La literatura latinoamericana o La Mancha del siglo XXI | Félix Terrones

Uno de los géneros literarios más utilizados por los escritores en América Latina es el ensayo. El carácter híbrido del ensayo, su vocación de promover el debate de manera especulativa antes que doctrinaria, junto con la necesidad de conciliar tonos y perspectivas han permitido a diversas generaciones reflexionar acerca de las identidades nacionales y latinoamericanas. A diferencia de otras latitudes —pienso en los autores ingleses y en franceses—, en estas tierras el ensayo generalmente ha servido para interrogarse acerca de qué significa ser mexicano, peruano, cubano y demás, así como las especificidades propias a una sociedad. Desde luego, los ejemplos emblemáticos son Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana y El laberinto de la soledad, pero también están Lima la horrible, El pecado original de América, Los rituales del caos, entre tantos otros. De una manera u otra, todos los autores abordan el caso de la literatura escrita en estas latitudes. ¿Cuáles serían sus señas de identidad que la caracterizarían frente a otras tradiciones literarias?

A comienzos del siglo XXI la reflexión acerca de la literatura latinoamericana adquirió un matiz singular. La historia es más o menos conocida, pero me animo a resumirla. Un buen día, algunos autores mexicanos y chilenos se despertaron convertidos en horrendos escritores latinoamericanos de exportación. Si querían publicar —por lo tanto, existir entre los lectores—, debían escribir acerca de mujeres voladoras, colitas de cerdo, ejércitos de hormigas y toda clase de portentos. Entonces, sin concierto previo, decidieron escribir manifiestos en los que, palabras más, palabras menos, declararon la guerra al realismo mágico que los habría encerrado en modelos y formas interesantes para los lectores extranjeros (siempre ávidos de exotismo), pero que no representaban ningún riesgo ni originalidad. Por otro lado, el modelo latinoamericano de Cien años de soledad había consagrado algo así como un latinoamericanismo transnacional que viciaba la realidad cotidiana. En El insomnio de Bolívar, el mexicano Jorge Volpi se pregunta acerca de qué demonios podría reunir a un chileno con un hondureño o a un argentino con un portorriqueño, por ejemplo, cuando en verdad cualquiera de éstos se encuentra más cerca de un estadounidense. Ya se sabe, en aquel entonces, el fast food, internet, la música pop y MTV reunían a todos los jóvenes del mundo. Por eso, lo mejor sería escribir a partir de las realidades nacionales, donde los supermercados y los aeropuertos fueran los espacios privilegiados, en ciudades características, pero al mismo tiempo anónimas, espacios de circulación, donde los individuos no se encuentran aquejados de melancolía, sino que eran depresivos. Señoras y señores, habían nacido McOndo y el crack.

Al margen de si esos escritores tuvieron razón o no, es innegable que un cuarto de siglo después sus ideas siguen hasta cierto punto vigentes, aunque no en sentido que ellos habrían esperado. Me temo que quien lee ahora Cien años de soledad se encuentra con una novela mucho más compleja, rica e incluso joven que cualquiera novela de Fuguet, Fresán, Bayly o el mismo Volpi. Muchas de las novelas publicadas a comienzos de milenio, bajo el membrete de ficciones revolucionarias, han envejecido mal, manifiestan incontinencia urinaria, tienen el colesterol alto, hasta les salió papada. Lo que queda vigente no es tanto las ficciones que publicaron como ese malestar que expresaron en sus manifiestos, crónicas, entrevistas y ensayos. Todos esos escritores atacaron lo que consideraban era una literatura de laboratorio, pero al hacerlo con tanta insistencia contribuyeron a asentarla aún más. En la actualidad, la discusión acerca de lo nacional y lo latinoamericano en literatura está lejos de haber sido zanjada. Antes bien, muchos autores siguen reflexionando con respecto de ambos términos, la manera en que se imbrican, polemizan sin dejar de reclamarse mutuamente.

