Cada vez que un artista ganaba un premio, siempre contaba la misma historia: que justo antes de su victoria había contemplado la posibilidad de dejar de actuar o de cantar o de fotografiar raras aves pelágicas desde embarcaciones rústicas, azotadas por el viento o, en casos excepcionales, que había decidido hacer exactamente aquello por lo que había sido galardonado. Alex había escuchado todas las variaciones literarias de estas historias desde mesas situadas cerca o lejos del escenario y por las redes sociales. Las particularidades de la historia no eran nunca importantes. Todo lo que importaba era el esmoquin con el que se contaba la historia.
Alex era consciente de nunca haber escuchado la otra historia, aquella acerca de la persona que nunca ganó un premio sin importar cuán duro había trabajado, porque él mismo nunca la había contado. Alex, quien había sido nominado y finalista y mención honrosa, había pasado su carrera aceptando demasiadas traducciones para ganarse la vida a duras penas y jamás había sido complementada con ningún premio. Ni una subvención, ni una membresía ni siquiera una residencia, aunque la verdad es que él raramente había solicitado alguna de ellas, ya que en realidad no le gustaba viajar. Alex pensó en su carrera en términos de viciosos círculos concéntricos: él no ganaba premios porque no tenía tiempo para hacer un gran trabajo y él nunca tuvo el tiempo para hacer un gran trabajo porque no ganaba premios, y nunca solicitaba otras cosas, porque nunca las conseguía y, a su vez, no las conseguía, quizás, porque nadie en ningún jurado sabía de su existencia o al menos él así lo creía. Pero ya no, Alex había tomado una decisión.
El año llegó a su fin como siempre lo hacía, como un ensordecedor tren que hace volar tu sombrero al pasar a toda velocidad sin detenerse en tu estación. Alex no se había tomado tiempo libre en años. Tenía 42 y sentía que todo lo que iba a pasar en su vida ya había pasado y que solo le quedaba esperar.
Había resuelto dejar la traducción no porque hubiese pensado que otra clase de trabajo hubiera hecho su vida más interesante, sino porque no tenía la fortaleza de continuar. Él había traducido colecciones de relatos mexicanos y novelas gráficas españolas, etiquetas de exposiciones colombianas, sitios web para hoteles peruanos y para un productor de cobre chileno, mapas anotados de los Andes y un libro de mesa sobre el lago Titicaca, subtítulos para películas de guerra y telenovelas, exposiciones, declaraciones financieras, anotaciones para álbumes de música clásica, columnas sobre sexo, presentaciones de Powerpoint sobre maternidad y pediatría en Nicaragua y Honduras y seis libros de Juan Pablo (JP) Puerta: cuatro novelas, una biografía y un análisis histórico sobre la dictadura militar argentina. Alex siempre había creído que sus traducciones de JP Puerta lo rescatarían de la oscuridad, pero ninguna de ellas, ni siquiera Donde el viento, lo hizo.
Tenía dos gatos y pasaba Nochevieja con ellos. A ellos —sus nombres eran Sal y Pimienta— les gustaba trasnochar, así que para hacerle esa noche especial les dio camarones congelados. A medianoche apagó la televisión y destapó una botella de cerveza. Le encantaba la sensación de abrir las cosas: por eso se había convertido en traductor, por eso y porque su madre era de Uruguay, y él había crecido bilingüe.
A la una de la mañana se quitó los pantalones deportivos y los colgó en la silla de su escritorio. Sal y Pimienta habían arrancado, masticado y escupido la tapicería de vinilo, dejándola como trozos roídos y húmedos por toda la habitación. Alex la cubrió con una toalla de playa que su antigua novia había olvidado llevarse.
Se fue a la cama y comprendió que era libre. Nunca más se encontraría con JP Puerta por FaceTime para consultar sobre alguna corrección impuesta por los imperialistas editores de Nueva York. Nunca más tendría que escribir tres palabras en su traducción donde constaba solo una en el original o viceversa, sintiéndose como un mal hombre de negocios. Eso había acabado. Se buscaría un trabajo de oficina. No importaba.
Sal y Pimienta lo despertaron a las seis por su desayuno y miró su E-mail por el teléfono. Había ganado el premio Simpson Calibre, una remuneración otorgada anualmente a seis artistas prometedoramente excepcionales para promover la búsqueda del humanismo en las artes creativas. El premio tenía una valía de 125,000 dólares. El estómago de Alex se encogió.
Regresó al baño y encendió la luz, pero entonces recordó que el espejo se había caído del botiquín unas semanas atrás, así que sostuvo su teléfono para escudriñar su reducida cara, estrábico. Su decisión era irrevocable. Si el premio significaba una desagradable discusión con Puerta, luego de haber sido anunciado, que así sea. Él se podría mudar de Los Ángeles a los Ozarks o volvería a Kentucky y vivir de ese dinero hasta que se le ocurriera qué hacer a continuación. Ya tenía arrugas brotando de sus ojos.
