Resido en una región donde los héroes
suelen morir de lumbre y osadía
- Mario Benedetti.
—¡Che, me tienen desaparecido! ¡Me están torturando en la ESMA! Avísale a mi familia.
—¡Somos campeones, Carlitos! ¡Somos campeones!
Inmediatamente sentí la mano de hierro en mi hombro izquierdo. El milico me haló suave pero firmemente mientras gritaba entusiasmado y me susurraba muy quedo:
—Calmate, pibe. No querrás que celebremos con golpes de picana.
El camión siguió avanzando por Corrientes, alejándose del obelisco donde se reunía el pueblo argentino para celebrar su primera Copa Mundo. A mí me habían secuestrado meses antes debido a sospechas infundadas sobre una conexión con los montoneros. Irrumpieron en mi casa a golpes, revolcaron todos los muebles y confiscaron mi biblioteca. Tenía literatura subversiva, dijeron, como El Principito, Gracias por el Fuego y Residencia en la Tierra. Me molieron a patadas y me arrojaron en un camión sin ventanas donde me vendaron los ojos, me amarraron de pies y manos y me amordazaron. Hasta ese día yo había enseñado español y literatura en el Colegio Nacional de Buenos Aires de donde también desaparecían estudiantes, aunque el reporte oficial era que se unían a los montoneros o eran secuestrados por ellos. Entre mis contusiones, supe que me llevaron a algún lugar dentro de la ciudad y luego a una pequeña celda donde me renovaron la provisión de puntapiés. Al día siguiente me interrogaron y, ante mi negativa a cooperar porque no tenía idea sobre lo que me preguntaban, me sometieron a la picana. Tras horas de electricidad y dos pérdidas de conocimiento, me devolvieron a la celda donde el frío y duro ladrillo fue consuelo.
Antes de eso me sentía orgulloso, como todos, de que Argentina celebrara el Mundial. Estaba seguro de que íbamos a ganar la copa, ¡ésta era la nuestra! Por supuesto, el fantasma de la dictadura estaba en todas partes y los rumores de los desaparecidos rondaban por las calles, como un virus que se reproduce a pesar del control oficial. Yo supe que varios estudiantes no regresaron, de un día para otro, y veía a las madres desconsoladas llorando y preguntando por sus hijos de estación en estación. Hablé con ellas en el colegio y traté de darles fe a pesar de mi pesimismo. A lo mejor por eso me echaron mano, quizá mis palabras fueron interpretadas por algún oficial encubierto como seña tácita de rebelión. Y, claro, mi posición como maestro me hacía aún más peligroso. Por eso, antes de que pudiera alegrarme por el torneo, me sacaron de la casa, me torturaron por semanas y me dejaron en una celda hasta decidir si en verdad era un terrorista peligroso o sólo otro tipo que merecía un susto para ajustarlo al sistema. El milico que me cuidaba, cuyo nombre nunca supe y decidí llamar de esa manera, milico, aunque no delante de él, pues siempre debía decirle “señor”, no me tenía como criminal peligroso. Eventualmente me hablaba de algún personaje literario como el Quijote o el Martín Fierro. Le gustaba el fútbol y se le veía el entusiasmo por el Mundial. “Éste va a ser el nuestro”, sentenciaba con un entusiasmo que, meses antes, yo habría compartido. Pero ahora, reducido a un escombro humano por el mismo país al que pertenecía, no era capaz de apoyar a la selección Argentina. Por supuesto, nada de eso le decía al milico. Sólo sonreía y criticaba que no quisieran llamar al joven Maradona o alababa la astucia de Kempes, el matador. “Curioso apodo”, pensaba. ¿Cuántos matadores oficiales tiene actualmente la Argentina? La junta militar estaba compuesta por matadores, por supuesto. Cada milico tenía dentro de sí la semilla para convertirse en un matador. Y, lo peor, muchos ciudadanos que sonreían y se inclinaban ante la dictadura diciendo en voz alta que eso era lo que el país necesitaba y que era la única manera de detener a los terroristas rojos; ellos eran los verdaderos matadores. La sociedad argentina entera se convirtió en cómplice de los crímenes, unos por acción y otros por omisión. Y los otros, las víctimas, los estudiantes, los desaparecidos, los torturados, los asesinados, las madres, los bebés perdidos; nosotros éramos la otra Argentina, la que difícilmente podía celebrar. Sin embargo, cuando el campeonato empezó mi milico se trajo un radio para que pudiéramos escuchar los partidos. La albiceleste empezó regular, pero pasó a la segunda ronda. Allí estaban los talentos de Fillol, Luque y Houseman. Y debo reconocer que, en el fondo, quería que ganara mi Argentina. Pero lo que me impresionó fue lo que decían sobre Zico, el Pelé Blanco. Incluso los locutores radiales, esbirros arrodillados de la dictadura, hablaban maravillas sobre el brasilero. Y me indignó ese gol de triunfo que le robaron contra Suecia, supuestamente porque ya se había cumplido el tiempo. Claro, pensé de inmediato aunque no pudiera decirlo en voz alta frente al milico, típico de los argentinos, arreglar