De manera particular pienso en el colombiano Juan Gabriel Vásquez (1973). Publicado y traducido en múltiples idiomas, se trata de un ejemplo transnacional de lo que representaría ser un escritor latinoamericano en la actualidad. Sus novelas, reconocidas por diversos premios internacionales, interrogan la historia colombiana del siglo XIX y XX desde una forma y temáticas en la que se reconocen la influencia de autores globales como Javier Marías, Philip Roth y Joseph Conrad. En cuanto a su trabajo ensayístico, éste argumenta a favor de algo que a falta de otro término denominaré “internacional latinoamericana”. En otras palabras, asentándose en una tradición de corte nacional, apunta a reforzar la existencia de una literatura latinoamericana en abierto contacto y mezcla con otros horizontes. Quizá como ningún autor de su generación, Juan Gabriel Vásquez articula unas ideas que replantean el vínculo con el canon a la vez que abren las fronteras literarias en un mundo cada vez más globalizado. Lo que le interesaría es promover una literatura enriquecida con referentes propios y ajenos, dispuesta a ser contaminada con elementos foráneos, sean estos estilísticos, temáticos e incluso lingüísticos.

La obra ensayística de Juan Gabriel Vásquez se concentra en dos libros: El arte de la distorsión (y otros ensayos) (2009) y Viajes con un mapa en blanco (2018). Ambos fueron publicados con poco menos de una década de distancia, pese a la cual plantean reflexiones recurrentes e ideas que complejizan de un ensayo a otro. En El arte de la distorsión el colombiano reflexiona acerca del ejercicio de la lectura, los alcances de ésta para el individuo y la sociedad, así como el valor que poseería en un mundo como el actual. Con este objetivo sus ensayos están dedicados a la literatura de autores como Philip Roth, W.G Sebald, John Hersey y Joseph Conrad. Cuando se trata de la literatura en lengua española, analiza aspectos de Miguel de Cervantes, Julio Ramón Ribeyro y Gabriel García Márquez. Mediante el recorrido de distintas literaturas y diversos autores, Juan Gabriel Vásquez se representa como un lector que plantea un diálogo con una tradición “universal”, tradición a la cual interroga a la vez que afirma.

Pese a este “universalismo”, Vásquez dedica dos ensayos a su compatriota García Márquez, cuya literatura habría cristalizado en una “cualidad abstracta de lo colombiano”. Esta cualidad exigiría a cualquier autor colombiano recibir como herencia y de manera acrítica el imaginario macondiano. De hecho, después de García Márquez las generaciones posteriores de escritores habrían sido encerradas en una lectura tendenciosa y falaz de Cien años de soledad. Por eso, frente a este vínculo estéril con la tradición nacional, Juan Gabriel Vásquez plantea un ejercicio de relectura. De lo que se trata es de refutar el carácter real maravilloso de Cien años de soledad, novela escrita en México y publicada en 1967 por la editorial argentina Sudamericana. Por eso, Vásquez nos recuerda al culpable del embuste, nada menos que el Alejo Carpentier (1904-1980). El escritor cubano habría formulado en el ensayo De lo real maravilloso americano (1967) lo que sería la cuadrícula de lectura, falsificadora y alienante, para Cien años de soledad:

Carpentier ha utilizado para escribir su tesis [acerca de lo real maravilloso], los ojos de un europeo. […] La retórica de América como un continente mágico, la retórica de sus gentes como depositarias de la magia de las tierras vírgenes, la retórica en suma, del Buen Salvaje: esas inocencias contaminan la noción de lo real maravilloso que propone Carpentier. De hecho, en estas líneas Carpentier, de tanto pensar América Latina, ha dejado de ser latinoamericano para volverse latinoamericanista. (2009:34)

 

