El tambo de la loma más alta | Cayo Vásquez

 

—¿Se puede morir de amor? –Preguntó Lindaura con cierta ansiedad a la abuela Florencia, y ésta sentenció: 

 

—El amor una enfermedad pues es. Se puede morir entonces. 

 

La zarapatera[1] hervía en la cocina a leña, el caparazón del reptil, que servía de cacerola, reventaba y saltaba de las brasas. La abuela puso una porción de sopa en un pequeño recipiente de plástico, envolvió en hojas de bijao trozos de yuca y plátanos cocinados, y metió los alimentos en una canasta. 

 

—Llévale ya su comida, a ver si esta vez muerto ya le encuentras. —La abuela Florencia soltó esas palabras con ironía y hartazgo. 

 

Lindaura pasó primero por la casa de Don Ñasho, la cual, aparte de servir como lugar de reuniones políticas y oscuras conspiraciones en contra del alcalde de turno, hacía las veces de bodega, bar, venta de kerosene, radiofonía y oficina de correos. Preguntó a Don Ñasho si había llegado alguna respuesta, pero sólo le entregó las últimas tres cartas que fueron devueltas de las oficinas del pueblo de Concordia, que a su vez decían ser devueltas desde Yurimaguas, desde Iquitos, y por último desde Lima. Estaban llenas de garabatos caligráficos de penosa ortografía, manchadas con distintos sellos de oficinas postales y padecían de un cansancio grave por tanto trajinar. Tomó la desdeñada correspondencia y la metió en la canasta. 

 

—¿Su comida le sigues llevando a ese loco? —Preguntó Don Ñasho con certera malicia. 

 

—Sí. Y no está loco, sólo está triste nomás. —Y se marchó llevando el almuerzo, sin darse cuenta de que en un instante se echó a perder por el fermento de las malas noticias. 

 

Subió la loma más alta al final del pueblo, caminando descalza, al mismo paso certero con el que antes le hacía los mandados, con encantadora vitalidad, rozagante y sofocada. Llegó a la única casa que aún se levantaba en la cima. 

 

Un tambo[2] pequeño, casi derruido, con las maderas secas, dobladas por el sol y podridas por las lluvias. Era todo cerrado, como una cúpula, y albergaba en su interior la oscuridad y la pena. 

 

Se paró frente a la puerta y no escuchó el movimiento que la mecedora hacía a las dos de la tarde; sintió un hincón en el pecho, la asaltó el temor y se apresuró a entrar. Empujó la puerta con cuidado e ingresó tratando de no hacer ruido, procurando que la vasta luz que venía con ella se quedara afuera. Él estaba sentado delante de una pared, inmóvil, en su mecedora de mimbre, de espaldas a las ventanas cerradas y a unos finos hilos de luz que se entrometían en su encierro. Como si fuera un aura, lo iluminaba un extraño fulgor opaco que bajaba desde el techo. 

 

—La comida ya está ya… —Lindaura dijo esas palabras con tranquilidad al percatarse que él seguía con vida, pero aún continuaba en su perpetua lejanía sin prestar atención a nada, sin tratar de indagar, al menos, quién había entrado. 

 

Ella abrió las ventanas a medias y se encendió el día dentro del tambo. La casa era de un ambiente, en la cual, repartidos en los rincones estaban una tushpa[3], una mesa, frente a las ventanas una hamaca, una mecedora, y al último rincón en el piso, dentro de un mosquitero, el lecho solitario. 

 

Sacó de la canasta un mantel limpio adornado de remiendos hacendosos, y lo tendió en la mesa. Delicadamente sirvió los alimentos tibios, luego tomó la escoba de paja y se puso a barrer; cumplió su sagrado ritual como todos los viernes de cada semana. Al terminar colocó las cartas debajo del plato con sopa. Estaba por marcharse cuando, sin voltear de su abstracción, él preguntó con voz ronca y hálito de fe dormida. 

 

—¿La contestación ha llegado? 

 

—No. 

 

En ese momento la puerta y las ventanas sonaron como un estruendo, un fuerte viento las golpeó anunciando una descomunal tormenta. 

 

—Ya va llover… Ojalá esta vez de nuevo no se moje como la semana pasada; usted ni cuenta se da. 

 

—Niña... ¿qué día es hoy? 

 

—Viernes y no llega lancha. 

