Una isla como lienzo | Renato Steinmeyer

Street Art, o arte callejero —como siempre queramos llamarlo— es, más que la ubicación de arte en la vía urbana, la capacidad personal de percibir una expresión creativa en espacios públicos abiertos. Y no solamente desde nuestro punto de vista, sino también permitir que una creación artística pueda llegar a percibirse y ser valorada con mesura y aprecio, entendamos o no la dirección y el objetivo del mensaje.

 

No hay contacto más directo entre la creatividad artística y el propio ser humano, que cualquier espacio de libre acceso y acogedor de objetos creados. A diferencia de un museo, una galería o, sin ir más lejos, el hall de un banco, el arte expuesto en la calle nos acompaña a diario y en muchas ocasiones no somos ni conscientes de ello. Pasamos por delante, por debajo e incluso por encima, sin ser precisamente conscientes de que este objeto, funcional o no, ha pasado por un proceso creativo muy personal y el objetivo inicial no se limita a llenar espacio, albergar algo, ser útil o simplemente adornar una plaza, sino que este objeto pretende sobre todo despertar emociones, hasta el punto de querer interactuar con el usuario, espectador o admirador, provocando de una manera más o menos sutil una reacción.

 

Esa libertad de expresión, esa manera de comunicarse con el ser humano, la encontramos en la arquitectura, en la pintura y en la escultura —en homenaje a tantos libros de texto que pretenden abrir puertas a sus lectores, pero que en el fondo no logran nada mejor que encasillar estereotipos obsoletos e incapaces de animar a la interpretación y comprensión de los mensajes que se nos presentan—. Y saltándonos números, en concreto el cuatro, el cinco y el seis, el séptimo arte ha tardado, pero ha logrado ser reconocido como tal.

 

Ibiza al ser una isla, y en este caso más bien pequeña, el arte libre de espacios goza de unas ventajas que un espacio urbano más bien limita. Aquí no solo se prestan fachadas, sino que ese lienzo se extiende por todo el territorio insular, lo que significa que el envoltorio natural presenta todas las particularidades escénicas, típicas de una diversidad tan apreciada. Accesible pues, sin necesidad de recorrer infinidad de kilómetros para descubrir una creatividad insular pero abierta al mundo.

 

Volviendo a la arquitectura, ¿nos hemos fijado alguna vez en la casa de molduras y barandas coloradas, ubicada al lado de la pastelería Bonanza? ¿O hemos observado alguna vez conscientemente la fachada de la que fue en su día la Comandancia Militar de Ibiza? ¿Recordamos el jardín que antecedía al Hospital Insular donde ahora se levanta el Consell? ¿O cuando los Hippies improvisaban sus puestos de venta en el Rastrillo? O volviendo a la actualidad, ¿sabríamos emplazar el letrero pintado de El Corsario en sus fachadas actuales? Y hablando de pintura, intentemos recordar ese gato lila que vigilaba sigilosamente el acceso a Vila[1], cercano a Junco y Mimbre, antes de que se demoliera el almacén, y con él, el gato…

 

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Y hablemos de escultura, ¿quién recuerda ese elefante que se encontraba frente al colegio público por excelencia de Ibiza, Sa Graduada y que recientemente cedió su ubicación a los nuevos juzgados? —que en realidad no era más que un columpio, pero si hubiese persistido en el tiempo, ahora mismo formaría parte del patrimonio histórico. ¿Quién ha visto ese duende, o lo que fuera, con orejas largas, que corona una gárgola entre la Plaça de Vila y Sa Carrossa, en el caso antiguo de Ibiza? ¿O el amonites, que se hallaba en una acera del puerto y fue reubicado durante su reforma?  

 

Pero no es necesario rebuscar tanto, el arte nos rodea, evoca y provoca, pero generalmente propone. Como por ejemplo el logo del MACE, el Museo de Arte Contemporáneo de Eivissa, que tras la última reforma y gracias a su geometría, el vértice originalmente cenital se desplazó hacia el horizonte direccionando la entrada. ¿Puede un triángulo aparentemente equilátero indicar algún sentido, y más aún cuando se trata de un espacio artístico y contemporáneo? Si nos fijamos en la composición, apreciamos que sí es posible. En este caso la propia estructura de su geometría triangular, aunque equilátera, marca rumbo. Tal vez un descubrimiento que debería poner en valor esa intención inicial de su creador y no vulnerar expresiones, violentando una creatividad ajena a nosotros.