Luego se preguntó por qué nunca se le ocurrió rechazarlo, pero no lo hizo. Tan solo se sentó en el asiento de en medio del sofá y esperó a que vinieran Sal y Pimienta por caricias o a que saltaran sobre sus genitales mientras releía el E-mail, agrandándolo y empequeñeciéndolo con los dedos.
“Es nuestro deseo que este año el Premio Simpson Calibre le permita hacer a un lado las exigencias de la vida diaria y le permita hacer lo que en verdad desee hacer”, decía el mensaje. ¿Pero quién sabía lo que él quería hacer?
Esto era algo, pensó Alex, un descuido de gran importancia por parte de los jueces. Buscó quiénes eran, pero no encontró tal información en el E-mail o en la página web del premio. Alex se pasó los dedos por el pelo que le llegaba hasta los hombros y luego se levantó para moler un poco de café.
La verdadera pregunta era: ¿cómo lo habían encontrado? ¿Quién lo había nominado para este premio? ¿Sería alguno de sus editores? Pero los editores se preocupan por los traductores tanto como por quién les hace un sándwich o los zapatos. ¿Habría sido Puerta? No, no podía ser Puerta. ¿Sería acaso un viejo amigo?
Durante las siguientes semanas Alex trató de decidir qué quería hacer. No le contó a nadie del premio porque se suponía que no podía hacerlo y porque tampoco tenía a nadie a quien quisiera contárselo. Se pasó mucho rato mirando relojes. Había uno llamado Odysseus que costaba 27.300 euros. Tenía las manecillas de oro blanco en una cara azul oscuro con una banda de acero inoxidable, cuyos bordes, tal como decía la página web, “estaban acentuados con un biselado”. “Las manecillas, así como los marcadores de las horas, eran luminosos”, añadía. Constaba de 312 partes, de las cuales 31 eran rubíes. Marcaba 28.800 oscilaciones por minuto.
27.300 euros era una buena suma. Era como quitar limpiamente el glaseado de un cupcake con un cuchillo de cocina, que era como Alex comía los cupcakes, como si fueran muffins. Si hacía eso tendría cientos de miles de dólares, de lejos lo máximo que había visto en una cuenta bancaria y esa más que comprensible cantidad de dinero le permitiría empezar a planificar. Lo que se lo impidió fue darse cuenta de que tendría que darle cuerda al reloj cada 50 horas, lo que en esencia sería otro día, ¿y si no se acordaba? Nunca antes había tenido un reloj al que darle cuerda. ¿Y si le daba con demasiada frecuencia? Esa era una de las razones por las cuales no tenía plantas en casa. Por eso y por el hecho de que, si por algún milagro no las ahogara, tendrían todavía que sobrevivir a Sal y Pimienta.
Hacia el final de enero, Alex había hecho algunas listas. A principios de febrero las apiló en la mesa de cocina y empezó a repasarlos con sus resaltadores, tratando de ver qué conceptos eran los que más se repetían. Se dio cuenta de que el que más aparecía era el de niñez. Lo que él más quería era ser niño, lo cual era imposible, pero habían muchos elementos que él podía recrear. Alex advirtió entonces que la única diferencia significativa entre la niñez y la mediana edad era tener que pagar las cosas. En la mediana edad, salvo una grave enfermedad, tener un cuerpo que pudiera trabajar bien sin ser realmente consciente de ello aún se podía comprar. Alex puso en su cesta de compra una California king con soporte lumbar y unas zapatillas con barras antivuelco diagonales.
Las particularidades de su niñez no le interesaban mucho. No había ningún juguete de los 80 que quisiera tener otra vez. Sus padres le habían dado grandes cajas de cartón, colapsadas con cosas de cuando se graduó de secundaria y él les dijo que se deshicieran de ellas y no se sentía diferente a día de hoy. Pero el recuerdo de ayudar a su padre a llevar al auto las pesadas cajas en aquel verdoso calor de junio de Louisville hizo que Alex pensara en el desperdicio y en el clima. Cogió un bolígrafo y un papel y dibujó una línea en el medio. A un lado escribió “Desechos” y en la otra “Clima”. Luego tachó “Clima”, giró la página y escribió solo “Desechos” al otro lado.
