En una lectura temprana de Las edades de Lulú, de Almudena Grandes, quedé impresionada por el personaje de María Luisa, Marisa o Lulú, protagonista de la novela[1]. En aquella época, mis primeros años universitarios, establecí una particular relación con ella, a medio camino entre la admiración y la repulsa: admiración por las fronteras —especialmente sexuales— que traspasaba; repulsa por lo que entreví como una involución en el personaje a medida que avanzaba el libro, con quien acabé por no sentirme identificada. Hoy, con la muerte de la autora fresca todavía en los periódicos, decidí revisar mis conclusiones juveniles.
La lectura ambigua de la novela es generalizada. La condensa con precisión Ana Corbalán cuando señala que Lulú no logra reafirmar su independencia como mujer; y, al mismo tiempo, sin embargo, se la representa ejerciendo «una ruptura con los modelos tradicionalmente aceptados del comportamiento de la mujer en sociedad»[2], en especial en el plano erótico. Rompe todos los esquemas mentales previos la constatación de que Lulú asume un rol ante la sexualidad que, de normal, está reservada al hombre, haciendo propio el discurso pornográfico, al tiempo que lo hace siempre bajo el control de un hombre. Juliet Lynd y Carmen Moreno lo ilustran con la imagen de un lector empujado en dos direcciones contrarias: por un parte, hacia la seguridad que ofrece el molde estructural de la novela de amor, en la que Lulú se debate entre el rol clásico y la innovación; y, por la otra, hacia el rechazo por la violenta sumisión que protagoniza[3]. La afirmación de Corbalán de que nos hallamos frente a «un texto polémico, inquietante y perturbador»[4] se ajusta perfectamente a la experiencia lectora.
Tal vez podría buscarse el origen de esta ambigüedad en el plano histórico. El contexto social es de sobras conocido: apareció publicada en 1989, en un Madrid que vive los últimos coletazos de La Movida, saliendo de la rebeldía de la joven España posfranquista y que poco a poco se está dando cuenta de que tal vez no es tan liberal como creía ser. Se trata de una ambigüedad histórica que enmarca la del personaje literario.
Pero reducirlo a eso significa simplificar la complejidad del personaje —y de la novela, en general—. No es solo una cuestión social. Guillermo Laín lo sentencia en un artículo en el que, con la excusa de analizar la construcción del Bildungsroman o narrativa de formación que vive la protagonista, se atreve a ir más allá de la cuestión ideológica de género que subyace bajo la mayoría de los análisis de Las edades de Lulú y que han limitado su interpretación[5]. En este sentido, habla de una ambigüedad moral consciente por parte de la autora, que se traduce en otra literaria en la narración. En términos de Lynd y Moreno, se trata, además, de una ambigüedad discursiva, que complica la adscripción neta a un género literario específico.
Sea como fuere, esta dualidad —esta existencia en el espacio de los grises de Las edades de Lulú— explica que ni la misma crítica se ponga de acuerdo en su valoración de la novela, a caballo entre quienes la consideran un alegato feminista de extraordinario valor para la época y quienes creen que es un ejemplo más del imperio del heteropatriarcado masculino en las letras contemporáneas.
Apoyándome en la constatación de la existencia de esta ambigüedad narrativa, considero que un análisis detenido de los símbolos literarios que la autora utiliza a lo largo de su narración puede ayudar a explicar las opiniones opuestas que suscita. No es mi afán embarcarme en posicionamientos ideológicos, como hacen buena parte de los especialistas que hablan de Almudena Grandes; tan solo arrojar un poco más de luz dejando hablar al mismo texto, aquel que, a veces por variados y excesivos intereses personales de los críticos, acaba quedando en los márgenes en lugar de centrar toda la atención filológica.