 

Alejándonos de las artes prototipo, para marcar de alguna forma una denominación originaria, es interesante abarcar el horizonte en toda su amplitud e ir más allá de lo que vemos. Ahora, en época invernal y dueños aún de estas tierras que generalmente suelen acoger multitudes turísticas procedentes de los más diversos rincones, deslicemos desde las arenas aún libres, por ejemplo, de la playa Talamanca. Nuestra mirada hacia ese horizonte enmarcado por Es Cap Martinet y s‘Illa Plana, entornos geográficos cercanos ubicados al noreste de la capital ibicenca. Imaginemos Tagomago y Formentera. Imaginemos Mallorca y Dènia. Sigamos a ese avión a punto de aterrizar en el aeropuerto de Es Codolar. Observemos al correo con rumbo peninsular… Y ya no veamos, ahora simplemente imaginemos, divaguemos por el espacio, busquemos en la memoria. Y el gato de la avenida Santa Eulalia, una obra que protagonizaba durante años la entrada de Ibiza procedente de ésta Vila de antaño, nos muestra las payesas de la carretera de Santa Gertrudis, Vía Púnica, el túnel de Puig den Valls, el campo de fútbol de Can Cantó, de la carretera de Sant Josep… Dicen incluso que hay alguna payesa ibicenca en algún paraje asiático. O el simpático mono de la carretera E-20, en Port des Torrent, que vemos a la llegada a Sant Josep viniendo desde Sant Agustí…

 

Ese arte, emplazado habitualmente en superficies abandonadas, ¿merece número? La cuchilla matancera, sobredimensionada y ubicada en las cercanías de una conocida discoteca, es una réplica preciosa de un instrumento artesanal y letal a la vez, que se utilizaba en una sociedad autosuficiente para el sacrificio del porcino y posibilitar la elaboración de deliciosos manjares. Una tradición cultural y gastronómica que ha pasado de asegurar la subsistencia isleña a convertirse en delikatessen ¿no tendría que estar en un museo, en lugar de proliferar la publicidad de un restaurante?  

 

Todas las expresiones que gracias al Bloop Festival adornan las fachadas menos agraciadas, convirtiéndolas en escaparates perfectos, ¿no deberían formar parte de un patrimonio catalogado? Suerte que aquí no hay metro, porque más de un vagón no debería ser tratado con disolventes.  

 

¿Cuándo una “pintada” es arte, y cuándo no? Buena pregunta, y preguntas nos hemos hecho muchas. Empero, para evitar tener que afrontar respuestas incomodas cambiemos mejor de tema y reflexionamos sobre los grafitis, dejando de lado las firmas. Pero aparece otra duda. Un grafiti que no es firma, ¿es grafiti o es mural? Cierto es que cada vez que topamos con esos elementos conocidos en nuestro ir y venir diario, sea una farola, un duende o un pavimento reventado por la fuerza de un árbol, o incluso ese gato de nuestra memoria —¿o era un puma?— generalmente no evocan sensaciones en nuestro interior, simplemente está y nos acompaña el rato que pasamos, toma presencia, apenas perceptible y sigue ahí, inerte hasta que alguien se percata de su presencia. Pero ahí está. Y esos murales que con sus formas y sus colores alumbran nuestra rutina diaria, alegran, queramos o no, instantes que sin duda en algún momento capacitan nuestra memoria, recomendando recuerdos —y nunca mejor dicho— inolvidables.

 

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Y cuando no son, o no están, o dejaron de existir y cobran importancia en el recuerdo, que de alguna manera obliga al presente a ser solidario, solidario con la existencia de lo que fue, aparece en la consciencia el agrado o desagrado de ese pasado vulnerado. Y así, hablando de forma y de color, recuerdo una experiencia vivida en una ciudad partida, partida por un muro, apenas siete años antes de que cayera. Berlín. Fue mi primera visita a la que en aquel momento no era capital. En un lado no, pero en el otro sí. Un lado albergaba luz y color y todo aquello que se conocía como fruto de una sociedad alegre y libre. Bueno, la libertad... la verdad es que tenía trabas. Mientras se comparaba con la vida del otro lado del muro, parecía que sí era libertad; pero si se determinaba que esa “libertad” estaba encasillada en una isla perfectamente aislada, aparecían dudas de si era o no. Y el otro lado albergaba gris y gris. Calles vacías y apagadas. Y cuando eran transitadas era gris y triste. Las fachadas eran tristes. Los autos aparcados, descoloridos. Formas, modelos había pocos. Era casi uniformado y triste. Gris. Y luego el muro, colorido en un lado y gris en el otro. Libro abierto en una parte y mudo y triste en la otra. Qué contraste, qué tristeza…  