Los postulados de Carpentier que subrayan la exaltación frente a la naturaleza latinoamericana no tendrían nada que ver con la manera en que la ficción da forma literaria a un universo singular. Antes bien, manifiestan un marcado eurocentrismo en el autor de Los pasos perdidos quien, en consecuencia, sería incapaz de comprender la realidad latinoamericana sin una retórica enajenante por su talante colonial. De hecho, las ideas del cubano no permitirían leer novelas como Cien años de soledad, sino que refrendarían las expectativas europeas que, desde Humboldt y La Condamine, son asociadas con el Nuevo Mundo: mundo genésico, naturaleza paradisiaca, mezcla de lo mágico con la realidad. Desde los viajeros europeos hasta nuestros días nada habría cambiado, sino que todo se habría empeorado. Ahora no solo los europeos continuarían imponiendo su punto de vista acerca de lo que seríamos los latinoamericanos, sino que incluso los mismos autores se someterían a esos tópicos. Peor aún, plantean lecturas que despojan incluso a las novelas más revolucionarias de toda su impetuosa originalidad. Lo que queda sería una guía turística, un catálogo para el viajero curioso.

Para liberar Cien años de soledad de esa lectura que habría cerrado para siempre la novela a nuevas interpretaciones, Juan Gabriel Vásquez propone leer a García Márquez en función de lo planteado por autores de otras latitudes. Ya no se apoyará en otros latinoamericanos, aquejados de eurocentrismo, sino más bien en dos extranjeros: la escritora de novelas históricas Antonia Byatt y Milan Kundera, autor de El arte de la novela. Por más paradójico que parezca, después de desestimar a un latinoamericano por demasiado eurocéntrico, una inglesa y un checo permitirían entender de mejor modo la literatura de García Márquez. Esto se explica porque Juan Gabriel Vásquez no busca en ellos una concepción de lo latinoamericano sino planteamientos y modos de lectura. Conjugando las reflexiones de los dos acerca de la historia en la ficción, por un lado, y lo que sería característico de la novela, por otro lado, el ensayista llega a la conclusión de que la singularidad de Cien años de soledad no radicaría en lo “real maravilloso”, sino en una potente manera de abordar la historia colombiana y de formularla en una verdad literaria de variado componente metafórico. La tradición basada en una lectura heredada de Carpentier ya no se impondría a los escritores para hacerlos escribir según un modelo alienante. Antes bien, una vez corregidas las malas lecturas, la tradición estimularía a imitar una actitud iconoclasta y rebelde. La misma que, desde luego, inspiró a Gabriel García Márquez.

Los postulados de Juan Gabriel Vásquez no son ninguna novedad en la literatura latinoamericana. Antes bien, son la expresión actual de ideas que el ensayista mexicano Alfonso Reyes plasmó en A vuelta de correo (1932). Así lo formula Reyes en una de las cartas a Héctor Pérez Martínez: “advertí que las literaturas nacionales se enriquecen más con la libre creación que con la creación de pie forzado que pretendiera ajustarlo todo a una previa sofistería teórica”. Declaraciones similares se pueden encontrar, palabras más, palabras menos, en ensayos de Jorge Luis Borges, Pedro Henríquez Ureña y José Carlos Mariátegui. Al coincidir con una línea de pensamiento de carácter latinoamericano, Juan Gabriel Vásquez resalta la necesidad de crearse su propia tradición al margen de localismos que redundarían en una pobre calidad literaria. Además, refuerza esta idea mediante el ejemplo de Salman Rushdie, quien no habría buscado inspiración en la literatura inglesa, sino más allá de sus fronteras, en la lejana expresión latinoamericana. Esto habría ocurrido porque desde un inicio Rushdie se habría dado cuenta de que lo valioso para un escritor es hacerse su propio espacio con inteligencia y sentido crítico. Así, lo formula Juan Gabriel Vásquez: “el proceso de formación de un novelista es una suma de incertidumbres, […] uno debe aferrarse a algún modelo, pero debe tener mucho cuidado del modelo que escoja. La escogencia del modelo inadecuado, como les sucedió a tantos imitadores del realismo mágico, puede ahogar su percepción y anularlos como creadores” (2009:71). Precisamente, Gabriel García Márquez será el ejemplo utilizado a la hora de demostrar qué tan importante es buscar y elegir modelos en función de criterios estrictamente literarios. El maestro de Aracataca resultó siendo más sensato que sus sucesores y herederos, con lo cual en literatura la modernidad no evoluciona ni se complejiza con el tiempo, sino que está íntimamente ligada con un gesto individual, una necesidad de formular un estilo propio.

