parece que son seis de cada diez. Se conocieron unos meses atrás haciendo fila en un banco; siempre en el mismo Mall. Se gustaron desde el principio. ¿Dónde trabajás?, le preguntó. En Celtel, le dijo ella. Al día siguiente, pasó por la tienda. Ella estaba atendiendo, se miraba bien. Le compró un BlackBerry, Andrea quedó impresionada porque Germán desembolsó la plata sin remilgos. Le contó que trabajaba en Imperio, la joyería, y que recibía excelentes comisiones. Precisó que era joyero, no solamente vendedor. Era el primer joyero que conocía en su vida. Es un oficio viejo, indicó Germán, picándole el ojo, mi abuelo me lo enseñó. Se comían con los ojos así que Germán vio oportuno dar el siguiente paso. Le pidió su número: Andrea Soto, dijo ella. Tenés un bonito nombre muchacha. Gracias. 98983455. ¿No lo apuntás?, quiso saber, un poco dubitativa. No, ya lo tengo registrado en la memoria, se jactó Germán. Andrea se dijo que estaba ante un súper hombre cuando le repitió el número sin titubear.

 

¿A qué hora salís? A las siete. Nos vemos a las siete y quince en el food court, propuso. La chica se sonrojó. No acepto el nopuedo por respuesta. Andrea amagó con replicar, pero Germán se llevó el dedo índice a la boca, le guiñó el ojo y salió. Sentía su mirada viéndolo irse. Justo había cruzado la puerta cuando regresó, había olvidado un detalle importante: soy un mal educado, se excusó, no me presenté: me llamo Germán, agregó, tendiéndole la mano, una mano suave, de artesano. Sí, respondió ella, roja como un tomate. A las siete y quince quedamos, reiteró. Ella dijo sí con la cabeza.

 

Pero eso fue hace unos meses y ya es agua pasada.

 

Ahora mismo son las siete y treinta minutos con cero segundos, es decir, dentro de dos minutos, Andrea quedará embarazada.

 

Al verlo llegar, Andrea se pregunta por qué diablos se sigue viendo con ese tipo. A manera de saludo él le da un beso salivoso y ella recula un poco. Conocen perfectamente el centro comercial, saben que ahí nadie los sorprenderá. Muñeca, dice Germán. Mi amor, responde Andrea. Él la atrapa y ella se deja hacer. Me quiere, se dice Andrea, y es tan guapo. Repentinamente, olvidó las aprehensiones iniciales. Quiere convencerse de que esos besos salivosos también la excitan, así que ella también le mete la lengua y le agarra las nalgas con fuerza. Él le introduce la mano por detrás, por debajo del pantalón: hoy sí está mojada, se dice para sus adentros. La aprisiona contra sí, la erección le provoca dolor porque el pantalón (slim) le queda muy ajustado. Un momento, dice. Se saca el BlackBerry y lo coloca en el suelo. Son las siete y treinta minutos con treinta y tres segundos. ¿Trajiste condón?, pregunta Andrea. No, pero la saco antes, responde él. A ella le da miedo hacerlo sin condón, pero sabe que Germán se enojará si le pide que vaya a comprarlos a la farmacia.

 

Son las siete y treinta y un minutos con ocho segundos. Él le baja el pantalón. Observa su sexo detenidamente, casi clínicamente. Tuvo el cuidado de depilarse, como se lo pidió él el otro día, observa. Él como siempre, está totalmente liso, sin un pelo: ¿será que se los arranca con cera?, se pregunta Andrea.

 

Se ríe un poco, se lo ha imaginado gritando de dolor mientras se depila: los hombres son tan raros, concluye. ¿De qué te reís?, pregunta él. De nada, responde ella. Ya vas con tus loqueras, comenta él. No mi amor, seguí. Ella le mete la lengua al oído. Él la voltea, ella se sostiene en la pared. Son las siete y treinta y un minutos con cuarenta y cinco segundos. Germán mira como las nalgas de Andrea tiemblan cuando la embiste, le excita mucho, tiene una cintura de avispa, aunque algunas estrías, observa. Le molestan un poco pero no son graves, peor sería que estuviera gorda, reflexiona. Le abre más las nalgas, para verle el ano. De pronto siente que se corre, el olor de sus líquidos se le ha venido, como una vaharada intempestiva, hasta la nariz. Su pupila se dilata, lo hace más rápido, suena a carne golpeando carne, los líquidos de ella se esparcen por sus muslos y las nalgas. Así me gusta, así me gusta, repite Andrea, para complacerlo. Me mojo para vos, para que te guste, añade. Son las siete y treinta y dos minutos con quince segundos: siente que se viene, piensa en sacarla, pero la tentación de terminar adentro le puede. Si vas a terminar salite, le pide. Sí, dice Germán, pero es por decir, porque sabe que no lo hará. Son las siete y treinta y dos minutos con cuarenta segundos: eyacula, la aprieta, agarrándola de la cintura, acercándola para que no se vaya a despegar.