“ABURRIMIENTO”, escribió, en mayúscula, y ese fue su Topeka. Topeka era lo que decía Lucian en vez de Eureka, porque él había escuchado Eureka, pero ignoraba lo que era y lo tradujo para él mismo como Topeka, por donde sus padres habían conducido algunas veces de camino a Wichita, de donde era su padre. El aburrimiento fue lo mejor de la niñez. Eso era justo lo que Alex no había experimentado en años. No frustración debido a proyectos laborales, sino ABURRIMIENTO, en mayúscula, verdadera y absoluta. Letargia y pérdida, pérdida de tiempo, pérdida de recursos, pura, simple y hermosa pérdida. La hinchazón de minutos en días, el goteo del sudor por calor que no significa nada por sí mismo, la experiencia del tiempo antes que cualquier antropoceno o antes de que Alex supiera que el excremento de gato causaba convulsiones a las nutrias marinas: que todo lo que atañe al ser humano comportaba un negativo y devastador efecto a largo plazo.
Reservó su estadía en Anaheim esa misma tarde, para dentro de cinco semanas. Se decantó por un hotel en South Disneyland Drive por su elevado precio y por las primeras palabras que aparecían en la descripción de su página web: "Escape de la realidad".
El intervalo de cinco semanas pasó volando. A pesar de que el hotel estaba ubicado a solo 34 millas del apartamento de Alex, era menester que cualquier preparativo para su viaje debía realizarse con antelación, debido a su disgusto por viajar, al igual que le sucedía con los gatos. Él tendría, por supuesto, que dejarlos y ello también requería de preparativos por hacer: había un traductor portugués que vivía cerca, pero nunca quería ir al apartamento de Alex por las escaleras y porque todos los vecinos tenían perros. Solo al cabo de unas semanas se le ocurrió preguntarle a la camarera del lugar al que solía ir, a solas, por el happy hour. Ellos habían hablado de gatos, ya que Pimienta había arañado el brazo de Alex mientras intentaba cazar una mosca. Un accidente. De hecho, fue más bien un acto de generosidad, pues la delgada línea que le había dejado cerca del codo, la cual Alex ni siquiera podía ver,pasó a ser un tema de conversación, lo que le llevó a decir que a ella también le gustaría tener un par de gatitos algún día, sonriendo mientraslo decía, reluciente como una naranja.
Una vez que hubo pensado en la camarera, lo cual le pareció tan ideal que ya no podía imaginar a otra persona, sino solo a ella, se le presentó un desagradable inconveniente. Alex sabía que si ella accedía a quedarse con Sal y Pimienta tendrían que intercambiar teléfonos. Tenía sentido. Él tendría que escribirle su dirección y la lista de restricciones de Pimienta, así como dónde estaba la hierba que Sal comía cuando se ponía ansiosa. La camarera, a cambio, le enviaría noticias mientras se encontrara fuera.
Pero no podía recordar su nombre. Él la había visto desde hacía más de un año detrás del bar en el restaurante italiano y aún no tenía idea de cómo añadirla en su lista de teléfono. Creía recordar que ella era de Etiopía, pero no conocía nombres de aquel país, salvo Haile y, en cualquier caso, ¿y si se equivocaba? ¿Y si los etíopes nunca trabajaban en restaurantes italianos? Lo que tendría sentido sería que los italianos trabajaran en restaurantes etíopes y no al revés.
Al final, no tenía otra elección, sino arriesgarse. Se acercó, pidió una cerveza y le preguntó: “¿te importaría encargarte de mis gatos?”
La camarera pareció sorprendida, pero dijo que sí. Fue allí cuando Alex, liberado de sus ataduras convencionales, tuvo una gran idea: le entregaría su teléfono y le diría, suave como la seda, “escríbelo tú misma”. Esta era la típica idea que siempre había eludido a Alex en el pasado, pese a que él sabía que había gente capaz de pensar de esa manera. Alex ya no salía más, desde luego, pero en realidad aquello era innato, un déficit que hubiese tenido, incluso si Lucian no hubiese muerto.
Alex se quedó impresionado con la gracia con la que ella sostenía su encogida y digitalizada vida en su mano. Parecía hacerlo con naturalidad. Capturó un poco de su perfume. Era dulce, suave, un poco como la madreselva que cubría el vecindario. Él tomó una gran bocanada de aire.
Aquella noche, Alex pasó la aspiradora. Había pasado meses desde que lo hiciera por última vez, ya que la bolsa se llenó de remolinos de polvo y pelo y tuvo que quitarla y vaciarla abajo. La mañana siguiente llenó un spray con vinagre blanco para tratar el moho en la bañera y se pasó la tarde fregando entre las baldosas con un cepillo de dientes. Temprano por la noche, cuando todos paseaban a sus perros y los gorriones zumbaban en las profundidades de las buganvilias, fue a la farmacia por un cepillo nuevo. Al día siguiente se despidió de Sal y Pimienta y caminó un poco más allá para coger su auto.
