Alguien ha muerto | César Gándara

 

La casa estaba derruida, apestaba. Había basura regada por todas partes, muebles hechos trizas, tuberías rotas y los escusados llenos de mierda. Los árboles frondosos de su infancia se habían convertido en ramas secas, en espinas. La mujer de la arrendadora le dijo que esa propiedad solo podrían venderla como terreno. Plácido firmó los papeles y le entregó las llaves de la casa. Antes de salir pisó un animal muerto que parecía retorcerse entre el hervidero de gusanos.

 

Ya se subía al auto cuando se acercó un vecino a preguntarle por su madre. Plácido le dijo que se encontraba bien, que vivía con ellos en la Ciudad de México.

 

─Qué bueno, porque ya estaba muy mal, la pobre. Nos pedía las sobras de la comida y se las dábamos con mucho gusto, pero nos daba mucha lástima. Usted perdone lo que voy a decirle, pero es que me da coraje que la gente sea tan desgraciada. Un día salió como Dios la trajo al mundo y ahí va la pobre señora por la calle con los pellejos colgando. Se lo digo con todo respeto, pero es que los vecinos le daban por su lado. Le aplaudían, le cantaban "La Macarena" y ella se ponía a bailar...

 

Plácido siempre se había avergonzado de su madre, desde niño. Pero no soportaba que el vecino le saliera con que estaba preocupado por ella, pues en innumerables ocasiones lo vio salir al patio trasero a fumar, en boxers, mientras su esposa dormía. Esperaba a que la madre de Plácido saliera a tender la ropa y recargado en la barda la observaba mientras fumaba su cigarrillo. “Buenas noches, vecina”, le decía, sin pudor alguno por la erección debajo de la fina tela de su ropa interior.

 

Por la ventana del auto entraban llamaradas de aire caliente. Plácido apenas podía sostener el volante. Se detuvo en un expendio de cerveza y compró doce latas. Abrió una. Le dio un trago al líquido y el frío bajó por sus entrañas. La temperatura lo agobiaba. Parecía haber olvidado aquellos calores de su juventud.

 

San Carlos había cambiado muchísimo. Había hoteles nuevos, un paseo con palmeras en los camellones y calles pavimentadas con adoquines color rosa. Plácido pasó frente a un terreno con reja de malla ciclónica y un letrero desvencijado de letras borrosas. Era el vivero donde había trabajado su madre. El sol ya se estaba poniendo. Plácido apuró la cerveza y dio la vuelta al camellón con intenciones de regresar al hotel. No le agradaba lo que veía.

 

A la entrada de Guaymas observó el anuncio pintado sobre un cerro. HOTEL PLAYA DE CORTES →. El sol ya se había puesto. Una llamarada en el cielo iluminaba los restos de la tarde. Dio vuelta a la derecha. Era el mismo camino que había tomado por la mañana, cuando llegó con su familia. Nadia, su hija más pequeña, iba recargada en el pecho de su madre con la cabeza empapada en sudor. Plácido escuchaba el rechinido de las llantas sobre el asfalto. El calor era insoportable. Lupita, su hija mayor, observaba las calles con mucha curiosidad.

 

—¿Aquí vive la abuela? —preguntó.

 

Plácido, desconcertado por la pregunta, le repuso que la abuela se había ido a vivir a los Estados Unidos. Graciela le pidió a la niña que no molestara a su papá porque venía manejando y no se habló más del asunto. Luego las dejó en el hotel y fue a ver lo de la casa.

 

Plácido tiró el bote vacío por la ventana. Por el retrovisor lo vio rodando hasta la cuneta. Sentía los pulmones enardecidos por el aire corrosivo del mar. Abrió otra cerveza, ya sólo quedaban unas cuantas. Unos arcos le dieron la bienvenida a la entrada del hotel. Avanzó por el camino empedrado hasta llegar a una fuente llena de espuma. Bajó del auto y en el pasillo miró las fotos enmarcadas. En una de ellas, el dueño del hotel aparecía con un extranjero y un pez vela de más de dos metros de largo; en otras estaba con José López Portillo, Luis Echeverría, Miguel de la Madrid, Faustino Félix, Yuri, Julio Iglesias, Pedro Vargas, Ray Coniff y un sinnúmero de personalidades que no pudo reconocer. Eran las mismas fotos de su infancia, cuando iba con su madre a comer a los bufetes dominicales y quebraban piñatas.

 

Plácido caminó hacia los búngalos. Pasó por la piscina pero ya no había gente. A los costados del camino, una hilera de sahuaros de más de dos metros de alto lo escoltaban. Las espinas gruesas y filosas parecían apuntar hacia él, como acusándolo de algo. Desde la parte alta se veía la playa. Unas niñas se tiraban clavados en el muelle. Caminó hacia allá.