Para el autor de El ruido de las cosas al caer, García Márquez no habría podido plantear un acercamiento tan original a la historia colombiana de haberse limitado a los modelos nacionales. Por eso, se habría formado como autor gracias a la lectura de modelos pertenecientes a otras tradiciones literarias y lingüísticas, lo cual se manifestaría de forma explícita en sus ficciones. Por ejemplo, Juan Gabriel Vásquez considera La hojarasca (1955) como “novela ultrafaulkneriana”, mientras que El coronel no tiene quien le escriba (1961) sería la “fotocopia caribe” de El viejo y el mar de Hemingway. Desde luego, no se trata de detectar y señalar influencias foráneas en lo local, sino de darles un sentido dentro de una reflexión de carácter literario en un espacio nacional, primero, y, después, latinoamericano. A diferencia de las naciones y sus fronteras, la literatura sería un territorio de límites dilatados sin descanso, donde los autores escogerían con libertad su expresión literaria. “El escritor, decía Borges, crea a sus precursores”, escribe Juan Gabriel Vásquez. Y su lector está tentado de culminar la ecuación: si el escritor crea a sus precursores otro tanto ocurre con su tradición literaria. Lejos de ser cerrada y estar acabada, ésta se encuentra a la espera de que cada nuevo escritor la renueve. No habría mejor homenaje a los precursores que bajarlos de sus pedestales y restituirles la humanidad que la academia miope y los lectores fanáticos les han quitado.

Es necesario añadir que García Márquez, pese a ser el caso más cercano, no es el único en la literatura latinoamericana. En la sección “El escritor latinoamericano y la tradición” de Viajes con un mapa en blanco hay un ensayo titulado “Camus y el boom”. Dicho ensayo está dedicado a la presencia de Albert Camus en las letras latinoamericanas; en particular en la obra de García Márquez, Vargas Llosa y, por más inverosímil que parezca, Juan Carlos Onetti. Así, la presencia (y la influencia) de Albert Camus se detectaría en novelas como La mala hora y El pozo, así como el ensayo La verdad de las mentiras. Los autores colombianos, peruanos, uruguayos, entre otros, se habrían convertido en escritores gracias a la lectura de los norteamericanos y europeos. Faulkner, Hemingway, Camus y tantos otros habrían sido más cercanos, en sus elecciones y riesgos literarios, que sus mismos compatriotas. De esta manera, la literatura no sería consecuencia de la adscripción nacional de los autores, sino de sus voluntades para crear y recrear libremente las tradiciones en función de sus necesidades expresivas. En una última estocada al carácter patrio o territorial de las influencias, a las identidades intrínsecas e intransferibles, Juan Gabriel Vásquez cita al mismo García Márquez: “de alguna manera Faulkner es un escritor del Caribe, de alguna manera es un escritor latinoamericano” (2009:68).

Gabriel García Márquez sería un colombiano que lee a un estadounidense que escribiría como cualquier latinoamericano. Por su parte, Mario Vargas Llosa sería un peruano que se inspira de un francés para plasmar sus ideas acerca de la literatura latinoamericana. Los idas y vueltas estéticos, los flujos temáticos, las circulaciones literarias, no se detendrían ahí. Para enfatizar la idea de una tradición enriquecida por quienes nacieron fuera de sus fronteras, incluso quienes escribieron en otro idioma, Juan Gabriel Vásquez aborda el caso de Joseph Conrad:

Más vale que lo diga de una vez por todas: Nostromo es, con distancia, la mejor novela sobre Latinoamérica jamás escrita fuera de la lengua española. Es más: Nostromo, se me ocurre a veces, es uno de los antecedentes más claros (y menos señalados) del boom latinoamericano. La historia de la república ficticia de Costaguana, de sus guerras y de la célebre revolución por la cual pierde a una de sus provincias, de sus personajes que cubren con elegancia todo el espectro de los comportamientos políticos —desde el idealismo ciego hasta el cinismo redomado, pasando por el heroísmo egoísta—, está mucho más emparentada con La casa verde o con ciertos episodios de Cien años de soledad que los interminables bodrios comprometidos y telúricos de José María Arguedas o Miguel Ángel Asturias. (2009:147-148).