Le tomó por sorpresa encontrar casi vacíos los carriles de la Interestatal 5. Había estado muy concentrado planificando su desperdiciada semana en Anaheim, su retorno a la infancia, y había prestado poca atención a la plaga que se estaba acumulando, al inicio de marzo, y aunque se había hablado de cierres, Alex no había sopesado la posibilidad de cancelar el viaje. Era ahora o nunca: el portal hacia la infancia se abriría desde el 11 al 18 de marzo de 2020, de miércoles a miércoles y luego se cerraría otra vez y todo en su vida volvería a ser cuestiones de plazos, de estructuras rotas o de extremos que se encuentran. Finales.
Se registró en el hotel a las 3:00 p.m. porque así lo decía la web. Le dieron una tarjeta con la que podría abrir la puerta de su habitación en el cuarto piso y le desearon una bonita estancia. Permaneció en el escritorio, esperando algo más del conserje, quien parecía preocupado por ciertas labores que Alex no podía comprender, pero luego se dio cuenta de que el conserje tampoco podía saber cuán trascendental era su proyecto y que probablemente tampoco lo entendería si Alex se lo explicara. Entonces se dio la vuelta y encontró los ascensores.
Llevaba sus nuevas Puma azules, hechas de gamuza y una bonita camiseta con botones que creóia que podía ser blanca como rosada, ya que era daltónico. Eso era algo que echaba de menos de tener novia: el saber de que color eran las cosas. Alex era alto, pero de una forma inestable antes que amenazante. Siempre que estaba en un lugar nuevo caminaba con mucha precaución, sin confiar nunca en el suelo.
Cuando llegó a su habitación, se sentó sobre la cama y luego se echó sin quitarse sus zapatos nuevos. Yacía como si estuviese allí desde hacía un largo rato, hasta que empezó a oscurecer fuera, luego fue al minibar y sacó todo de allí, colocándolo en dos filas sobre el escritorio. Nunca antes había cogido algo del minibar. Ahora tendría que consumir cada una de ellas, una a una, y pagar sus exorbitantes precios sin preguntar cuál es el total. Se las comería especialmente si estuviesen hechas de químicos y azúcares, justo como él y Lucian solían hacer en el campamento de verano. Arrojaría las botellas y los envoltorios a la basura. Acumularía toda una cesta de basura durante el curso de la semana en el hotel, porque durante la suspensión que la infancia y el estar de vacaciones le posibilitaron no había futuro, como tampoco lo había en otro lugar de la Tierra.
Cuando Lucian recibió el dinero para el viaje de la fundación Make-A-Wish, chilló: “¡Nos vamos a Disneylandia!” Tenía 9 años. Alex 7. Pero sus padres querían ir a Costa Rica, y al final, engañaron a Lucian con imágenes de perezosos que podía sostener, monos capuchinos y macacos escarlata, pese a que todo lo que en verdad hicieron fue ir a Playa Manzanillo. El siguiente año, Alex hizo un dibujo del castillo de la Bella Durmiente con crayolas y se puso de pie en puntillas agarrando el borde del ataúd con una mano, mientras que con la otra ponía el dibujo de Disneylandia en la parte superior de los brazos de Lucian. Él lo mencionó a sus padres años después, pero lo único que respondieron fue que cuidar de un niño con leucemia también había sido duro para los padres.
Y ya que Lucian nunca fue a Disneylandia, Alex tampoco lo haría. Se sentaría en un hotel ubicado a 10 minutos de la entrada y no haría nada. Subiría la calefacción en su habitación hasta que estuviera seco e incómodo escuchando las mismas canciones una y otra vez, sin bañarse, subiendo y bajando en el ascensor.
El plan era perfecto, pero cuando despertó a la mañana siguiente, tres grandes impedimentos habían surgido.
El primero era que, debido a la expansión del coronavirus, una contagiosa enfermedad respiratoria que podía ser muy seria en algunos o incluso hasta letal, Disneylandia cerraría al público a partir de mañana. Eso significaba que pasado mañana Alex no decidiría no ir, lo cual restaría mucha de la importancia de su niñez, su felicidad letárgica y brillante. Y aún más, su hotel cerraría el domingo. Estas dos vicisitudes supusieron una completa catástrofe para el proyecto de Alex, pero todavía había más.
El segundo fue que su premio Simpson Calibre había sido por fin anunciado a las 09:00 am, lo que significaba que empezaba a recibir E-mails y notificaciones por redes sociales de toda la gente que trabajaba con libros y que sabía de qué iba el premio y que no estaban tan felices por él como él lo habría estado por ellos. Alex no respondió, desde luego. Algunas veces pensaba que no merecía el premio Simpson Calibre, otras que sí. Pero nada de esto se trataba de aquello.
