Barcelona 2010 | Pablo Acosta-García

“En el mundo tendréis tribulación, pero ánimo: yo he venido al mundo”

(Jn. 16, 33).

 

 

Hoy me vino la sentencia evangélica a la cabeza mientras iba en el metro. Un hombre enfrente de mí sonaba como un barco que se parte, súbitamente, en el mar. Parecía increíble, pero era su mandíbula, que penduleaba a un lado y a otro, intentando morder una brida inexistente: algo quería aquel hombre entre los dientes que no tenía o solo algo que él sabía había allí, entre su espesura de lengua y salivares. “En el mundo tendréis tribulación”, dijo a sus discípulos (pausa) “pero yo he venido al mundo”.

Es un baño de multitudes, hoy, mi vida. Intenté ser el último hombre de letras. No me importó no ser economista o médico o abogado. Solo quise los años de mi primera juventud para leer, para emborracharme entre los anaqueles (es una palabra que aprendí de Borges: también parte de la apostura) de las bibliotecas. Quise que me gustara la música clásica, que me hablaran del gusto y que, aún a mi pesar, este se cultivase en mí. Algunos profesores me enseñaron a pensar en los sistemas y en las redes, y a verme como un insecto que constantemente intenta deslizase por su superficie, pretendiendo que la bruta presencia que se asoma a mi espalda no es nadie, que no estoy tropezándome con hilos pegajosos, atroces, repugnantes. Quise que la crisálida fuera abovedada, que contuviera frescos. Viajé a Italia: pensé que sería la primera estación de un viaje a regiones salvajes, pero los grabadores alemanes viajaban a Italia y después volvían a su pequeño taller, lleno de asalariados que grababan lo que hoy cuelga en los museos. En mi caso, me fui a Italia y, dos años más tarde, tras volver brevemente a la isla, me mudé al continente. Fui hijo de un suicida, heredero de lo que quise una fortuna, envejecido adolescente estudioso de secretos inescrutables (sobre los que sigo escribiendo cada día, pero a los que ya miro tan solo cuando cierro los ojos), hasta que me quedé sin blanca y los sueños humanistas se trituraron, se confundieron extrañamente con sudor cotidiano nadamente codiciado.

Me huele a burdel el bolsillo. Pienso en una “primera juventud”, porque los aristócratas decimonónicos a los que leí, que me criaron, hablaban de ella. Pero yo soy el esqueleto de un cordero crucificado. Y la imagen no es mesiánica, sino patética, y no en el sentido clásico. En todo caso, la vida tal y como la vivo ahora, aunque tiene cierta gracia, es fea. Fea, un poco maloliente y, lo que es peor, llena de electrodomésticos para limpiarla. Hace unos meses hubiera dicho que estaba harto, pero ya ni eso. Ahora me hace gracia y me revienta, la verdad. Pensé en mí como un poeta, un elegido para lo ultraterreno, un hombre espiritual, pero para ser un hombre espiritual tienes que poder elegir en qué tiendas quieres comprar.

La frase del encabezado “En el mundo tendréis tribulación, etc.” Me toca de una manera real (y no creo que sea simplemente por la traducción, tan conseguida). En el mundo tengo tribulación y quiero creer que el Dios hecho carne ha venido al mundo. Quiero creer que el Cristo estuvo en la Tierra hace más de dos mil años y que puedo confiar en su presencia ahora a mi lado. Pero todo esto me recuerda a las grandes carpas que montan en Norteamérica, a los negros corriendo de un lado a otro como poseídos, y teniendo siempre en el puño y en el corazón la venida del mesías para calmarles el dolor.”


Foto pablo garcia Acosta

Pablo Acosta-García

Experto en literatura mística medieval. La casa de mi padre (cuyo preludio pudo leerse hace unos años en Granta) es su primer texto de cierta extensión, que será publicado en Hurtado y Ortega Editores en el otoño de 2022. Quiso soñar sueños y ver visiones.