 

Imaginemos en aquella época las imágenes captadas por un dron. La supuesta captación de imágenes. Dejamos las últimas casas, abandonadas y desiertas ante un campo hostil y solitario, interrumpiendo esta soledad únicamente alguna patrulla pedestre, uniformada y vigilante. ¡Que no escape nadie! Y todo ello en medio de una urbe vibrante, llena de futuro. Al otro lado de este muro, mejor dicho: y el otro lado de este muro exponente de una muestra pictórica formidable, avanzando en el tiempo y con él. Mensajes y más mensajes cubren esta otra cara de la historia de una ciudad. Mensajes sólo visibles en un lado, pero dedicados al otro. Es un ejemplo más de comunicación interhumana fallida. Pero aún así es un documento importante, tanto para quien vivía el momento, como para quien solamente pudo experimentar lo sucedido a través del recuerdo.

 

Cambiemos de tema y hablemos de firmas. Hay firmas que son verdaderas obras de arte. Hay otras que son resultado de la prisa, la insistencia y no se sabe bien si el vicio o la pugna entre semejantes, es la razón por la cual a veces se multiplican los glifos, en un barrio, en la ciudad entera, o la isla en nuestro caso. Da la sensación de que cuantas más, mejor. Obviamente, si la firma se convierte en arte, como, por ejemplo el mono o la payesa, adaptando la grafía al espacio ocupado, la figura adquiere un significado personalizado. Regresemos a Ibiza… allí, el caso del mono no aumenta el mensaje y el artista se mece en un minimalismo que lo caracteriza y simplemente acaba formando parte del paisaje, invitando al espectador a apreciar diferentes gestos, siempre dependientes del lugar del emplazamiento. En cuanto a la payesa, llama la atención la que apareció en un registro de alcantarilla ubicado entre la carretera de Sant Miquel y el carril bici que la acompaña. Durante largo tiempo esta pintura adornaba amablemente un elemento industrial feo en un espacio que pretende ser natural como por ejemplo un carril bici. Cierto es que únicamente se aprecia desde la vía vehicular automotriz, pero gracias, porque su sonrisa es agradable y el aspecto, también en este caso, minimalista como el mono. Pero la payesa ya no está sola. Ahora tiene compañía. Y en otros emplazamientos que ocupa nuestra payesa, sale del mensaje minimalista y lanza mensajes divertidos sin pretender ser nada más que una figura sencilla, que con sus gestos alegra y guiña el ojo a quien la descubre.

 

El arte callejero no solamente se puede referir al grafiti, sino también a un arte más pausado y exento por ende de la violenta usurpación temporal. Y nunca mejor dicho, al ser un arte rápido a veces por necesidad y otras por técnica, permite ensamblar la rapidez con el talento y la técnica, tal como subrayó Keith Haring en la exposición que protagonizó en la nave de Ses Salines, en el luminoso pueblo Sant Jordi, ante la pregunta de los periodistas, sobre cuánto había tardado en pintar todas las obras presentadas. Este arte pausado y callejero, como decíamos, se refiere a las obras de arte que elaboran artistas directamente sobre el pavimento urbano de las zonas peatonales. En ocasiones con pastel, en otras con otros medios. Y la unión está en la temporalidad. Y realmente la pena que soporta, al ser nada menos que la crónica de una muerte anunciada. La obra acaba siendo pasto de la lluvia el viento, las pisadas o directamente de los equipos de limpieza urbanos. ¿Cuánto amor al arte se requiere para dedicar tiempo y más tiempo a una temporalidad anunciada? Ese arte urbano, imposible de conservar y cuidar, no solo se limita a las artes visuales. Incluyamos a esta rama, el espectáculo que ofrecen en escena artistas callejeros. Aquí la fotografía y la filmación son las responsables de documentar hechos que desaparecerán. Los malabares realizados en semáforos, aceras de paso y otros escenarios improvisados, son artes que sobre todo persisten en nuestro recuerdo, independientemente de si fueron documentados y archivados o no.