la trampa para deshacerse de los rivales. ¿No era eso lo que me estaban haciendo a mí, que no tenía nada que ver con los montoneros? ¿Y no era eso lo que les hacían a centenares de ciudadanos? Esa maldita costumbre criolla de resolver todo con la trampa, como si ese triunfo fuera válido o si el fin justificara los medios. ¿Y cuál fin? ¿Eliminar a todos los que piensen diferente? ¿Los que claman justicia o piden elecciones? Pero, por supuesto, no podía decir nada delante del Milico, que empezaba a cogerme confianza tras tantos meses de ser inofensivo. Sólo le sonreía y decía que el fútbol era así. Que, igual, Zico y Brasil iban a pasar a la segunda ronda y que no era improbable que llegaran a la final. El milico me miraba y se reía. “Argentina será campeón”, exclamaba con entusiasmo no exento del mismo fanatismo que lo impulsaba a dar choques eléctricos en favor de la patria. Si bien me gustaba Zico, jamás lo habría cambiado por los nuestros. Aún desde mi injusta prisión, me entusiasmaba con los goles de Kempes y su séquito. Argentina también pasó a la segunda ronda con un difícil grupo: Brasil y Perú. El partido decisivo, el de vida o muerte, fue contra los brasileros. Aunque no fue el duelo de talentos que todos esperábamos, sí fue difícil y terminó en tablas. Cero por cero. Zico no brilló, pero igual me hubiera gustado verlo. Renové mi fe en la selección Argentina, aunque la verdad el pase a la final estaba muy duro, pues había que ganarle por goleada a los aguerridos peruanos. Pero la albiceleste tenía detrás a once titanes y a millones de hinchas. Lamentablemente, también tenía detrás a Videla y su cohorte asesina. El partido se ganó seis cero, pero fue evidente que estaba arreglado. El país celebraba, claro, pero calladamente la vergüenza nos señalaba como los tramposos de siempre, los que sacaban estudiantes de sus camas para torturarlos, los que arrojaban cadáveres al mar desde aviones militares, los que usaban las facilidades gubernamentales como cárceles para los disidentes, los que se robaban los hijos de las desaparecidas. Esa era la Argentina que pasaba a la final: la de la trampa, la violencia y la dictadura. Aunque mi milico saltaba de alegría, yo juré jamás volver a alentar a un equipo cuyo país idolatrara asesinos militares. Curiosamente, el triunfo de la albiceleste en la final contra Holanda fue el que me dio la libertad. Cuando Bertoni anotó el tercer y definitivo gol, mi milico y todos los que estaban en el edificio se abrazaron en indescriptible gozo. También los encarcelados, hay que decirlo, porque a fin de cuentas Argentina era campeón del mundo. Yo no, yo no podía evitar pensar que era un Mundial mal habido por un país con una población indiferente que permitía una dictadura criminal. Sin embargo, cuando los milicos decidieron salir a celebrar y llevarse a los presos más inofensivos, me levanté y grité con todo el entusiasmo que pude fingir. Me olvidaría por un momento de Zico y las injusticias que contra él se cometieron, y gritaría vivas a Menotti y su equipo. Mi milico, ebrio de felicidad y de unos fernets que habían metido de contrabando, me sacó junto a otra docena de presos y el doble de carceleros. Nos hicieron subir a un camión, nos esposaron los pies a las varillas de seguridad y nos llevaron a celebrar por las calles bonaerenses. Entonces, cuando vi el cielo porteño por primera vez en meses, me di cuenta de que estaba en la Escuela de Mecánica de la Armada, a pocas cuadras del estadio Monumental donde se había jugado la final y el público enloquecía. Las calles estaban inundadas de gente. El tránsito hasta el obelisco era poco menos que imposible, pero para eso era la noche, para celebrar. Mi milico, siempre a mi lado, gritaba y aplaudía con la gente de la calle. Yo los miraba como un zombie al que han sacado de su tumba por primera vez en siglos, lo que no estaba muy lejos de la realidad. Por Florida vi a Julito, el profesor de aritmética del colegio, y le lancé un alarido desesperado.
—¡Carlitos! —Gritó entre la embriaguez cuando me vio.
—¡Che, me tienen desaparecido! ¡Me están torturando en la ESMA! Avisale a mi familia.
—¡Somos campeones, Carlitos! ¡Somos campeones!
Cuando mi milico me agarró del hombro lo comprendí. La embriaguez del pueblo argentino no le permitiría ver los crímenes de su amada dictadura aún si se los arrojaban a las narices. El milico me pasó el brazo sobre los hombros en actitud casi fraterna y mientras me daba un trago de Fernet me dijo:
—Mirá, pibe. Nosotros ya sabemos que vos estás limpio. Ya están viendo cómo te largan, pero eso tiene su tiempo. En dos semanas, máximo, estarás de nuevo en la calle. Con condiciones, claro, como no hablar nunca de lo que sucedió o dejó de suceder en estos meses. Por eso te saqué hoy, porque vos prácticamente estás libre. Así que dejate de boludeces y celebrá, si no la victoria, tu futura libertad.