 

La tormenta hacía un tímido intento, tocando con una llovizna tenue la selva baja que rodeaba el caserío de Esperanza. Tentaba los techos de palma y el viento soltaba improperios chocándose en las casas de madera. El río Marañón, por su parte, desgarraba las orillas haciendo bailar las canoas atadas a unas estacas. El pueblo estaba soñoliento por la pesada digestión del almuerzo y por los anuncios de la gran tempestad. El sol quedó oculto detrás de unas densas nubes negras y se ensombreció todo a su paso. 

 

—¿Y qué ya dice ella en su carta? 

 

—Ya le dije ya, carta no ha llegado... ¿y usted ya se ha olvidado que leer no sé? Haciendo un esfuerzo salió de su deplorable abstracción que estaba fija en una pared y volteó a mirar a la niña delgada y muda, de rasgos febriles y salvajes, de rostro blanco-sucio, curiosa e indecente y no la encontró. En las sombras pudo darse cuenta que estaba frente a una mujer, más alta que la niña que acostumbraba ver, hablaba con voz madura, tenía el rostro sensato, las caderas más anchas y unos senos grandes, puntiagudos y llenos de vida. 

 

—¡¿ Quién eres?! —Preguntó atónito. 

 

—Soy Lindaura... ¿ya vuelta no me reconoce? Trató de encontrar en esa mujer a la niña de siete años que cada tarde traía el almuerzo, la criatura que siempre se entrometía a fisgonear en sus tardes sudorosas de sexo y caricias, pero no podía comprender el asombroso cambio. 

 

—¿Cuantos años ya tienes niña? 

 

—Ya tengo diecisiete años. ¿Ya se acuerda de mí? 

 

—¿Diecisiete? ¡Qué ya vuelta vas a tener así! 

 

Recién resolvió el acertijo cuando pensó que aquella perfecta transformación le estaba diciendo que por ahí había pasado algo llamado tiempo. La miró de pies a cabeza, analizando sus formas, su aspecto floreciente, su humanidad fértil. Supo entonces cómo es que ese inexorable tiempo sabe hacer un trabajo minucioso y certero. 

 

—Ya estoy en edad de tener marido… —Lindaura irradiaba una entusiasta picardía que no le permitía mirarle a los ojos. 

 

—¿Y tu marido ya tienes? —Él lo dijo con melancolía y languidez, deambulando por los laberintos intrincados del tiempo. 

 

—A ninguno le hago caso todavía; pero este año ya tengo que juntarme con alguien. —Lindaura le dio la espalda, mientras colocaba kerosene en un lamparín artesanal hecho de una lata de conserva. Le mostró, tras un vestido corto y casi transparente, un dorso fuerte y contorneado, que conducía la mirada hacía un trasero indecente y unas piernas que se entretenían estirando sus tendones. 

 

—Una mujer ya eres y ni cuenta me he dado. —Reflexionó que ya se había olvidado de qué estaba hecho el cuerpo de una mujer. Cuando Lindaura volteó, él tenía la mirada fija en el centro de un vientre inagotable, aunque en el fondo de sus pensamientos seguía preso de los cálculos difusos de días, semanas, meses y años. 

 

—Tengo que irme ya; la lluvia ya está empezando a caer. Ella se ruborizó al sentir las miradas indecorosas y se dio cuenta que algo la estaba quemando; intranquila se secó el sudor del pecho con las manos. Apresuradamente puso en la canasta los trastos que había dejado la semana pasada, cerró las ventanas y se marchó. 

 

El fulgor opaco que bajaba del techo se llenó de menudos cristales (como escarcha de colores), que hacían brillar su imperecedera desolación. Él volteó la mirada a la pared y regresó a su voluntario encierro, a su mundo irreal, mirando, esta vez, al espectro de una mujer joven plasmado en una fotografía vieja con bordes de oropel. Debajo del retrato, en un pequeño altar le rendían culto: una imagen descascarada de la Virgen María, un crucifijo mal tallado en madera de palisangre, un San Antonio carcomido por las cucarachas y el agobio excesivo de la cera derretida en todos lados. 

 

Diez años. Habían pasado diez años desde la última vez que la vio; diez años desde que Olinda partió del puerto de Esperanza en un viaje sin regreso. 