 

Aparte de todas las tecnologías existentes, adquiere más valor este recuerdo tan personal que conserva nuestra memoria. No solo el acto en sí, sino también las circunstancias que enmarcaron el evento cobran importancia y subrayan en cualquier caso la experiencia vivida. Qué ocurre con este violín que suena al paso de la gente, captando la atención del público. No es grabado ni encorsetado, sino que simplemente suena, y en ocasiones ni se ve. Sólo se escucha, se percibe. Eso sí, envuelto en un entorno, una escena particular, que rige sobre nuestros conocimientos, previamente adquiridos. Ahuyenta la perfección y adquiere sin duda una voluntad imperfecta pero vital.

 

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Y aquí cobra importancia la Lebenskunst, o el arte de vivir. Saber darle ese sentido a la vida que deseamos pero no siempre descubrimos. Lograr de forma exhaustiva la alegría que nos proporciona la creatividad. Esa admiración hacia hechos que pensamos que somos incapaces de realizar. Pero sí de disfrutar. Así como de descubrir ese anhelo artístico y creativo que todos llevamos dentro. Por ende, ser conscientes de nuestra capacidad y reconocer que no merma ni con los años y que más bien prolifera a medida que avanza el tiempo y con él nuestra experiencia.

 

En cuanto al arte de vivir y la premisa tópica “no entiendo de arte”, podemos tirar por la borda esa afirmación tan usual. ¿Cómo vamos afirmar que no entendemos el arte, cuando esto significaría que no entendemos la vida? Nadie, o pocos, habrán dicho alguna vez que no entienden de música, cuando seguro que la escuchan y acuden a conciertos o, sin ir más lejos y paseando por la peatonal, interrumpen la rutina cotidiana y dedican, aunque sean instantes, su atención a este artista urbano que comparte su creatividad con quien se siente atraído. Cierto, hay hartas cosas, situaciones y momentos en la vida que no requieren ser entendidas, sino que el mero hecho del sentir, capacita abrir puertas, que si hubiesen quedado cerradas, esa vida habría perdido la ilusión por la belleza, el valor por la habilidad de crear, conocer-reconocer y habría acabado, por fin, siendo menos atractiva.

 

Obvio pues, y nunca mejor encajado: el arte no hay que entenderlo y no es necesario formularlo matemáticamente para descubrir algún mensaje, sino que hemos solo de ser valientes y saber corresponder nuestros sentimientos, siendo capaces de sentir esos mensajes visuales o audibles en toda su esencia. En tal sentido el arte callejero en todas sus formas y perenne o no viene a ser la herramienta catalizadora más fiable en la intercomunicación humana. Ejemplo: un buen día acerco el comentario a un amigo que delante la cancillería alemana se ubica la "Berlin" de Chillida, simbolizando el recuerdo de la reunificación de este país, durante muchos años partido y repartido. La respuesta fue clara, la fuerza de la obra de Chillida no podía, según este amigo, tener mejor emplazamiento. Y aquí pueden abrirse debates de, si en realidad, forma y material debían ser símbolos de un país, que en algún momento fue causante de precisamente otra obra de arte como es el "Guernica", cuándo podría ser que "Berlin" no es más que una evolución del "Peine del Viento", acariciado por los aires y al paso del tiempo, para ayudar al recuerdo y no olvidar la crueldad humana.

 

Gracias al arte callejero, el arte se muestra más cercano que nunca, y sobre todo en una isla que en su día fue descubierta por artistas, que huían de las grandes urbes, para acabar disfrutando la alternativa insular ibicenca, por encima de todo aquello que la hizo famosa, las fiestas, el glamur de sus visitantes, famosos o no, pero es necesario ser conscientes de ello y sentir cada paso que damos a lo largo de la vida, que estamos rodeados de mensajes que precisamente aligeran el arte de vivir. Y que la memoria no olvide ese gato, que en sus días adornaba una de las avenidas entrantes a Vila y procedente de la Villa del Río, porque no todo está en la red y hasta ahora no fui capaz localizar esta imagen que aún, por fortuna, yace en mi recuerdo.

 

 

*Fotografías de Renato Steinmeyer

 


Nota

 

[1] El centro de Ibiza es conocido localmente como Vila.

 


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Renato Steinmeyer

[Alemania] Vive actualmente en Ibiza donde combina su trabajo de reportero con la pintura. Desde 1993 ha realizado varias exposiciones individuales y ha participado en diferentes colectivas a nivel local e internacional. Entre 1999 y el 2000 realizó el programa Inspiració Illenca en la Televisió d’Eivissa i Formentera, dedicado a artistas visuales residentes en Ibiza. Entre 2017 y 2018 publicó el espacio dominical "Hablemos de arte" en el Periódico de Ibiza y Formentera.