Los símbolos suponen el intento de enlazar el mundo de los sentimientos y elementos mentales abstractos con imágenes de la realidad objetiva, de modo que, al mencionarse determinada imagen, debe aparecer en la mente del receptor un hilo que una ambos universos. En el caso de Las edades de Lulú, los símbolos metafóricos utilizados son no solo un modo de acercar ideas invisibles a los sentidos, como decía Montserrat Escartín en su Diccionario de símbolos literarios[6], sino de definir indirectamente los personajes de la novela sin la necesidad de ser explícito. En este sentido, la autora ha llevado a cabo un gran trabajo con Lulú.
Dos son los principales símbolos que se mueven a lo largo de Las edades de Lulú; interactúan, complementándose hasta el final. Se trata de dos imágenes harto sencillas, pero que explican la novela de tal modo que los restantes símbolos, metáforas, acciones, y, en general, la trama misma, se supeditan a ambos irremisiblemente. Estoy hablando de las imágenes del cordero y del perro.
Lulú es, como ella misma se describe, «un corderito blanco con un lazo rosa alrededor del cuello» (pág. 30 o, de forma similar, en la pág. 42, pues se trata de una idea recurrente)[7]. Desde el estreno de su relación con Pablo se siente identificada con dicho animal. El cordero, ya en los comienzos de nuestra civilización —y, especialmente, entre los judíos— ha sido el símbolo de la víctima sacrificada para la obtención del perdón gracias a la inocencia que se le atribuye. El hecho de haberse erigido como tal en numerosas religiones se debe a su carácter inocente, manso, puro. Tales atributos, a tenor de las palabras de Lulú, se ven acentuados por el añadido lazo rosado de niña pequeña, con reminiscencias a inocentes cabellos infantiles recogidos en coletas por enormes cintas color pastel; recuerdo de cosas tiernas y dulces, de bebés. Lulú se encuentra, estando con Pablo, en el primer día en que mantuvieron relaciones, cubierta de lana de borrego y seda rosada. Se intuye que esta infantilización se alarga desde antes, cuando, siendo niña, su hermano Marcelo y él se cuidaban de ella en ausencia de los padres.
El otro leitmotiv, la imagen del perro, está muy relacionada con la primera del cordero; y, al final de la novela, acaban fusionándose ambas en la figura de la protagonista, en un movimiento circular[8]. El perro, símbolo de la fidelidad, que aparece desde siempre a los pies de su amo, se convirtió en un animal impuro con la llegada del cristianismo[9]. Seguramente por ello se aplica a la novela: el perro aparece en relación a los sodomizados, a aquellos que son siempre dominados, controlados, en cuclillas al lado de su dueño y señor: «Indefenso, encogido como un perro abandonado, un animalillo suplicante, tembloroso, dispuesto a agradar a cualquier precio» (pág. 9), es la descripción que se hace de aquel que va a ser sodomizado por su pareja al inicio del primer capítulo.
Lulú, séptima hija de un matrimonio de nueve, nunca se sintió querida por su madre. Tal vez debido a su fortaleza y a su carácter independiente siendo niña, como se señala en la novela —o porque, al fin y al cabo, había ocho más—, lo cierto es que tuvo a su hermano mayor Marcelo como padre y madre. Podría ser esta una explicación factible al amor que desarrolló hacia Pablo, el mejor amigo de Marcelo: un amor que raya la obsesión en ciertos momentos y que, desde el día que se fueron juntos a un concierto y mantuvieron sus primeras relaciones sexuales, parece convertirse en una droga poderosa de la que depende incluso para respirar. Como ella misma indica tras haber hecho el amor, «intuía por primera vez que aquello acabaría pesando sobre mí como una maldición, que aquello, todo aquello, no era más que el prólogo de una eterna, ininterrumpida ceremonia de posesión» (pág. 60). Es lógico que las especialistas Juliet Lynd y Carmen Moreno hayan visto en la novela de Almudena Grandes un ejemplo del género de la novela rosa, en la que aparecen todos los ingredientes clásicos[10].