 

Las olas golpeaban el embarcadero. Plácido se descalzó. Sentía el agua tibia mojándole los pies. Las niñas llegaron a sentarse a su lado.

 

─Buenas noches ─les dijo, y ellas le sonrieron.

 

La mayor no le quitaba la mirada de encima. Traía puesta una ombliguera con los hombros descubiertos. Le contaba a sus amigas que un pretendiente de la escuela no la dejaba en paz. Sus pechos eran grandes para su edad y sus labios carnosos parecían estar hinchados de tanto haber sido comidos a besos. Por encima de ellos, una pelusa fina le entornaba la forma de la boca. Sus ojos negros y brillantes miraban a Plácido. La muchachita sonreía y continuaba contando a sus amigas lo latoso que era el buki que la molestaba. Plácido bebía sentado al filo del muelle. Era muy tarde para que las niñas estuvieran solas en ese lugar. Bajo la luz de la lámpara un pez enorme devoraba a otros más pequeños.

 

Las cervezas se agotaron. Plácido se puso de pie y desanduvo el camino que lo había llevado hacia el muelle. Comenzó a subir las escaleras que daban a los cuartos cuando escuchó risas y agua chapoteando a sus espaldas. Pudo imaginar la ombliguera pegada al cuerpo de la muchachita por el chapuzón.

 

Desde la ventana del baño podía verlas. Su vejiga agradecía el desalojo tibio y oloroso. El cuarto estaba a oscuras. Sentía cómo sus flancos se hinchaban y luego se contraían agitados por la caminata. Sus hijas dormían. Las tapó con una sábana y, tratando de no hacer ruido, enfiló hacia la puerta. Su mujer levantó la cabeza y le preguntó en un susurro a dónde iba.

 

─Al muelle, quiero tomarme unas cervezas.

 

─Acabo de tener un sueño espantoso.

 

Plácido dio la media vuelta y se sentó en la cama.

 

─Cuéntame.

 

─Estaba jugando con las niñas en casa de mi madre, pero no era casa de mi madre, aunque en el sueño yo sabía que era su casa. Lupita saltaba en la cama y Nadia la miraba desde abajo. Yo la cogí para subirla y vi que tenía los pies del mameluco manchados de una tinta viscosa. “De qué te manchaste”, le pregunté y me asomé debajo de la cama. En el piso había una mancha enorme de sangre y me asusté y cogí a las niñas y salimos corriendo de la habitación. “Alguien ha muerto”, pensé, pero no me atreví a averiguar quién era. Gordito, no salgas, por favor. Estoy asustada.

 

─Aquí me quedo.

 

─Es que siento que va a pasar algo.

 

─No va a pasar nada ─dijo Plácido y se acercó a besarle la frente.

 

Graciela levantó su rostro y observó el semblante de su marido. Tenía los ojos húmedos.

 

─¿Qué tienes, gordito?

 

Plácido agachó la cabeza y comenzó a frotarse los ojos.

 

─¿Estás triste por lo de la casa?

 

─Si nos la lleváramos a vivir con nosotros...

 

─No tenemos espacio, gordito, ya lo habíamos hablado.

 

─Con el dinero de la venta podríamos…

 

Nadia comenzó a llorar. Graciela se levantó de la cama y tomó el biberón.

 

─Ssshh, ssshhh, ssshh. Mañana lo discutimos, ¿sí? Ssshh, ssshhh, ssshh.

 

De fuera llegaba el murmullo de las olas, las risas de las muchachitas chapoteando en el muelle. Plácido tenía ganas de salir y beberse otras doce cervezas en el embarcadero, con los pies en el agua y mirar las lucecitas de San Carlos al otro lado de la bahía mientras el sol iba saliendo a sus espaldas. Quería hundir las nalgas en la arena y escuchar el ruido paciente de las olas; como la vez que su madre lo llevó a las dunas y, casi a punto de volver, Plácido le preguntó por su papá. Ella le había dicho que vivía en Estados Unidos.

 

─Cuando sea grande, mami, me voy casar contigo y nunca te voy a dejar sola.

 

Plácido recodaba aquello como si le hubiera sucedido a otra persona. ¿Por qué las cosas tienen que cambiar?, pensó. Se sentía mareado; un vaivén de olas lo arrullaba. Se dejó caer de espaldas en la cama. Cerró los ojos y poco a poco el sueño fue envolviéndolo. No sintió cuando Graciela regresó a la cama.

César Gándara

César Gándara

[Sonora, México] Estudió Letras Españolas en la UANL. Tiene una Maestría en Literatura Comparada en la Universidad de Barcelona. Ha publicado La joroba de la bestia, Sombras del vacío, Rebelión de los fanáticos, Alguien tiene que perder y Es el viento. Es autor de las series Yankee (Netflix), Un extraño enemigo (Amazon), José José, el príncipe de la canción (Telemundo/Netflix) y Hasta que te conocí (BTF Media).