Visiones de Johanna | Mireya Hernández

 

Al colgar el teléfono he pensado en el hombre que vino a mi casa con un maletín lleno de revistas de arte. Era la primera vez que intentaba vender algo y tartamudeaba. Recuerdo que el sudor le caía por la frente y tenía los pies enroscados en las patas de la silla porque le temblaban las piernas.  

 

Hace un momento he pasado por donde volcó el camión de los cerdos. La carretera está vacía, no como aquella tarde, que todo eran coches y animales muertos. Eso fue unos días antes o unos días después de que vinieran Ana y Fran. Estábamos haciéndonos fotos con las frutas de la barra cuando apareció el de Lampedusa y empezó a disculparse. El aliento le apestaba a alcohol. «Ellos no tienen nada que ver, soy yo, que soy un paranoico», me decía con los ojos inyectados en sangre. Unas horas antes me habían pedido que hiciera otra prueba porque la primera no había valido, y al entrar en el bar me los encontré tomándose unas caipirinhas. Luego ellos se fueron y nosotros nos quedamos con nuestros cócteles y nuestro asombro.  

 

El día de la prueba, Ana me mandó las fotos con las frutas y me reí. En la secuencia, Fran parecía sacarse los ojos y comérselos. Las mandarinas simbolizaban su alta médica y el plátano simbolizaba al italiano, un hombre lleno de culpa con los ojos saltones dentro de unas gafas diminutas. Llevaba una hora en la tienda cuando entró con una petaca en la mano y me dio un bollo relleno de chocolate. También me ofreció un trago de whisky, pero lo rechacé. Después sacamos una alfombra y la limpiamos a patadas en la calle. Estuve más de cuatro horas, hice todo lo que me pidieron y muchas cosas que no me pidieron. Esa misma noche me escribieron para decirme que no me habían cogido.  

 

Al día siguiente recibí un mail de California en el que me citaban para una entrevista en San Quintín. Me ofrecían un puesto de funcionaria y me mandaban cuatro documentos oficiales que debía rellenar. Tenía que llevar una foto de carnet y vestimenta adecuada; nada de vaqueros ni ropa azul o naranja, decía Jessica. Te lo conté y te reíste, y luego tú me contaste que naciste con la cabeza como un pepino y cada vez que iban invitados a tu casa, tu madre decía: «Ponedle el gorrito al niño; rápido, el gorrito».  

 

Hace mucho frío en el coche, pero no quiero encender la calefacción para no quedarme dormida. Por eso hablo también. Para no dormirme y que tú tampoco te duermas. Al menos esto es más cómodo que el tren que me llevó de La Quiaca a Uyuni. El trayecto duraba ocho horas y yo viajaba en un vagón de tercera, rodeada de bolivianos que comían pollo directamente de unas bolsas de plástico. No pegué ojo en todo el camino y cuando por fin llegamos a Uyuni tenía un agujero en el estómago. Tumbada en la cama de la pensión me acordé de que en la Alemania nazi un oficial italiano se quejó de que tenía hambre y su superior le pegó un bofetón. «¡En la Alemania de Hitler nadie pasa hambre! A lo sumo podrá usted decir que tiene apetito».  

 

Creo que esa noche soñé con el banquete de una boda rumana en el que solo se bebía vodka. Después de una misa ortodoxa en una iglesia en penumbra, nos llevaban a un bar de barrio decorado con serpentinas y empezaban a servir comida casera. Luego traían en un carrito una tarta gigante y le cantaban una canción a los novios mientras les daban sobres con dinero y chupitos. Me levanté pensando en la gitana que había conocido en Sevilla, que se casó con 16 años sin conocer a su marido, y en su hija, que ahora tiene 18 y es peluquera en Inglaterra. O Isla Terra, como dice ella.  

 

Me pregunto si seguirán despiertos los caballos que vimos el sábado en el encinar, bajo un cielo negro tachonado de estrellas.  

 

Ya se ven algunas luces a lo lejos, debo de estar llegando a la ciudad. En la radio suena una canción de Dylan. Me gustaría que fuera "Visions of Johanna" y que ahora Bob dijera: «El fantasma de la electricidad aúlla en los huesos de su rostro», porque sería una señal de que estás bien. Como cuando la Esperanza cruza el puente iluminado y pasa entre los cirios sin quemarse, tan digna ella y tan dorada. ¿Dónde venden los milagros, virgencita de Triana? ¿Dónde puedo encender una vela como aquella que encendí en una capilla de Huelva mientras una tormenta se tragaba el mundo?  

 

Hoy he visto a un enano entrando por el portón de un edificio y me he acordado de cuando jugaste al billar con una enana y su amiga policía. Al salir había un tipo negro completamente borracho que gritaba: «Me gusta el alcohol, me gusta el tabaco, me gustan las drogas, me gusta la cocaína, me gustan los porros, me gusta el caballo, me gusta la heroína, me gusta el ácido». O quizá fuera otro día, ya no recuerdo. Lo que sí recuerdo es que por esas fechas vi La ley de la calle y no era capaz de quitarme de la cabeza la escena en la que Tom Waits habla del paso del tiempo. Me aseguraste que me quedaban muchos más de 35 veranos y me hablaste de un científico que resucitaba perros y de lo que André Breton consideraba el acto definitivo del surrealismo: salir a la calle armado con un revólver y disparar al azar contra los transeúntes sin reparar en las consecuencias. Pero yo no podría matar a nadie. Soy como aquel pariente lejano que se rompió todos los dientes para que le dejaran volver de la guerra.  

 

Ahora me gustaría ser uno de esos vencejos que duermen en el aire, y que el coche me llevara como los lleva a ellos el viento. Pero ya queda poco, estoy llegando al desvío. No sé si te conté la historia del príncipe georgiano, ni lo de las escopetas envueltas en plástico de burbujas que había en el desván de mi antigua casa. Lo de los patos en el congelador estoy segura de que te lo dije nada más enterarme.  

 

Acabo de ver la señal del cementerio. El barrio de los callaítos, lo llamaba aquel niño de Itálica. Tú harías un chiste sobre eso si estuvieras conduciendo.  

 

Cuando aparque en el hospital voy a subir a tu habitación y te voy a pedir que me expliques cómo se construyen los puentes sobre el mar.    

 

 

*Relato inédito

 


Mireya Hernández

Mireya Hernández
[España] Escritora y periodista cultural. Ha trabajado muchos años como traductora, lectora editorial y profesora de español e inglés. En 2015 publicó Meteoro en Caballo de Troya y en 2021 Modos de caer en Newcastle.