Lulú ama a Pablo con un sentimiento de inferioridad que ocupa todo su ser: la autora destaca con maestría términos como ‘enorme’ o ‘grande’ en numerosas ocasiones y siempre en relación a Pablo; por ejemplo, cuando afirma, en boca de Lulú, que «le encontraba hermoso, demasiado hermoso, demasiado grande y sabio para mí» (pág. 62 y, de forma similar, pág. 107). Las inseguridades de Lulú se subrayan constantemente, empezando ya en la adolescencia, por su aspecto y por la vestimenta heredada de sus hermanas mayores[11]; y es una inferioridad que se produce tanto en el aspecto físico como en el psíquico, pues repite palabras vinculadas al campo semántico de la humillación y de la sumisión, que aluden al juego sexual de dominación en una pareja.
Este juego de dominación —siempre muy patente en sus relaciones amorosas— se pone de relieve con las fantasías que tienen uno y otra: Lulú es la hija, la niña mala de Pablo, su hijita más querida, su amante. Fantasías en las que se entremezclan la inocencia y el desenfreno orgiástico. Ella depende de él de tal modo que todo gira en torno a la figura amoroso-paternal, y ambos son conscientes de ello. Según Trinidad Gil, es una fantasía que transciende la mera imaginación y se escenifica como parte del juego erótico que comparten[12].
Lo ilustra el diálogo tras la vuelta de Pablo, procedente de EEUU, adonde se había marchado poco después de iniciar su relación y de donde no había vuelto en varios años. Lulú decide disfrazarse y darle una sorpresa vistiéndose con el viejo uniforme del colegio, con las medias caídas que llevaba en aquel entonces —y que la enclavan definitivamente en la infancia, cuando ella en realidad es una joven universitaria—, con resultados muy fructíferos: en cuanto Pablo la reconoce allí, sentada en primera fila, la conferencia que él debía dar resulta un completo desastre. Pronto se marchan a su casa y ella le cuenta un supuesto sueño que encubre una de sus fantasías eróticas. Explicándolo pretende demostrar hasta qué punto ha cambiado desde que se alejaron, cómo se ha convertido en una mujer experimentada, dejando —supuestamente— a la niña pura de lazo rosa. Sin embargo, el sueño-fantasía partía de una relación filial pederasta: él, un padre y ella, su hija. Pablo se adelanta a sus palabras y adivina en qué consiste su secreto. De este diálogo, el lector presupone que se trata de una imagen compartida por la pareja. Lulú es mayor, pero no deja de ser una niña.
En este contexto, Lulú no puede crecer: él no la deja crecer. Por ello, eterniza el momento de la infancia vistiendo el uniforme del colegio; comprando un camisoncillo de bebé de talla adulta; recordando el juego de ‘aserrín-aserrán, los maderos de San Juan’ en el que él la sube y baja mientras ella le hace el amor; y, en general, recreándose en todo un mundo ficticio de incestos que se confunde con la realidad.
El sentimiento de inferioridad de Lulú respecto a su marido es gigantesco y ocupa buena parte de su vida. Solo existe un instante, breve y efímero, en que ella siente que tiene el poder, pero que nunca más se repitió. De tan increíble, Lulú lo llegó a considerar un espejismo. Se trata de la escena en la que Lulú, en plena felación, siente que el coche en el que se encuentra la pareja se pone en marcha y circula por La Castellana, y por ello detiene el acto de golpe. Eso irrita a Pablo. «De repente me di cuenta que ya no parecía un adulto. Había perdido todo su aplomo para convertirse en un adolescente contrariado, enfurruñado. Su plan había fallado». Eso provoca en Lulú una reacción única: «por primera vez en mi vida, primera y última vez en mi vida con él, sentí que era una mujer, una mujer mayor» (pág. 38). Pero el espejismo se disipó rápido y Pablo volvió a ser adulto, y nunca más falló su plan; y, por tanto, nunca dejó de mantenerse como un ser superior, dominador[13].