Joseph Conrad, autor nacido en Polonia y de expresión inglesa, quien apenas pasó unos días en el Caribe, sería el artífice de la mejor novela acerca de América Latina escrita por un no hispanohablante. Dicha novela, que recrea la vida social y política en el imaginario país de Costaguana, estaría más emparentada con las ficciones de Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez que las escritas por autores de vocación nacional como José María Arguedas o Miguel Ángel Asturias. Como se deduce en filigrana del argumento, si no es necesario ser norteamericano para leer a Faulkner o Hemingway y aprender de sus ficciones, tampoco es necesario ser colombiano o peruano para escribir acerca de América Latina, contrariamente a lo que muchos aquejados de nacionalismo habían postulado. Cuando se trata de literatura, las pertenecías nacionales, incluso idiomáticas, pasan a un segundo plano. Joseph Conrad, de esta manera, es el caso extremo de una literatura que no conocería de nacionalidades, una literatura que abre un espacio imaginario para el cual Juan Gabriel Vásquez recuerda y plantea un nombre que no deja de enriquecer y complejizar su particular ejercicio de relectura: La Mancha literaria.

De hecho, el caso de Joseph Conrad estaría lejos de ser un accidente o encontrarse aislado. Muchos siglos antes que él, otros navegantes, en su mayoría españoles, portugueses e italianos, habrían dado realidad letrada al territorio americano. En el sintomáticamente ensayo titulado “Todas las manchas la Mancha: España y América Latina en sus relatos” lo plantea de esta manera:

Las crónicas de Indias, como lo sabe todo el que conozca el discurso de García Márquez al recibir el Premio Nobel; pueden muy bien ser el verdadero origen de la literatura latinoamericana. El Nuevo Mundo empezó a ser contado allí, con las cosas fabulosas que decía Colón, y seguirían contándose y por lo tanto naciendo en las memorias de Bernal Díaz de Castillo (que escribía desde Guatemala), en los versos de Juan de Castellanos (que escribía desde Tunja, en Colombia), y luego en la primera novela sin ficción de la lengua: El carnero de Juan Rodríguez Freyle (que escribe desde Bogotá). (2018:81).

Si, en un primer momento, se trataba de releer un clásico —Cien años de soledad— y, en un segundo momento, de relativizar la noción de literatura nacional, ahora no se plantea la relectura de un escritor o un grupo, sino de todo un archivo de documentos —ficticios o no— que deberían entenderse en su justa medida. Puesto que las crónicas de Indias, escritas en su mayoría por europeos como Conrad, serían los primeros documentos de carácter latinoamericano, la literatura latinoamericana, a diferencia de las literaturas nacionales, habría existido desde la misma llegada de los españoles. Con esta pirueta retórica, Juan Gabriel Vásquez propone otra lectura, según la cual lo latinoamericano preexistiría a lo nacional (sea esto peruano, colombiano, mexicano, etc.). Más aún lo latinoamericano se encontraría en estrecha conexión con lo metropolitano, lo ibérico, con quien se compartiría más que una historia, se compartiría una lengua y una literatura. ¿Para qué encerrarnos cada vez más en identidades nacionales cuando desde el inicio nuestra área lingüística e imaginaria nos deparó un espacio inmenso donde cualquier cosa era posible?