El tercer desastre fue, de acuerdo con Tamara, la camarera, que Sal había vomitado debajo de la cama y —como si eso no fuera poco— se sentía apática. Alex no podía imaginarse a Salt apática e, instintivamente, lo buscó en Google para asegurarse de qué sabía lo que significaba.
Incluso en ese mismo momento, Alex no sabía por qué no regresaba a casa. De todas maneras, lo habían echado de allí muy pronto. No tenía sentido estar ahí, no cuando Sal lo necesitaba allá. Pero Alex ni siquiera pudo salir de la cama. Encendió la tele y echó un ojo a los canales, muy diferentes a los que tenía en casa, 34 millas al noroeste. Cuando su madre le envió un mensaje preguntando cómo iban las cosas, Alex no le respondió. No habría podido explicar su estropeada infancia y no había nada más que contar.
Además, la época en que Alex explicaba las cosas a los demás se había acabado después de todo. Nunca más agonizaría con la claridad de las palabras. Dejaría que se enturbien, pensó, mientras descargaba la App de Domino's en su teléfono. Abrió una página porno y escribió “threesome”. Luego la borró y en su lugar puso “foursome”. Ahora o nunca, se dijo a sí mismo otra vez mientras golpeaba las almohadas detrás de él y abría las piernas solo para ver cuánto espacio tenía antes de haber empezado.
Sin embargo, Alex se pasó día y medio arrastrado por la inutilidad. Ni siquiera eran las 09:00 am cuando un delicado traqueteo en la puerta lo despertó de su sueño en el que capitaneaba un barco por el Mar Jónico. Se levantó y miró a través de la mirilla mientras se ponía una vieja camiseta de los Cardinals que albergaba una galaxia de pequeños agujeros hechos por Sal y Pimienta. Pero cuando se dio la vuelta para alejarse, se reanudó el traqueteo.
Alex abrió la puerta y quitó el seguro. Apareció un chico rubio que le llegaba a la cintura y tenía una tarjeta con la que se abren las puertas de las habitaciones. Sin pensarlo, Alex la cogió.
“Es mi mamá”, dijo el niño en español. “Se cayó y no despierta. ¿Venís?”[1]
“¿Adónde?”, respondió Alex.
La cabeza del niño se sacudió hacia la derecha de Alex.
Descalzo, Alex salió al pasillo. Llevaba la tarjeta que le dio el niño, idéntica a la suya, hacia una puerta que era también idéntica a la suya. Por arte de magia se abrió.
“¿Hola?”, llamó Alex desde el pasillo, pero podía escuchar el saludo o la pregunta tan solo rodeando los bordes de la media sombra que estaba dentro de la habitación, incapaz de hacerse escuchar.
“Permiso”, se dijo a sí mismo, cruzando el umbral. Se giró y miró al niño.
“En el baño”, le dijo.
Alex dio otro paso y vio unas piernas que sobresalían del piso del baño, desnudas y cubiertas en sangre. Buscó su teléfono, no lo encontró, corrió entre las camas y llamó a la recepción. Una de las camas estaba revuelta, con animales disecados entre las almohadas; en medio de la otra cama había una mancha de sangre del tamaño de una papaya.
“¿Hola?”, dijo Alex. “Necesito ayuda. Necesito una ambulancia. Es…”
Cuán perdido estaba el niño, flotando a su lado. Alex lo tranquilizaba.
“Necesitamos una ambulancia”, insistió, les dio el nombre del hotel y el número de habitación. Luego colgó.
“No te preocupes, todo va a estar bien”, le dijo al pequeño niño, arrodillándose. Por el rabillo del ojo pudo ver un par de libros de fotografías. “Vos te quedás acá, leyendo”, le ordenó. “Yo me ocupo. No va a pasar nada”.
El niño asintió con la cabeza. Deliberadamente y serio subió a la cama y se sentó con las piernas colgando del borde.
“Leé en voz alta, si querés”, dijo Alex mientras se dirigía al baño. “Me gustan los libros” Bajo su aliento, mientras se volvía, se corrigió a sí mismo: “Me gustaron”.
“Bueno”, dijo el niño y empezó a leer. “El intrépido soldadito de plomo. Éranse una vez veinticinco soldados de plomo, todos hermanos, pues los habían fundido de una misma cuchara vieja.”
Luego, de dentro del baño la voz del niño era un hilo inaudible. Alex hizo un balance rápido de la situación de la mujer: todavía respiraba.
“¿Señora?”, musitó Alex muy cerca de su rostro. Al no responder, le sostuvo la parte posterior de su cabeza con la palma de su mano y empujó su cuerpo hasta la mitad del pasillo y luego apoyó sus piernas sobre una maleta de Mickey Mouse. Cogió después una almohada y la puso debajo de la cabeza de la mujer.