La absorbe de tal modo que llegará el momento en que ella escapará. Lulú necesita salir de esa relación obsesiva, provocada por la falta de atención en su niñez. Hasta el momento parecía que solo Pablo podría devolverle una infancia feliz: «Pablo regresó y su magnanimidad me devolvió a los placeres perdidos, a aquella infancia que me había sido tan brusca e injustamente arrebatada» (pág. 208) tras el nacimiento de los gemelos, el octavo y el noveno hijo. Pero pronto eso no fue suficiente y sentía que necesitaba crecer, madurar, hacerse adulta, algo que no podía junto a él: «Me sentía como si todos mis movimientos, desde que saltaba de la cama cada mañana hasta que me zambullía nuevamente por la noche, hubieran sido previamente concebidos por él». Eso, según afirma, la superaba: «Su seguridad me abrumaba». En consecuencia:
me convencí de que jamás crecería mientras siguiera a su lado, y cumpliría treinta y cinco, y luego cuarenta, y luego cuarenta y cinco, y luego cincuenta, cincuenta y cinco, y hasta sesenta y seis, la edad de mi madre, y no habría llegado a crecer nunca, sería una niña eternamente, pero no una hermosa niña de doce años, […] sino un pobre monstruo de sesenta y seis años, sumido en la maldición de una infancia infinita.
La autocompasión es una droga dura.
Por eso me fui.
Pero nunca había podido olvidar que antes, por lo menos, era feliz.
(pág. 227-228)
Lulú se marcha y deja a su marido, a su amo y dominador, al pastor que le coloca el lazo rosa entorno al cuello del cordero de ojos felices, que la lleva más allá de la raya para devolverla salva —aunque no sana—. Decide seguir el camino de la madurez.
El problema es que el lazo se ha hecho ya demasiado resistente para ser quitado. Pablo mismo, en uno de sus encuentros posteriores a la separación, se lo señala: «Tú no, Lulú, no has crecido nunca, ni crecerás en tu vida, maldita seas, tú no has dejado de jugar jamás, y sigues jugando ahora, juegas a ser adulta, solamente estás haciendo unos extraños deberes que te has impuesto a ti misma, no entiendo por qué, has dejado de ser una niña brillante para convertirte en una mujer vulgar, no comprendo por qué, no lo he comprendido todavía […], pero has fracasado porque no has entendido nada, tú no has crecido, Lulú, tú no» (pág. 189). Como indica Trinidad Gil en su tesis, Lulú no puede tener existencia al margen de Pablo: Almudena Grandes lo impide. La razón es que no tiene identidad previa a la aparición de Pablo en su vida; y, por tanto, habiéndose convertido en alguien a partir de reflejar al otro, sin este otro, no hay quién ser[14].
Con todo, el proceso no es tan sencillo: es un camino cuajado de hitos que el lector ve, pero que Lulú no sabe leer correctamente, por lo que se pierde una y otra vez, antes de darse por vencida. Para empezar, uno de los primeros cambios se va a producir en su perspectiva vital, que va a evolucionar de humillada a humilladora: siendo dominada necesita a la vez dominar de algún modo, sentirse superior. Así aparece la figura del perro, del hombre sodomizado bajo el cuerpo del sodomita controlador. Lulú disfruta viendo a alguien en la posición que ella solía ocupar, la inferior. De ahí que, sin quererlo —pero buscándolo en el fondo—, acabe colocándose a sí misma en el lugar de la observadora, participando en orgías entre sodomitas (que es lo que ella prefiere y no llamarlos gays), pagando por el placer de poder sentirse en control, lo que le proporcionaba: «Seguridad. El derecho a decir cómo, cuándo, dónde, cuánto y con quién. Estar al otro lado de la calle, en la acera de los fuertes. El espejismo de mi madurez» (pág. 197)[15].