 

Le pica la cabeza, se la rasca violentamente. Los olores se mezclan de una manera salvaje. Son las siete y treinta y dos minutos con cincuenta y seis segundos y aunque ya se despegaron, una de sus semillas se logró escapar. Claro que no lo saben, pero aún si lo hubiera sabido de antemano, Germán no habría sido capaz de despegarse ni Andrea capaz de quitárselo de encima. La sigue penetrando, la chica siente un placer mediano: al hacerlo prefiere montarse encima de él o que se lo haga en misionero, pero a él le gusta cada vez más hacerlo por atrás y ella cede, para que no se vaya a molestar. A las siete y treinta y tres minutos con veinte segundos él se despega porque el pene ya está fláccido. Suspira. Qué rico, dice, besándola en el cuello. ¿Te gustó?, pregunta. Sí, miente ella. Lo hemos hecho en todas partes, dice él, subiéndose la bragueta y suspirando. Solo nos falta que me cumplás mi sueño, afirma, se refiere al sexo anal. Sí, responde ella, subiéndose el pantalón: un día lo haremos. Te tomo la palabra mi amor, pero no hay prisa, yo te puedo esperar el tiempo que sea necesario, dice con voz melosa. Andrea se vuelve hacia él, lo mira a los ojos, parece feliz, así que ella también debe estar feliz. Se hace una cola y lo besa. ¿Me querés?, pregunta. No te quiero, responde él: te amo. Son las siete y cuarenta minutos, mientras comen una hamburguesa tejana del Burger King, él piensa en sus nalgas redondas: no hay otra imagen en su cabeza. En cambio, ella, piensa en las papas llenas de grasa que ha puesto sobre la servilleta. No le gusta el Burger King porque la carne le cae mal al estómago, pero es el lugar preferido de Germán, quien dice que siempre después de tener un buen sexo, no hay nada mejor que comerse una hamburguesa del Burger King. En este momento, devorándosela como un troglodita y con esas cejas casi totalmente depiladas, no lo ve tan guapo, hasta se le cruza por la mente que parece un travesti, pero mañana, cuando en la noche le entregue un ramo de flores, Germán volverá a ser un príncipe. Claro, con los meses, las cosas van a desfigurarse. Lo odiará, sobre todo cuando después de haberle asegurado que se casaría con ella, se eche para atrás. Se lo dirá por teléfono, más o menos con estas palabras: mi amor, no puedo asumir una responsabilidad tan grande en este momento. El niño merece ser feliz y merece estar en un hogar unido. Yo te amo, yo sé que vos me amás a mí, pero tenemos intereses diferentes. Se hará un silencio al teléfono. Luego él reanudará: Dios sabe lo que hace y primero Él que nuestro hijo (nunca contempló la posibilidad de que pudiera ser una niña) debe ser feliz. Ahorita estamos facturando bien en la joyería, este mes he vendido como nunca, así que dinero para los pañales y toda la mierda no te hará falta. Ella llora de cólera, quiere estrellarle en ese momento el teléfono en la cara, pero no cuelga y en su lugar, más bien le baja el volumen al televisor para escuchar mejor lo que le dice. Después, Germán se echará un largo discurso sobre la paternidad, sobre lo que quiere y sueña para su hijo, habla de que quizá, dependiendo la situación del país, pero todavía no es seguro, que ni siquiera lo piensa, se vaya para España a trabajar un tiempo, ya sabés, para mandarte más dinero desde allá. Te amo, (llora, siempre llora), también para él es difícil, dice, sabe lo que significa que un niño crezca sin su papá, pero es mejor así, él sabe por qué se lo dice. En fin.

 

Borges decía que al comenzar un cuento siempre pensaba en el principio y en el final, pero que, cuando los cuentos eran buenos, el final siempre era diferente al imaginado inicialmente.