“Todos eran exactamente iguales, excepto uno, que se distinguía un poquito de los demás,”, continuaba leyendo el niño sin levantar la vista. “Le faltaba una pierna, pues había sido fundido el último, y el plomo no bastaba.”
Alex examinó el rostro de la mujer. Tenía un lunar pálido justo entre las cejas, otro a la izquierda de sus labios. Era hermosa, como una rana arbórea de Costa Rica, con un rostro triangular y hombros robustos.
“Pero con una pierna, se sostenía tan firme como los otros con dos, y de él precisamente vamos a hablar aquí.”
El niño continuaba leyendo pese a los golpes en la puerta, la entrada de los paramédicos y la entrecortada conversación que tenían en código. Trajeron una camilla que traqueteaba y que continuaba atascándose.
“¿Eres tú su marido?”, preguntó uno de los paramédicos a Alex.
“No”, replicó.
Por una fracción de segundo el hombre permaneció a la espera de una explicación. Luego preguntó: “¿cuántos años tiene?”
“No lo sé”, apuró Alex. Echó un vistazo al niño. Se preguntaba si el cuento que estaba leyendo, “El soldadito de plomo”, era su favorito o simplemente su primer cuento.
Subieron a la mujer en la camilla y empezaron a sacarla.
“¿Viene usted?”, inquirió el hombre, ya desde el portal.
“No”, repuso Alex.
El hombre lo miró como si estuviera loco, luego se fue.
Pero si Alex podía hacer algo por el niño era mantenerlo alejado de la sala de emergencia. Él no podía tener más de 7 u 8 años. Ningún niño de esa edad debería pasar por esa agonía sin comprenderla, mientras su familia estaba muriendo o lidiando con la muerte.
Así que Alex se llevó al niño a Disneylandia. Al instante y fácilmente se olvidó de su voto de eterno rechazo y juntos se pusieron en la larga cola del Splash Mountain. Hacía frío y Alex había secuestrado a un niño argentino, pero por otro lado, y malgastando la posibilidad de la indolencia, consideraba que había alcanzado unas vertiginosas cotas de derroche, potencialmente el pináculo de la infancia. Mientras ambos se escabullían a través de cuevas llenas de caimanes robóticos, simplones y discordantes, Alex recibió una llamada de recepción: la madre del niño se iba a recuperar. Ella había perdido el bebé. El padre estaba de camino.
“¿En qué punto del camino está?”, preguntó Alex mientras su auto tomaba una curva, empapando a las familias frente a él.
El resto de Disneylandia fue júbilo: tarta monkey bread y helado, piratas, caramelos de agua salada, rayos láser, autos de carrera en desiertos en miniatura. Alex acabó llevando al niño al aeropuerto para recoger a su papá. Los dejó luego en el hospital, pensando que al menos ahora ellos podrían ir directos a su habitación, pues se encontraba un poco mejor, si es que no seguía estando en malas condiciones.
No malgastes, no quieras, pensaba Alex mientras golpeaba el volante con el pulgar. Pero él deseaba querer cada vez más. Ahora disfrutaba conducir y cantaba: “Lord I’m one, Lord, I’m two, Lord I’m three, Lord I’m four, Lord I’m five hundred miles away from home,”[2], mientras veía pasar las insistentes luces festivas de Anaheim. Hizo un alto en el semáforo y oyó un grito. A su izquierda, un adolescente uniformado y con una escoba perseguía lo que creía que era un pitbull que se llevaba un unicornio. Alex encendió la señal y cuando la luz cambió, se detuvo en el estacionamiento de la tienda convenida.
“¿Qué pasa?”, le preguntó al adolescente, quien blandía la escoba sobre la cabeza del perro.
“El perro no ha pagado por ese unicornio”, dijo el chico. “Tengo que devolverlo”.
Alex recordó al soldadito de plomo del cuento que seguía siendo rechazado sin ninguna razón y fue enviado por la alcantarilla en un barco desechable de papel y, luego de haber sobrevivido, terminó siendo arrojado a un horno y derretido para convertirse en un pequeño corazón de plomo.
“¿Cuánto cuesta”, inquirió Alex.
“Qué?”, repuso el chico, mientras todavía movía la escoba sobre el perro que yacía sobre la franja de césped seco entre el terreno y el camino, acunando al unicornio entre sus patas.
“El animal de peluche", dijo Alex.
“Siete noventa y nueve”, contestó el adolescente.
Alex sacó un billete de 10 dólares de su cartera.
“Toma”, le dijo. Pero al extender la mano lo pensó mejor.
“Aquí hay 100. No le pegues más al perro”.
El muchacho bajó la escoba, cogió el dinero y volvió dentro. Alex y el perro intercambiaron miradas. Finalmente, regresó al auto.