Pero pronto la necesidad salvaje de poder y de fortaleza que este tipo de escenas le otorga empieza a convertirse en un vicio; pronto en una droga igual que lo fue Pablo; y, poco más tarde, en una obsesión peor que la que sentía hacia él. Necesita de ello, paga por ello. Paga por seguir al otro lado con el fin de olvidar momentáneamente que el lazo está ahí todavía, tirando del cordero. Y se ve reflejada, en el fondo, en los perros a los que mira y toca mientras son sodomizados a los pies de su amo. Son sus favoritos: Lester, como los bautiza, «nombre de colegial británico, bello adolescente martirizado por la perversa vara de un maestro enjuto, levita raída y miembro miserable […]. Retrato del sodomita perfecto, Lester, que ya en la edad adulta sintió nostalgia de los ritos de la niñez y buscó un nuevo maestro, un hombre rubio, más fuerte que él, para que le enseñara cómo se hacen las cosas» (pág. 16). Pero el hombre rubio se convierte en Pablo, «su pelo se volvió negro, dentro de mi cabeza, salpicado de canas blancas y tiesas, se echó unos cuantos años más encima, de repente, y ahora tenía un nombre, pero yo no me atrevía a pronunciarlo, ni siquiera me atrevía a pensar en ‘él’» (págs. 17-18). De nuevo, el dominante es Pablo, a quien pretende dejar junto con su infancia eterna, mientras se hunde cada vez más en el lodazal del vicio de poder, sobrepasando la raya o límite. Ella misma es consciente que debía haber dejado todo tiempo atrás, pero no puede, es demasiado difícil y demasiado subyugante. No sabe volver de la raya sola.
No únicamente se siente reflejada ella en los ojos de los perros y, a la vez, disfruta de la posición de amo, sino que Almudena Grandes llega a establecer un paralelismo claro entre la relación que mantiene Lulú con su marido y la relación que existe entre una pareja de gays, en la que el dominado se llama, irónicamente, Pablito. Es él quien sufre, al que le obligan y hacen incluso llorar; y su chulo, Jimmy, «un macarra repugnante» (pág. 173), moreno y fuerte, descrito de manera similar a su marido Pablo. Esa es la primera orgía que Lulú observa, y paga por el placer. Placer seguramente multiplicado por las coincidencias que doblan la imagen de su marido: por una parte, Pablo sufriendo, encarnado en la figura de Pablito; y, al mismo tiempo, Pablo gozando, personificado en el cuerpo de Jimmy.
Pero los sodomizados no solo son perros: en ciertos momentos, ella los ve ya no humillados, sino como niños pequeños, inocentes y dulces. Igual que era ella para Pablo. Los describe así, «como animales, deliciosos, brutales, sinceros, violentos, esclavos de una piel ansiosa, caprichosos como niños pequeños, incapaces de aguantarse las ganas de nada» (pág. 178). Y se refiere a ellos diciendo: «pobrecitos, mis niños pequeñitos […], pobrecitos, qué suerte habéis tenido, queridos, queridos míos» (pág. 237), con una ternura que encaja muy bien con la que demuestra Pablo hacia ella después de alguna noche de desenfreno brutal, en que cruzan el límite del más allá; y, sobre todo, tras la orgía final que casi acaba con su vida: recordemos que la despierta tocándole la nariz y llevándole porras recién hechas a la cama, que le provocan a ella «una sonrisa nuevamente inocente» (pág. 260).
Así pues, Lulú deja de ser una oveja para embarcarse junto a los perros. Habiendo dejado de ser la niña mimada, dominada por la tutela de su padre-amante, envilecida por la madurez que busca, no puede evitar sentir la necesidad de volver a Pablo y caer a sus pies a un mero gesto o palabra suya: «Esperé cualquier señal, cualquier indicio, para arrojarme a sus pies, pero no dijo nada más, me dio la espalda y se dirigió al cuarto de estar» (pág. 190). A lo largo de los últimos capítulos, se funden, en la persona de Lulú, los dos símbolos principales de la novela, el cordero y el perro, a pesar de su intento —fracasado— de huida. La humillación final se produce cuando es repudiada por Pablo.
En la escena que llevará a dicho rechazo, Lulú se mira en el espejo, instrumento de autocontemplación y autoanálisis: al examinarse uno objetivamente en el reflejo puede juzgarse a sí mismo, pues se cree que la imagen que se ve reflejada y el modelo real están unidos en una correspondencia que es incluso mágica. También se ha considerado el espejo, según Hans Biedermann, como el símbolo de la lujuria, la voluptuosidad (aparece nombrado en las manos de las fatales sirenas) y, sorprendentemente, de la Virgen María, porque Dios se reflejó en ella y se reprodujo sin herir ni alterar el espejo mismo[16]. En este caso, pueden aplicarse ambas relaciones que, a priori, pudieran parece contradictorias: la lujuria de la Lulú madura; la pureza de la niña de Pablo.