 

La lluvia caía vigorosamente, con truenos que hacían trepidar la tierra; un enérgico viento balanceaba los árboles y arrancaba bramidos del río. Después de lograr determinar el tiempo transcurrido en años, albergó la molestia de no tener un cálculo preciso; le faltaba el inventario exacto de los meses, las semanas, los días, las horas, los minutos. Se quedó ensimismado en los conflictos incoherentes del tiempo y de tanto divagar por senderos sin destino pudo divisar un cielo dilatado del cual bajaron lentamente telares de tocuyo blanco, donde estaban pintados con colores vivos los recuerdos del amor insondable que sentía por ella, por Olinda. 

 

Se vio en una tarde de sol sofocante, con el rostro tierno y feliz, tocando cautivantemente las maracas en una de las tantas fiestas del pueblo. Dirigía un grupo de música llamado “Bombobaile”, conformado por una quena, un bombo, un redoblante y sus incesantes maracas. Él solo sabía de organizar fiestas, armar jaranas, animar velorios, cantando y agitando las maracas como nadie. Eso de la cosecha y la pesca no era para él, mucho menos meterse en el monte a cazar. Tocaban la melodía festiva de un chimaychi, cuando ella fue elegida, por tercera vez consecutiva, la reina de las fiestas patronales del pueblo de Esperanza. 

 

Era sin duda la chica más linda, la más agraciada, la más anhelada. Delgada, piel dorada y salvaje; de mirada fuerte y ladina, tan profunda como un río oscuro; cabello lacio, largo y muy negro. Despertaba una extraña sensualidad a su paso, emanando fragancias de flores selváticas; sus pies, a pesar de que nunca usó calzado, eran delicados, pueriles y amables, adornados por unas uñas perfectas. 

 

Después de que el alcalde le colocó la corona de perlas de plástico y huayruros[4] en la cabeza, se paseó por un improvisado estrado armado en el patio de la escuela, la que hacía las veces de Centro Comunal, exhibiendo su vestidito de tafetán celeste y blondas blancas. Caminó descalza, con torpe soltura, arrancando ansias a los hombres y envidia a las mujeres. 

 

Olinda se sentó junto a las autoridades locales y a la madrina de la Fiesta Patronal, Doña Teófila, una próspera y empeñosa comerciante que donó tres cerdos, dos ollas de masato y cuatro bidones de cachaza traídos de la frontera con Brasil. Después de dos meses Doña Teófila se largó del pueblo vociferando: Aquí puros haraganes nomás hay... ¡Qué el diablo se lleve este pueblo de mierda! 

 

Él sólo podía mirar a la reina del pueblo, deseando sus caricias y su piel; eso hacía que sus pobres entrañas de hombre comenzaran a hervir por tanta sed de amor. Ella, sin congraciar a nadie con la mirada, prodigaba altanería y presumía de su pequeño reinado. Al anochecer él ya no podía soportarlo más. 

 

Había podido robarle algún beso, acechándola cuando lavaba ropa en el río. Nada podía hacerle cambiar la idea de que debía tenerla con él para siempre, para, solo así, lograr matar su angustia. El día anterior a la fiesta, habían acordado encontrarse, después de las ceremonias, junto a la vieja palmera de cocos estéril cerca de la loma alta. Él tenía planeado tomarla como su mujer por la fuerza y llevarla, si era necesario a golpes, a vivir a su casa de sueños y aires frescos, hasta que el cielo juntos se los llevara. Pero como el trago ya hacía estragos en la gente y los hombres perdían decencia y las mujeres pudor, el papá de Olinda optó por sacarla a empujones de la fiesta y llevarla directo hasta su casa, antes de que terminará en la cama de algún alcoholizado raptor. 

 

Era de madrugada y la luz de la luna delataba borrachos tendidos en el pasto, regados por todos lados. Aunque la fiesta tenía para rato con “Bombobaile” y aguardiente, él no pudo más y dejó de tocar embargado por la angustia. Se armó de valor, se colgó las maracas de wingo al cuello y fue a buscarla. 

 

Llegó a su puerta y, acompañado de sus inseparables instrumentos, comenzó a cantar una canción que hablaba de la frustración de un hombre enamorado y de su eterna ilusión. Cantó con tanta pasión que fue escuchado en todo el caserío y aledaños, como cuando el río se adueña de las almas de los ahogados y desde sus profundidades oscuras los bufeos entonan melodías tristes. 