En este marco, adquiere particular resonancia el espacio imaginario de La Mancha. La Mancha, lugar de origen de don Quijote, región a través de la cual el personaje cervantino se enfrentó a otros caballeros y criaturas fabulosas, también es el territorio liberado a la imaginación, un afuera que no conocería de orígenes ni determinismos, sino que, más bien, trascendería lo nacional. En este aspecto, Juan Gabriel Vásquez no estaría solo, sino que coincidiría con lo expuesto por otros escritores antes que él, precisamente quienes, siguiendo los planteamientos de Pascale Casanova, habrían conquistado una dimensión internacional. En sus planteamientos reconozco el eco de Mario Vargas Llosa, José Donoso y Octavio Paz. Más adelante en el mismo ensayo mencionado, el colombiano alude, por ejemplo, al mexicano Carlos Fuentes:

Una sociedad sin novelas de verdad, y en particular si esa sociedad habla la lengua que inventó la novela, es una sociedad enferma. Hacia el final de Terra Nostra, probablemente la más cervantina de las novelas latinoamericanas y con certeza el comentario más lúcido (y también más cruel) sobre nuestra relación como pueblos y sus vicios originales, Carlos Fuentes escribe acerca de “la menos realizada, la más abortada, la más latente y anhelante de todas las historias: la de España y la América Española”. Y yo creo que sí, que nuestra historia común está incompleta; y la verdadera historia, si es que eso puede existir, ha sido reemplazada por las varias formas de la malversación y la mentira con que los poderes han sembrado lo que hoy es nuestro presente. (2018:85)

De La Mancha a Terra Nostra, del Viejo Continente al Nuevo Mundo, allí donde los historiadores y críticos habrían buscado los hiatos, las divergencias, los escritores elaborarían incesantemente un sentimiento de comunidad por medio del trabajo en el lenguaje. Dado que el “territorio del escritor es la lengua en que escribe”, como él mismo dice, Juan Gabriel Vásquez puede reivindicar su pertenencia a la literatura colombiana, pero también a la española, sin que esto signifique desnaturalizarse. Por el contrario, supone reivindicar una hibridez cultural y lingüística que lleva a asimilar el legado europeo para recrearlo e interrogarlo, y de esa manera abrirlo a otros horizontes. Dichos horizontes solamente pueden adquirir un valor estético cuando lo que se privilegia es la lengua. Las consecuencias de este planteamiento son formuladas por otro autor latinoamericano, de nacionalidad peruana, pero también italiana y japonesa, quien, igualmente, vive en el exilio extraterritorial.

También influenciado por las ideas del crítico George Steiner, Fernando Iwasaki Cauti (1961) sugiere que la riqueza de una tradición radicaría precisamente en quienes la habría elegido “como lengua literaria”. Del chino Siu Kam Wen (1951) a la rumana Ioana Gruia (1978), pasando por la norteamericana-japonesa-alemana Anna Kazumi Stahl (1962) y el marroquí Mohamed El Gheryb (1969), todos habrían escogido al español como lengua de expresión literaria. Al igual que Joseph Conrad con la lengua inglesa, los autores que prefirieron el español al idioma materno contribuirían a dilatar los límites de nuestra literatura, o lo que Iwasaki denomina “La Mancha extraterritorial”. Sin embargo, lo que los diferenciaría de Joseph Conrad es que al hacerlo llevarían a sus últimas consecuencias las características que Juan Gabriel Vásquez habría detectado para la literatura latinoamericana; es decir, una literatura asentada en la lengua antes que en una adscripción nacional, una literatura entre dos orillas que no desembarca en ninguna, una literatura con una rica tradición a la que contesta sin descanso y de manera creativa, integrando las enseñanzas, los riesgos y las exploraciones formales de otras latitudes.

En una época como la actual, cuando las fronteras se representan como porosas, la literatura latinoamericana —híbrida desde sus orígenes— acogería todo tipo de mezcla de la manera más natural posible. Así, por ejemplo, los cubanos en Florida, los chicanos en Texas, todos aquellos escritores que dan cualidad al spanglish serían el último avatar del escritor latinoamericano caracterizado y asumido por Juan Gabriel Vásquez en sus ensayos. El espacio literario latinoamericano, apoyado en el idioma antes que en la enfermiza necesidad de adscribirse a una tribu, ensancharía sus límites en concordancia con la globalización. No obstante, no lo haría para difuminar o extraviar sus características sino guardando una actitud que lo lleva a interrogar, por medio de la metáfora, las múltiples realidades, los diversos momentos de una historia en crisis permanente. Ese es el verdadero desafío del escritor viajero —sea éste exiliado, migrante, paria o “inquilino”, para retomar la fórmula utilizada por Juan Gabriel Vásquez.