En ese espejo del alma y de la verdad, Lulú vio «el rostro de una mujer de mediana edad, vieja, labios tensos enmarcados por un rictus familiar, pero distinto, dos finas arrugas que expresaban conocimiento y edad, una mezcla compleja, la antítesis de la risa fácil, incontrolada, que solía trastocar en una mueca la sonrisa de aquella extravagante golfa inocente que fui una vez». A pesar de no ser un reflejo intrínsecamente negativo, su reacción a la imagen sí lo es: «No me gustaba. El balance era nefasto, nefasto» (pág. 228).
Una vez se ha mirado en el espejo, se ha visto madura y adulta —vieja—, y no se ha gustado, ha observado su vida en ese momento en que está sola y la degradación la consume, decide volver con Pablo: «La hija pródiga vuelve a casa, se tira en el suelo como una perra, reconoce públicamente sus faltas e implora el perdón del padre, a quien sabe compasivo y magnánimo» (pág. 230). Pero esta vez él no se comporta ni magnánima ni compasivamente y con un «es demasiado tarde, Lulú. Esta vez no cuela» (pág. 231), Pablo rechaza de forma humillante a aquella que se había colado en su piso en la oscuridad, se había desnudado y vestido con su camisa para ser perdonada, para volver a la niñez y olvidar a la mujer mayor del espejo.
Sus palabras la ahogan de tal modo, la convierten en un ser tan bajo, que la sacan del piso corriendo y la conducen a las garras de un último juego de dominación en el que le habían ofrecido participar. Necesita sentirse poderosa una vez más y olvidar lo baja, lo cordera, lo perra que es. Y así tiene lugar una prolongación de la pesadilla humillante que se inicia al entrar en el piso de Pablo: el juego orgiástico no es el de siempre, se convierte en una sesión de sadomasoquismo con ella colgada de una cadena en la pared por un «rígido collar de perro» (pág. 249).
Mientras sufre la tortura física del castigo sádico —aunque no debido a él— se convierte definitivamente en el perro, en el cordero de lazo rosa, en la niña de uniforme, apaleada, arañada, desangrada.
Llega entonces el desenlace del castigo mental: siente la subida del corazón cuando todo el cuerpo le falla al ver llegar a su amo cruzar la puerta justo antes de que la marquen con un hierro al rojo vivo. Se alegra al sentir cómo Pablo la saca de la pesadilla a la que la madurez la había conducido. A sus pies se recoge, volviendo de la raya que había superado y de la que no habría podido volver sin la ayuda de su marido, igual que siempre. Y vuelve a base de bofetadas en el rostro, tantas que «me rompían en pedazos, que deshacían el maleficio, desfigurando el rostro de aquella mujer vieja, ajena, que me había sorprendido apenas unas horas desde el otro lado del espejo, regenerando mi piel, que volvía a nacer, suave y tersa, con cada bofetada». Se refleja ahora en el espejo de la imagen de esa niña de quince años que se miraba en el taller-atelier de la madre de Pablo antes de su primera relación sexual, virgen y pura, una niña buena que se había portado mal. Por ello, recibe el castigo que merecía en cada bofetada que Pablo le da hasta que con «los ojos todavía húmedos, me apartó un instante de sí para mirarme, recorrió mi cuerpo con sus ojos, y me abrazó, sus brazos me apretaron fuerte» (págs. 254-255). Y todo vuelve a su lugar.
