Ibiza, una periferia de postal | Reinhard Huaman Mori
De facto, toda isla es una periferia. Sin importar su tamaño o ubicación, siempre estará abandonada a su suerte, cercada por el mar, sin cobijo alguno, en la soledad más absoluta. En total libertad…

En tal sentido, no solo quien ha nacido en una isla, sino sobre todo aquel que ha decidido asentarse en una de ellas entiende y adopta el aislamiento como una manera de vivir y de situarse en el mundo. Sea innata o adoptada, esta “renuncia a un centro o a un núcleo” es la seña de identidad de cualquier isleño, la cual suele pasar inadvertida a primera impresión; empero, es una marca definitoria, como en ocasiones puede ser un nombre inusual o un particular rasgo físico. Por alguna extraña vía hay quien ve una isla con los mismos ojos con los que ciertos insectos perciben la luz eléctrica. Para ambos, la tracción y la atracción hacia ellas son inevitables. Quien fija su residencia en un pequeño y desprendido trozo de tierra se asemeja a la polilla que asienta sus patas sobre una bombilla ardiente: solo una fina capa de cristal le impide acabar siendo devorada por la descarga que la deslumbra. Como el amor, el apego a una isla es siempre irracional.

Eivissa, mejor conocida en español como Ibiza, es tal vez una de las islas que más epítetos reúne al mencionar su nombre. Es una de las periferias muy bien ponderadas por su celeste y paradisíaca topografía. Su fama es tal que llega a albergar a cientos de miles de turistas durante los meses más tórridos del año. Ya lo anticipó muy bien el poeta británico Laurie Lee en 1975: “por primera vez en su historia Ibiza ha sido invadida no por las armas, sino por el dinero”. De ahí que existan dos Eivissas: una más cosmopolita y orgiástica, donde se festeja el lujo, el exceso, el desenfado, la lujuria y el libertinaje. Las playas y las discotecas son sus espacios representativos y el elitismo aflora y se esparce como especie invasora.

En tanto, su otra cara muestra lo contrario, mucho más íntima y flemática, costumbrista. Silvestre y recatada. Su encanto proviene de la naturaleza, su tradición y el silencio. Esta es la Ibiza que atrajo a Tristan Tzara, Emil C. Cioran, Albert Camus, Jacques Prévert, María Teresa León, Rafael Alberti, Vicente Blasco Ibáñez, Janine Pommy Vega, Josep Pla, Raymond Queneau, Rodolfo Hinostroza, Cees Noteboom, Raoul Hausmann, Man Ray, Erwin Bechtold, Santiago Rusiñol, Nora Albert, Gisèle Freund, Nico (aunque sin The Velvet Underground). En su artículo de 1934, “Ibiza, isla de la antigüedad mediterránea”, Walter Benjamin —otro ilustre residente— afirmaba que vivir aquí era como viajar muy atrás en el tiempo, ya que ese mistérico halo primigenio aún se conservaba inalterado en la geografía rural ibicenca. ¿Pudo esta experiencia única e irrepetible haber sido el germen del concepto de “aura” de Benjamin?

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En lo personal, prefiero la Eivissa invernal, desierta, sin aglomeraciones de autos por las carreteras ni enjambres de personas, cuya huella es superficial e irrelevante. Es justo aquí, en el campo y no en la ciudad, en la periferia de la periferia, donde las utopías y las epifanías se muestran para quien en verdad las busca. En los extramuros del bullicio y del gentío, la isla se despereza y se estira como un animal que despierta. Entonces, recién advertimos sus colores ocultos, aquella tierra roja que cuando llueve se vuelve ocre, arcillosa y nos deleita con su aroma a sal y algarrobo: el petricor inconfundible de Ibiza. Nos volvemos minúsculos en la sencillez de su morfología: mar y arena en sus bordes; bosques en su interior. Esta armonía entre paisaje interior y exterior se ve muy bien retratada en los versos del ibicenco Vicente Valero. Su poesía irradia esa serenidad y sosiego provenientes del corazón verde de la isla, un prístino eco que solo la naturaleza y el oleaje se obstinan en seguir repitiendo.

Ahora bien, la historia de Eivissa no tiene mucho que ver con la presente. Su pobre economía y su mermada demografía a través de los siglos tuvieron en contra su estratégica ubicación, convirtiéndose en blanco perfecto de piratas, corsarios y saqueadores, quienes desde aquí perpetraban y planificaban el asedio a las otras islas del Mediterráneo. Hoy nos parecería inverosímil, pero Ibiza no siempre fue la postal turística que todos conocemos, sino un pozo de violencia y miseria que duró hasta hace no mucho. La llegada de los primeros hippies a finales de 1960 e inicios de 1970 y la muerte del dictador Francisco Franco permitieron el cambio y su renacimiento. Su transmutación. Desde entonces ha ido dejando atrás aquella imagen de enclave estratégico para convertirse en el costoso paraíso que es ahora, plagado de hoteles, restaurantes y discotecas. Atrás quedaron aquellos paisajes que tanto deslumbraron a Marià Villangómez, si acaso su poeta más importante, quien elogiaría en Els dies (1950) la amplitud del azul ibicenco: “Tota aquesta oberta bellesa, / la veig tan en present!”.

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Las consecuencias de este modelo socioeconómico no solo se advierten en la destrucción de espacios naturales o en la depredación de su flora y fauna, sino en la manera en que la mayoría de sus habitantes encaran y organizan su vida. El verano es sinónimo de trabajo, esfuerzo y sacrificios; mientras que el invierno es el momento de escapar del ajetreo turístico y del agobio laboral. Es la temporada de la familia frente a la chimenea, del regreso a la calma, pero, sobre todo, es cuando los ibicencos —oriundos y adoptivos— salimos de viaje. Es el tiempo idóneo para descubrir el mundo, ideal para desconectar y reencontrarnos con nosotros mismos. Hoy en día los eivissencs son más cosmopolitas que sus antepasados. El viaje es una actividad tan cotidiana como lo es, por ejemplo, ir a desayunar a un bar o salir de compras.

Si en una gran ciudad uno se desplaza en taxi, metro, autobús o vehículo propio, en una pequeña isla como Eivissa un barco o un avión son los medios de transporte básicos y cotidianos. Más incluso que un bus o un taxi. Lo que hay que tener en cuenta, sin importar cuán lejano sea el lugar o su duración, es que un ibicenco siempre regresa. O para hacer aún más preciso y certero el refrán: “un ibicenco no se va jamás”. El lazo afectivo y emocional es imposible de romper una vez formado. El tiempo no hace más que fortalecerlo. Únicamente nos vamos del todo cuando cabeza, cuerpo y corazón deciden por unanimidad abandonar un lugar. No conozco a ningún ibicenco que lo haya hecho. Y no creo que sea solo por amor a su tierra, sino más bien por devoción y necesidad de su mar.

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Ciertamente, una isla puede permitirse el lujo de darle la espalda a un continente, pero nunca al mar. Es este el que la concibe y la define. En el caso de Eivissa, esta unión es indivisible. Irreversible. Inmanente…

*Fotografías de Reinhard Huaman Mori



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Reinhard Huaman Mori
[Lima, 1979] Ha publicado los poemarios el Árbol (2007) y fragmentos de Fuego* (2010), así como la plaquette de poesía Ella (12 secuencias) Isabel Archer (2015) y el fotopoema Ámsterdam. Una fotografía (2022). Sus poemas sueltos y dispersos aparecidos previamente en revistas, diarios y antologías han sido reunidos y publicados en el volumen titulado E·C·O·S (2019, 2022).