Animales rabiosos | Vania Vargas

El primer macanazo lo tiró al suelo. Lo que siguió fue una serie de gemidos cortos, rechinidos de suelas de hule sobre la cerámica impecable y brillante del centro comercial, el murmullo de la gente que empezaba a acercarse, la estática de los radios de los guardias de seguridad que finalmente habían logrado paralizar al individuo, ahora más desfigurado por la rabia. Lo levantaron entre tres y lo hicieron caminar a empujones. La golpiza no había terminado.

 

Mientras tanto, en medio del alboroto, más de alguno de los curiosos vio cómo se levantaba con dificultad y salía corriendo con torpeza el enorme perro de esponja vestido con los colores de la empresa de bienes raíces. Nadie vio con certeza cómo atravesó el pequeño local directo al baño. Nadie imaginó tampoco, cómo mientras corría, todo se reducía al sonido pesado de su propio aire, a llanto sin ruido, hasta que ya en el bañito empujó la puerta con todo el cuerpo, se arrancó con las manos que no eran manos la sonriente cabeza de esponja y quedó mujer frente al espejo. Sudada, despeinada. Roja de confusión y calor.

 

Tocaron la puerta con insistencia, dijeron su nombre, pidieron que abriera, querían saber si estaba bien. No contestó. Estaba temblando. Se bajó el zipper del traje de perro, se lo quitó de encima con violencia, como no había podido quitarse de encima los golpes que aparecieron de la nada. La primera patada la había hecho perder el equilibrio. Por el pequeño espacio visual de la máscara, que más que para poder ver, estaba hecho para respirar, solo alcanzó a distinguir el suelo, que minutos después también recibiría a su agresor, cuando finalmente los guardias de seguridad lograron quitárselo de encima.

 

Volvieron a tocar la puerta del baño. Ahora con más fuerza, como algunos minutos atrás, el hombre que estaría terminando de recibir una golpiza en privado, había empezado a tocar la puerta de acceso restringido de la zapatería de ese mismo centro comercial donde trabajaba su mujer, y donde ella se había parapetado mientras le gritaba que la dejara en paz.  Cuando la compañera amenazó, teléfono en mano, con llamar a la seguridad, el hombre lanzó una patada final contra la puerta cerrada y salió del local.

 

Se detuvo un momento más, viendo hacia adentro. La compañera tomó el teléfono de nuevo. Fue entonces cuando se dispuso a buscar la salida del comercial en medio de un gentío sin prisa que se detenía sin previo aviso frente a cualquier vitrina, que iba y venía en medio de un caos de luz y ruido que no parecía molestar a nadie más que a él.

 

Había caminado en línea recta y había ido a dar al área de los restaurantes. La salida no estaba por allí. Y tomó el camino de vuelta por donde tanto le había costado pasar. Esta vez ya sin esquivar codos, mujeres, niños, ni lo que apareciera en su camino. Así se encontró de frente con el enorme perro de esponja que vagaba a medio pasillo, entre el gentío, moviéndose con la torpeza que para ser perro de esponja le era natural, saludando a ciegas con la pata alzada. Fue entonces cuando lo tiró al suelo de una patada. 

 

Cuando lo vio caer, pesado, sin ruido, casi en cámara lenta, no pudo evitar darle un segundo golpe, por animal, porque se suponía que sólo se tenía que quitar, que no se tenía que caer, que él no debería estar en medio centro comercial buscando a su mujer, que ella no debería estar encerrada en la bodega de la zapatería llorando, que arreglar las cosas debería ser más fácil, que salir de allí debería ser más fácil… El primer macanazo lo tiró al suelo…

 

La puerta del baño de la oficina de bienes raíces finalmente se fue abriendo poco a poco; y de la misma manera fueron apareciendo los rostros quietos, los ojos completamente abiertos de sus compañeros de trabajo. La mujer se compuso el pelo, evadió todas las miradas. El gerente de la oficina le preguntó si estaba bien, negó con molestia, apretó los labios. No iba a hablar. No insistieron más. Le dijeron que se tomara el resto del día, que se tranquilizara, que volviera mañana. 

 

Caminó con dificultad hacia donde estaba la bolsa con los trastos de su almuerzo y salió en silencio al bullicio del centro comercial sin levantar la mirada. A esas alturas las personas que pudieron haber visto el espectáculo ya estaban entretenidas con algo más. Nadie sabía que ella era el perro que no había gemido en el suelo, nadie la había visto llorar ni maldecir, pero sentía sobre sí el peso de todas las preguntas.

 

El autobús que la llevaría cerca de su casa estaba por salir de la parada. La mujer hizo señales con el brazo para que la esperaran. El ayudante vio que caminaba con esfuerzo y logró que el chofer no pisara del todo el acelerador. Se agarró de la baranda. Subió con dolor las gradas y se tambaleó hacia el fondo del autobús donde la gente iba parada a pesar de que quedaba un espacio vacío. Estaba al lado de un hombre que se esforzaba por esconder su rostro contra la ventana. Tenía una herida fresca en la oreja, y se cubría la boca con una manga ensangrentada. Ella no iba a soportar el viaje de pie, así que no pensó tanto y se sentó a su lado. El centro comercial pronto se quedó atrás. Ambos lo miraron desaparecer. Afuera brillaba el sol. Era una tarde hermosa. 

 

 

 

De Después del fin

Editorial del Pensativo | Ciudad de Guatemala | 2016

 

 


Vania Vargas

 

Vania Vargas

[Guatemala] Poeta, narradora, editora y periodista cultural independiente. Autora de los libros de poesía Cuentos infantiles, Quizá ese día tampoco sea hoy, Los habitantes del aire, y Señas particulares y cicatrices. Libros de los cuales han salido algunas selecciones publicadas en Chiapas, México; Puerto Rico y Montevideo, Uruguay, así como la reunión de poemarios bajo el título Relatos verticales. En narrativa, ha publicado Después del fin y Cuarenta noches. Es, además, coordinadora de los libros de ensayo Nuevo Signo: siete poetas para nombrar un país; y Luz: trayecto y estruendo —una aproximación colectiva a su legado literario. Ha sido invitada a las ferias del libro del Zócalo, Panamá y Guadalajara, así como a los departamentos de Español de la Universidad de Stanford, en San Francisco, California, y la Universidad de Copenhague. Ha participado en Granada, Nicaragua, Quetzaltenango, Nueva York, Medellín, Leiria.