Todo era tan seguro en ese momento que decide no pensar en las extrañas coincidencias que se han producido y que los han llevado a esa situación, sospechosamente casual. Demasiado casual para no ser uno de los montajes de Pablo, uno de sus planes —de dominación— que tampoco falla:
luchaba con desesperación contra la demoledora sospecha que creía a pasos agigantados dentro de mi aturdida cabeza, adquiriendo las proporciones de las certezas odiosas, las verdades sucias, las cosas ciertas que no se quieren creer, luchaba contra ella, trataba de encontrar una explicación distinta, tranquilizadora, a los vertiginosos acontecimientos de aquella noche […]. Luchaba contra aquella certeza disfrazada de sospecha y no encontraba alternativa alguna, no existían alternativas, él había estado allí, moviendo los hilos a distancia, pero aquello era demasiado duro, insoportablemente duro para las escasas fuerzas de una niña pequeña, soy una niña pequeña, concluí, y mañana pensaré en todo esto, mañana, esta noche no, mañana todo estará mucho más claro (pág. 257).
A la mañana siguiente todo amaneció más claro: Lulú, en la cama sola, vestida con el camisoncito de bebé que había comprado hacía tanto y que creía desaparecido, símbolo primero de la eternidad de su infancia; las eternas porras para desayunar que le traía Pablo; y, sobre todo, su ternura para compensar algún acto nuevo brutal que le hubiera provocado dolor a su niña. Igual que aquella primera vez en el taller de su madre, se ocupa de ella como siempre. Es la eterna imagen de Lulú, cordero de lazo rosa y uniforme, tan cordero, tan a sus pies… Tan feliz.
En términos muy acertados de Guillermo Laín, seguramente estamos delante de una novela de desaprendizaje[17]; y la involución provocará el rechazo final en buena parte de los lectores. A mí entre ellos, en mi lectura juvenil y en la madura: Lulú será el ejemplo y el no-ejemplo. Vivirá en la ambigüedad.
NOTAS
[1] Interesante el estudio de Trinidad Gil sobre el nombre que usa Almudena Grandes para este personaje central de la novela. Véase su tesis En busca de una identidad propia: los espejos de Lulú y Malena (de Almudena Grandes). Dualidades, transgresión y testimonio, págs. 147-152.
[2] A. Corbalán, “Contradicciones inherentes a ‘Las edades de Lulú’: Entre la transgresión y la represión”, pág. 59.
[3] J. Lynd y C. Moreno, “La encrucijada de caminos de Las edades de Lulú: ¿Feminismo, pornografía, novela rosa?”, pág. 27.
[4] A. Corbalán, “Contradicciones inherentes a ‘Las edades de Lulú’: Entre la transgresión y la represión”, pág. 60.
[5] G. Laín, “Revisión crítica de Las edades de Lulú, de Almudena Grandes: Para una nueva interpretación como Bildungsroman”, págs. 134-138, donde pone en duda, con argumentos interesantes, que los análisis de género sean los más adecuados para acercarse a esta novela de Almudena Grandes.
[6] M. Escartín Gual, Diccionario de símbolos literarios, pág. 9.
[7] Utilizo el texto de la primera edición de 1989 dado que es la que ha usado el grueso de la bibliografía crítica aquí mencionada y porque las diferencias entre esta primera y la revisada por la autora en el año 2004 no son realmente notables.
[8] Sobre circularidades y paralelismos en la novela, véase el apartado 2.3 del artículo de G. Laín, “Revisión crítica de Las edades de Lulú, de Almudena Grandes: Para una nueva interpretación como Bildungsroman”, págs. 148-154, especialmente para este círculo en particular que liga el comienzo y el final de la narración págs. 153-154. La intuición de Laín Corona se confirma con el análisis que aquí ofrezco a partir del doble símbolo del perro y el cordero.
[9] M. Escartín Gual, Diccionario de símbolos literarios, pág. 240, s.v. PERRO.
[10] A lo largo de su artículo, las autoras revisan algunos como la diferencia de edad entre los enamorados, el ideal de perfección femenina y el héroe masculino, el primer encuentro movido por la fuerza del destino, la irracionalidad del amor que los une, la estructura narrativa basada en idilio-conflicto-idilio… Es cierto que reconocen la ruptura que se ejerce en algunos aspectos, pero las innovaciones nunca hacen que estos desaparezcan: solo los cargan de nuevas posibilidades.