Por el espejo retrovisor Alex vio un bloque blanco y negro que zumbaba detrás de él. Se preparaba para la sirena. Sin embargo, si lo detenían, ¿qué le importaba? Tenía demasiado dinero. Empero, el Suv giró a la derecha y pronto lo perdió de vista.
Alex se percató entonces del libro del niño: Cuentos clásicos para niños. Pensó en acercárselo hasta la puerta de la habitación 409, pero cuando llegó al hotel lo llevó consigo hasta su habitación y se puso frente a la ventana hojeándolo por un momento.
Por la ventana se veían estacionamientos, el Matterhorn, palmeras y sus sombras hasta donde alcanzara su vista. Observaba la puesta de sol y trataba de imaginarse los estacionamientos vacíos, el McDonald’s, la Panera y los hoteles, todos cerrados. Jamás pensó que al cerrar Disneylandia se quedaría así por un más de un año y 32 000 trabajadores perdiendo el sustento, provocando que la ciudad de Anaheim se marchitara y agrietara. “If you missed the train I’m on, you will know that I am gone”, cantaba Alex tranquilamente bajo el cálido resplandor de la lámpara de la mesita de noche, mientras se quitaba los pantalones cortos y se metía en bajo las suaves sábanas blancas con los Cuentos clásicos.
Pasó a “La Bella durmiente”. Siempre fue la favorita de Lucian, quizás por lo bonita que era la historia o tal vez por el hechizo que hacía que Bella no estuviera del todo muerta, sino dormida. El mundo de Lucian siempre había estado encantado de una manera que el de Alex no. Luego, otra vez, recordaba la manera en que Tamara había acunado su teléfono y cómo el pequeño niño se había deleitado con esa gastada reproducción de un Alp, cómo el perro había apoyado su hocico en un unicornio blanco como la nieve, blanco como la nieve mientras miraba a Alex subir a su auto alquilado.
Pasó un mal rato intentando dormir porque de pronto tenía mucho en lo que pensar, nuevas posibilidades y vías de languidez. No podía haber sabido que mientras yacía despierto pensando en la magia, tres hombres levantaban un ariete para derribar una puerta en el pueblo natal de Alex, donde dormía una joven encantadora, una persona cuyo novio se apresuraría a protegerla de los hombres que irrumpían en su casa sin saber que eran policías, quienes responderían con disparos a ciegas. En un par de meses, Alex irá con Tamara al Pan Pacific Park, donde los angelinos de muchos ámbitos de la vida se reunirán con máscaras que dirán “Black Lives Matters” cantando su nombre: Breonna Taylor, Breonna Taylor, Breonna Taylor.
Juntos cantarán también los nombres de otros asesinados: Eric Garner. Michael Brown. Tamir Rice. Terence Crutcher. George Floyd. Y los nombres de los muertos innecesarios surgirían de las multitudes de miles de personas reunidas en Sacramento y en Bakersfield y de Claremont y Oakland, de Oxnard y Fresno y Eureka, de Birmingham, Fayetteville, Pittsburgh, Oslo y Nairobi y Bombay y sin embargo, mientras el verano y la pandemia avanzaban, más nombres soltarían las almas que albergaban, levantándose y alejándose y ninguno de los policías involucrados en la redada que terminó con el asesinato de Breonna Taylor sería, como mucho, acusado.
Pero todo en lo que Alex pensaba al quedarse finalmente dormido unos minutos después de la medianoche de aquel 13 de marzo de 2020 fue que esperaba que Sal, Pimienta y Tamara estuvieran bien y que regresaría a casa por la mañana. Cuando llegó por la tarde Tamara estaba en la cocina, preparando su té favorito, y se sintió como Ulises, inundado de luz en tierra firme y escuchó los suaves sonidos de la tetera y la porcelana y olió el jengibre y su perfume de madreselva antes de verla. Pero cuando la vio, todos los músculos de su cuerpo se relajaron y se sentó en el sofá y Sal saltó del suelo a su regazo, clavándole una pata en su testículo y él le acarició su diminuta cabeza y se reacomodó y sonrió a Tamara, quien le ofrecía un poco de té.
“Me sorprendió saber que tus gatos eran naranjas”, dijo Tamara mientras colocaba envolvía sus tazas. "Me daba un poco de impresión cada vez que los veía. Un subidón”.
“Siempre pensé”, repuso Alex, sin intentar esconder el placer que le proporcionaban sus almendrados ojos, su luminosa piel morena, su presencia en el sofá que daba equilibrio a Sal y a él, “que mientras más intentas capturar algo con palabras, más se… resiste”.