Y así fue. Dos semanas después, tras interrogatorios, firmas de papeles y declaraciones juramentadas, volví a la calle. Buenos Aires aún respiraba el entusiasmo del campeonato, pero también estaba el hedor de la dictadura que seguiría mis pasos. Mi familia me acogió, y tuve que pasar varios meses adaptándome a la libertad y sobreviviendo a mis miedos. Quise irme, pero temí que eso los llevara a encerrarme de manera preventiva. Por fin pude colocarme como maestro de español, pero nunca volví a mencionar un libro en lo que duró la dictadura. Y no celebré ninguna victoria de la selección Argentina, ni siquiera durante el Mundial de España cuando admiraba a Zico por encima, incluso, de Maradona, a quien vi en su argentinidad pura cuando se dedicó a dar patadas en el partido contra Brasil y terminó expulsado. “Ese es el modo criollo”, pensé, “la violencia y la trampa cuando no se puede con la inteligencia”. Lamentablemente, al Pelé Blanco le fue negada de nuevo la corona. Un italiano salido del vacío, que no haría nada antes ni después, marcó los goles que sentenciaban a la excelsa selección de Brasil a la derrota. Mi consuelo fue que tampoco la tramposa Argentina se alzó con el título. En cambio, todos seguían celebrando la delictiva copa del 78. Después, el panorama cambió drásticamente. La guerra de las Malvinas, la caída de la dictadura y, de nuevo, el Mundial de Fútbol. Aún jugaba Zico, lesionado y todo, pero genial como siempre. Y, una vez más, perseguido por el infortunio. En el difícil partido contra Francia falló el penalti decisivo y obligó al alargue y la terrible serie de tiros desde el punto penal. Nuevamente, y de manera definitiva, Zico se convirtió en un rey destronado. En cambio, el cetro parecía pertenecer a Diego Maradona, quien ya no era el muchachito irascible del 82 sino un capitán que llevaba su equipo con elegancia y talento. Ya no existía la dictadura, Argentina podía, de nuevo, ser un país para todos. Yo mismo volví a emocionarme con el juego de la albiceleste. El pelusa podía ser el símbolo de esa nueva patria. Y, en efecto, lo fue. En el partido contra Inglaterra, que a todos nos dolía por las Malvinas, sacó a flote el estilo criollo, la famosa mano de dios, y le enrostró al mundo que eso éramos los argentinos: unos tramposos con suerte que hacíamos un gol con la mano y lo celebrábamos descaradamente. Otro Mundial ganado con una trampa infame. Otra ignominia que debería ser festejada y olvidada. Y otro de los grandes orgullos patrios.
Nunca más volví a ver un partido de la selección Argentina para no arriesgarme a la identidad tramposa y sentir la vergüenza que, parece, nadie más siente. De hecho, abandoné el fútbol, pues el ídolo que se cimentó en los calabozos de la ESMA tampoco volvió a jugar ningún Mundial. Zico se quedó para siempre con el sello del derrotado, como todos los que fuimos víctimas de la dictadura victoriosa. En cambio, la impunidad simbolizada con el seis a cero contra Perú o la mano de Maradona siguen vigentes. Una vez, en Congreso, me encontré cara a cara con mi milico justo después del triunfo contra Alemania en México 86. Lo miré pasmado, pues todo el miedo y la tragedia vinieron de nuevo a atormentarme. “¿Cómo estás?” Me preguntó cínico mientras yo, anonadado, tragaba saliva y permanecía en silencio.
—¿Celebraste el campeonato? Mucho capo ese Maradona, ¿no? —me dijo en una sonrisa que parecía sincera.
* Del libro Fútbol de carnaval (Caza de libros, Bogotá).
Óscar Perdomo Gamboa
[Ibagué, Colombia] Estudió Periodismo y es magister en literatura colombiana y latinoamericana. Ganó el premio Jorge Isaacs con la novela Hacia la Auora, en 1998. En 2008, publicó Ella, mi Sueño y el Mar, colección de cuentos románticos dedicados a una musa imaginaria. Su tercer libro es De cómo perdió sus vidas el gato es una novela para niños sobre un gato que debe visitar a las nueve musas para alcanzar la sabiduría. En 2011, con el poeta Hernando Urriago Benítez publicó, Escrito en la grama, una antología de cuentos colombianos sobre fútbol. Su polémica novela MD™ es una parodia sobre una fábrica surrealista donde se crea de todo. En 2014, escribió Fútbol de carnaval, un libro de relatos cortos sobre futbolistas brasileños. En 2015, publicó Allá en la Guajira Arriba una novela histórica sobre el héroe independentista colombiano José Prudencio Padilla. Otros libros: Lecturas sobre la Afrocolombianidad, Afrografías, representaciones gráficas y caricaturescas de los afrodescendientes y Mil caricaturas afro en la historia de Colombia. También ha escrito diversos artículos, algunos de humor, para periódicos locales, revistas y páginas web, entre ellas La Palabra, publicación cultural de la Universidad del Valle. Actualmente es profesor de lenguas y literatura en Cali, Colombia.