[11] Lo pone de relieve T. Gil, En busca de una identidad propia: los espejos de Lulú y Malena (de Almudena Grandes). Dualidades, transgresión y testimonio, pág. 156.
[12] T. Gil, En busca de una identidad propia: los espejos de Lulú y Malena (de Almudena Grandes). Dualidades, transgresión y testimonio, págs. 220-232.
[13] La interpretación de Trinidad Gil de esta escena, que tilda de anecdótica, es que «pone sobre la mesa las verdaderas necesidades de Lulú respecto a lo que Pablo le ofrece. Y es que aunque en un principio a Lulú le pueda parecer agradable que éste [sic] la trate de tú a tú, pronto descubrirá que un Pablo sin aplomo no le sirve para nada en la búsqueda de sí misma»; y afirma que «sólo [sic] la figura del hombre-padre que la guía y la conduce, que le enseña y le muestra por donde debe ir, será válida para su objetivo en la medida en que permitirá recrearse en la etapa de niña de la que no ha gozado por el trato recibido por parte de su familia», En busca de una identidad propia: los espejos de Lulú y Malena (de Almudena Grandes). Dualidades, transgresión y testimonio, págs. 223-224.
[14] T. Gil, En busca de una identidad propia: los espejos de Lulú y Malena (de Almudena Grandes). Dualidades, transgresión y testimonio, págs. 200-201; y también págs. 223-224.
[15] La supresión de los puntos y aparte es mía, para facilitar la lectura de la cita.
[16] H. Biedermann, Diccionario de símbolos, págs. 178-178, s.v. ESPEJO.
[17] G. Laín Corona dedica todo un apartado a esta cuestión en su artículo “Revisión crítica de Las edades de Lulú, de Almudena Grandes: Para una nueva interpretación como Bildungsroman”, págs. 154-161.
BIBLIOGRAFÍA
Biedermann, H., Diccionario de símbolos, Ediciones Paidós, Barcelona, 1996.
Corbalán, A., “Contradicciones inherentes a ‘Las edades de Lulú’: Entre la transgresión y la represión”, en Letras Femeninas, invierno 2006, vol. 32, nº 2, págs. 57-80.
Escartín Gual, M., Diccionario de símbolos literarios, PPU, Barcelona, 1996.
Gil Ferrandis, T., En busca de una identidad propia: los espejos de Lulú y Malena (de Almudena Grandes). Dualidades, transgresión y testimonio (tesis), UNED, [s.l.], 2010.
Grandes, A., Las edades de Lulú, Tusquets Editores, Barcelona, 19996 (colección ‘Fábula’).
Laín Corona, G., “Revisión crítica de Las edades de Lulú, de Almudena Grandes: Para una nueva interpretación como Bildungsroman”, en Castilla. Estudios de Literatura, nº 10, 2019, págs. 126-170.
Lynd, J. – Moreno Nuño, C., “La encrucijada de caminos de Las edades de Lulú: ¿Feminismo, pornografía, novela rosa?”, en España Contemporánea. Revista de Literatura y Cultura, tom. 15, nº 1, 2002, págs. 7-30.
María Elena Roig Torres
[Madrid, 1979] Licenciada en Filología Hispánica por la Universitat de Barcelona, especializada en Literatura Románica Medieval y doctora versada en lírica occitana de corte trovadoresco. En la actualidad es docente de Lengua Castellana y Literatura en Educación Secundaria en el IES Sant Agustí (Ibiza) y profesora adjunta de la Universitat de les Illes Balears, donde procura continuar con su vocación de investigadora en el ámbito de los textos medievales, pero también en otros como la pedagogía y la didáctica. Lo compagina con marido, hijos, huerto y jardín. El orden de estos elementos no indica prioridad: es aleatorio y se altera según las circunstancias. El resto del tiempo —en caso de haberlo— se dedica a idear nuevas maneras de continuar ocupada.