En su artículo "La literatura colombiana: ¿un problema de fronteras?", Camilo Bogoya resalta una aparente paradoja: “Hay una tensión entre la imagen del escritor que todavía está buscando en su obra un correlato de lo nacional, y el escritor que se desprende de dicho compromiso. El escritor puede tener un pie en el mapa del proyecto crítico de la nación, y el otro en el mapa de su geografía personal como novelista”. Dicha tensión en el caso de Juan Gabriel Vásquez se resuelve mediante la relectura de lo nacional desde una perspectiva de carácter internacional. En ese sentido, la imagen que vehicula de Gabriel García Márquez, y de otros autores latinoamericanos, obedece a un doble propósito. Primero se trata despercudirlos de sus condiciones de autores nacionales para resaltar su inserción un espacio más vasto, antes simbólico que real. Al representar ese espacio como La Mancha, se recupera el vínculo con una tradición europea a la vez que se resaltan sus límites porosos, susceptibles de integrar diversas voces.

Ahora bien, las ideas de Juan Gabriel Vásquez no dejan de plantear interrogantes, cuando no suscitar polémica. A partir de los planteamientos de Walter Mignolo en La idea de América Latina, se le podría reprochar el uso acrítico que hace del término “América Latina”. Mignolo asocia la emergencia y el uso del término América Latina (aparecido en Europa durante el siglo XIX) con el reforzamiento de la hegemonía criolla en las nacientes repúblicas. Dicho término habría aglutinado a las élites a la vez que excluido a los sectores desfavorecidos, en particular aborígenes y afrodescendientes. Juan Gabriel Vásquez no solo hace un uso acrítico del término América Latina, sino que parece actualizar sus omisiones, así como también su desinterés en una gran parte de la comunidad, no necesariamente hispanohablante, que quedaría afuera de su mapa, excluida y sin pasaporte del territorio de representaciones.

En cualquier caso, es interesante seguir la manera cómo Vásquez se inserta en la discusión acerca de la literatura denominada latinoamericana. En particular en un contexto como el global cuando la opinión generalizada subraya el derrumbe de las fronteras, la homogeneización de la diferencia. Mediante el ensayo, subrayando su condición de lector, el colombiano interroga lo que significaría ser un autor colombiano y latinoamericano en nuestros días. Una condición en permanente tránsito, susceptible de ser reinventada sin descanso al igual que la misma literatura que contribuye a enriquecer.

*Texto inédito


Félix Terrones2

Félix Terrones

[Lima, 1980] Autor de las novelas El silencio de la memoria (2008, Mundo Ajeno) y Ríos de ceniza (2015, Textual). Además, es autor del libro de novelas cortas A media luz (2003, PUCP), del libro de microrrelatos El viento en tu cara (2014, Nazarí) y del ensayo Un sueño hecho ficción: los prostíbulos en lasnovelas latinoamericanas (2019, Calambur). En coautoría, junto con Luis Hernán Castañeda y Paul Baudry, publicó Cuadernos de Obrajillo (2019, PEISA). Doctor en estudios hispanoamericanos por la Université Bordeaux-Montaigne (Francia) donde se graduó con una tesis dedicada a los prostíbulos en la novela latinoamericana. Editor y antologador de la obra de Sebastián Salazar Bondy para la Biblioteca Ayacucho de Venezuela. También ha preparado la antología de literatura peruana actual publicada por la revista Aurora Boreal (Dinamarca), de distribución europea. Entre otras instituciones, enseñó literatura latinoamericana y traducción en la Ecole normale supérieure de París (Ulm). Colabora con diversos medios europeos y americanos con críticas y artículos; entre otros, la revista española Librújula, la revista mexicana Crítica. Vive en la ciudad de Tours (Francia).