Ahora, para su sorpresa, Tamara le devolvió una amplia sonrisa cuando Pimienta entró con tranquilidad del dormitorio y se estiró. Algunos fragmentos de la columna de sexo que Alex solía traducir volvieron a su mente. Siempre había hecho hincapié en el respeto, pero también en los juegos previos, haciendo las preguntas precisas, sin ser insistente y nunca acabar dentro sin permiso. Él se dio cuenta de que se estaban perdiendo el Happy Hour.
“¿Podríamos caminar al restaurante?”, preguntó.
“Ellos ya se adelantaron y lo cerraron”, respondió Tamara. “También dijeron que cerrarían todo el estado”.
Alex quiso abrazarla o preguntarle de qué color era su camiseta. Quería decirle que a su regreso a casa había conducido por el desierto, llamado a su madre y que compró un espejo de repuesto para el botiquín y que pensaba colocarlo él mismo. En cambio, lo que dijo fue “Lo siento”.
“Está bien”, contestó ella, “Solo lo hacía para ahorrar algo de dinero para mi propio negocio”.
“¿Qué tipo de negocio?”, le preguntó. Alzó su taza de té y vio el vapor que salía de allí mientras que Sal se frotaba las encías con la otra pata.
“Bueno”, repuso, “Esperaba abrir un vivero de plantas en el barrio. Algo entre aquí y Little Ethiopia”.
“Un vivero sería estupendo”, dijo Alex. “Tal vez podría trabajar para ti si me enseñas”.
“Estaría encantada”, contestó. “La verdad pensaba que, dependiendo cuánto dure la pandemia, podría funcionar empezar con un servicio de envío y entrega de plantas para personas que se pasan todo el tiempo en casa y que necesitan algo verde en ellas”.
“Puedo ver verde”, dijo Alex.
“Incluso pensaba en crear terrarios completos para personas”, añadió Tamara, “con helechos de botón de limón, plantas del flamenco, cactus lunares y musgo y también hábitats marimos. ¿Has visto alguna vez un marimo? ¿Has oído hablar de ello?”.
“Creo que no”, respondió Alex, barriendo los rincones de su mente con exuberancia, como una poderosa linterna.
“Son pequeños orbes que viven en comunidades de agua dulce en Islandia y Japón. Están en peligro de extinción en la naturaleza, pero en cautiverio son también hermosos, o al menos yo creo que son hermosos. Puedes simplemente poner un par en una pecera y tenerlos en la estantería de libros”.
“Eso sería perfecto”, respondió Alex, “para gente con gatos”. Dio un sorbo a su té. En su mente, mientras tragaba, le dijo adiós a su lujoso reloj y a su cabaña en los Ozarks, mientras él y Tamara se sentaban lentamente en un piso en algún punto de Fairfax Avenue, rodeados de relucientes recipientes listos para ser rellenados con agua o rociados con tierra. Se le ocurrió a Alex que los detalles de la historia sí eran importantes después de todo. Los descartes en sí pueden ser hermosos u horrendos. El mal uso era el tipo equivocado de desperdicio. Uso y abuso. El uso correcto de desperdicio era prodigar vida a todos los que te rodeaban.
“Dime una cosa”, le preguntó, “para abrir tu vivero ¿cuánto dinero crees que se necesitaría?”.
Notas
[1] Originalmente escrito en castellano y en la variante argentina. Se mantiene en cursiva todos los diálogos que la autora ha incluido en castellano.
[2] Letra de la canción "500 miles", muy popular en los años 60 durante el Folk Revival. Fue escrita por Hedy West y ha sido versionada numerosas veces por artistas como Bobby Bare, el trío Peter, Paul & Mary, Dick & Dee Dee, Sonny & Cher. Fue asimismo grabada por Elvis Presley, Joan Baez o The Persuasions.
*Traducción del inglés de Reinhard Huaman Mori
Jennifer Croft
[Oklahoma, 1981] es escritora, crítica y traductora.
Ha traducido la novela Los errantes, de la Premio Nobel de Literatura Olga Tokarczuk. Su versión al inglés fue obtuvo el Premio International Booker. Es cofundadora de The Buenos Aires Review y ha escrito artículos para The New York Times, The Los Angeles Review of Books, The Paris Review, Granta, entre otros. En 2019 publicó Homesick, una memoir con la que ganó el premio internacional William Saroyan en la categoría no ficción. Serpientes y escaleras es su primera obra escrita en castellano.
Reinhard Huaman Mori
[Lima, 1979] Ha publicado los poemarios el Árbol (2007) y fragmentos de Fuego* (2010), así como la plaquette de poesía Ella (12 secuencias) Isabel Archer (2015). Sus poemas sueltos y dispersos aparecidos previamente en revistas, diarios y antologías han sido reunidos y publicados en el volumen titulado E·C·O·S (2019). Fue director de la revista Ginebra Magnolia.
Actualmente, es el OJO muerto de esta revista.