 

Con estos muchachos la cosa no es así, cualquiera sabe el final de estas historias, no obstante, esa noche, un diez de abril del 2010 (al inicio de este decenio tan banal), no estuvo tan mal según el recuerdo de Andrea y Germán. Germán, más meloso de lo habitual, propuso que pasaran la noche en un motel. Después de dos eyaculaciones menos prematuras que las del centro comercial, salieron un rato a fumarse un cigarrillo, a platicar un poco, a seguir bebiendo. La luna estaba hermosa, enorme, iluminaba todo, los pinos, los techos de las casas vecinas, el humo de los fogones de las covachas pobres. Él le dijo que debía perdonarlo porque sabía que era muy egoísta con ella, que siempre terminaba muy rápido y que quizá no le daba el placer que ella necesitaba. Andrea se conmovió porque esas confesiones no eran habituales en él. Luego, sin razón aparente, Germán se echó a llorar. Dijo que no sabía porqué lloraba, que nunca antes había llorado con una mujer de esa manera, afirmó que quizá lloraba de felicidad, porque por primera vez amaba a alguien. Se tomaron dos six de cerveza Salvavidas. Lloraron juntos. Ella llamó por teléfono a su mamá y le dijo que se quedaría en la casa de una de sus amigas. Luego, borrachos y un poco melancólicos, él la desnudó. La acostó sobre el piso en cerámica del pasillo exterior. Un haz de luz iluminaba su vientre: él le dijo que era un momento mágico, que la luna se había puesto para ella. La acarició despacio, sin atragantarse, con amor, como nunca lo hacía, ni lo hiciera después.

 

En un cuarto vecino, otra pareja hacía el amor; la chica comenzó a gemir y ambos se rieron porque parecía una película porno.

 

Bebían y escuchaban la radio. El locutor anunció que pondría la última canción de la madrugada, a petición de una tal Samantha, Samantha, escrita con “h”, dijo con voz seductora. Se quedaron unos segundos callados, esperando a que iniciara la canción.

 

Era un reggaetón, don Omar. Germán, inspirado, se levantó y así, en bolas, le tendió la mano para que bailaran. Bailaron desnudos dos canciones más. Como un momento mágico lo recuerda Andrea.

 

Ya se ha dicho antes, lo odiará, siempre le recriminará haberla dejado, sin embargo, a veces, mientras trabaje en el despacho del abogado y escuche en sus audífonos esa canción de don Omar, pensará en Germán con algo de cariño.

 

Son las dos de la tarde y diez minutos con veintitrés segundos del once de abril de dos mil diez y el turco Abadie entra de nuevo a la tienda. Lo llama. Vení, ordena con voz autoritaria: los turcos siempre tan prepotentes, piensa Germán. Quiero cambiar esta joya; no le gustó a mi mujer, es una pendeja, añade. Germán, impulsivamente, porque nunca antes ha contestado a ninguno de sus clientes, le dice: pendeja no, señor, a lo mejor simplemente no es de su gusto. ¿Y a vos qué mierda te picó?, se altera Abadie. Conseguime a otro vendedor. Perdete de aquí pelado cejas de puta. Está bien, dice Germán, sin perder la calma.

 

La boca le apesta a excremento a Abadie. En ese momento, poco le importa perder su comisión. La resaca, el desvelo, la brutalidad, pero, sobre todo, el aliento fétido del empresario de la industria del plástico (Abadie tiene una fábrica de bolsas), le provocan unas ganas prácticamente incontrolables de vomitar. Pide permiso para salir cinco minutos de la tienda. De mala gana se los conceden.

 

Se encuentran con Andrea, quien le dice que no está mejor, estoy fatal, precisa, me duele la cabeza. Se besan y ella le comparte el redbull. Se despiden. A las dos de la tarde y veinticinco minutos con treinta y ocho segundos, mientras Germán se sostiene la cara con las manos detrás del mostrador, siente una mirada detrás de la vitrina. Es el mismo político con cara de idiota que lo saludó ayer. ¿Cómo es que se llama ese hombre?, le pregunta a la cajera. ¿Quién, vos?, ese, el que está ahí, indica, señalándolo. Ah, ¿no es...? Se me olvida el nombre, el que va a ser alcalde de Tegucigalpa. ¿Cómo puede ser que no me acuerde cómo es que se llama si su jeta y su nombre están en todas partes? Da lo mismo, dice Germán, son la misma basura de siempre.

 


funes

José Manuel Torres Funes

[Tegucigalpa, Honduras, 1979] Periodista y escritor hondureño radicado en Marsella, Francia, desde 2010. Su literatura se alimenta del periodismo. Es autor de las colecciones de cuento Desfiladero (2003) y Esta tarde vi llover (2017), así como del ensayo sobre arte contemporáneo en Honduras La otra tradición (2010). Sus relatos han aparecido en diversas revistas y antologías, entre ellos “Corazón de Volcán”, en el volumen antológico Un espejo roto, editado por Sergio Ramírez. Asimismo, sus investigaciones periodísticas publicadas son El libro de Casa Alianza (2006) y El dolor de la ausencia (2007).