 

Al terminar de cantar cayó un silencio sepulcral, el bullicio de la fiesta se paralizó por un momento, se abrió la puerta y justo antes de que el padre de Olinda le tirase un puñetazo en la boca, el músico, llorando, le dijo que ya no podía vivir sin su hija. Estaba terriblemente enamorado de la niña que fue elegida reina del pueblo por tercera vez consecutiva y reina de la primavera desde los once años; la más bonita de todo el pueblo y toda la región. Amaba a la sirena que el río robó al dios Yacuruna, y la hizo varar en las orillas de su corazón para colmar su vida de ternura. 

 

El papá sintió lástima por el muchacho, en vez de sentir nostalgia por su hija. 

 

¡Pobre hombrecito! Se dijo, haciendo movimientos de negativa con la cabeza. 

 

–Si quieres llevártela... ¡llévatela nomás! 

 

Olinda dormía apacible, adormecida por una armonía tierna; estaba acostada, con los pies sucios, y llevaba puesto su gracioso vestidito de reina. Su padre la zarandeó bruscamente, sin decirle nada, y la sacó de sus ensueños. Apresurado metió en una bolsa de plástico sus pocas ropas, la cubrió con una sábana, cargó en brazos a la reina de dieciséis años, y la entregó al joven que esperaba afuera con unas maracas de wingo colgadas en el cuello. 

 

Esa misma noche, mientras el pueblo seguía celebrando con desenfreno su Fiesta Patronal, él se la llevó en brazos, envuelta en una sábana, semidormida, hacia una casa hecha pensando en ella; una casa construida en la cima de la loma más alta del pueblo de Esperanza, desde donde se podía ver las lejanías infinitas de la selva baja y el serpentear apresurado del furioso río Marañón; un lugar privilegiado desde donde se podía avistar, antes que cualquiera, cuando se acercaban los nubarrones que oscurecían las alegrías de un sol empalagoso y febril. 

 

Era de noche y había dejado de llover. Sintió un fino y pausado goteo que le caía en la corona de la cabeza. Miró hacía arriba y se dio cuenta de que estaba de nuevo bajo el agujero grande abierto en el techo de palma. Se podía ver el cielo despejado con sus estrellas vacilantes y suspendida una la luna nueva que hacía movimientos sinuosos. Después recordó que ese forado tenía allí años y que se daba cuenta de su existencia cada vez que terminaba de llover y el lento goteo le advertía que se mojaba sin sentirlo. 

 

Se levantó de la mecedora, con el cuerpo empapado y adormecido, caminó hasta la mesa guiándose por la luz irreal de la luna que entraba por el agujero; tomó el lamparín, buscó unos fósforos y encendió el mechero. En esos momentos la casa parecía tener más luz que en el día. Puso el lamparín en el centro de la mesa, se sentó y empezó a tomar la fría sopa de tortuga, absorbiendo con cierta amargura y se dio cuenta de las cartas debajo del plato. Tenían los nombres del remitente y del destinatario escritos con su propia letra, las dejó a un lado y se levantó. Caminó hasta la cocina, buscó unas velas y sólo encontró una; se dirigió hasta el pequeño altar, encendió la vela y la puso en pie debajo de la fotografía vieja con bordes de oropel. 

 

Pensó en dormir holgadamente y descansar su maltratada humanidad. Se paró frente al mosquitero, lo miró dando forma a dos cuerpos amándose en su interior moviéndose en un continuo vaivén, tambaleándose, haciendo eco a ruidos infernales y placenteros. Y le dio asco y tristeza ver la cama así, tan vacía. No podía dormir en ese lecho. Se dio media vuelta y volvió a sentarse en la mecedora de mimbre. 

 

Levantó la mirada hacía el agujero y en un cielo limpio las estrellas dibujaban formas multicolores, fosforescentes, como en un caleidoscopio, jugueteando entre ellas y persiguiendo una luna perfecta. Sintió unos retorcijones en el estómago, pensó en que la comida que ingirió estaba fermentada y le dio náuseas. Sabía que ese no era el tipo de alimento al que se había acostumbrado, el que necesitaba para vivir, pues los momentos en que realmente estuvo vivo se alimentó solo de felicidad hasta empacharse. 

 

Desde la primera noche que la llevó a vivir con él, creó en esa pequeña casa un mundo lleno de pasión. Hizo que ella gozara de la suavidad de sus propios sueños y sus fantasías de niña pretenciosa. Le enseñó los mil caminos por donde podían vagar las caricias, escudriñando cada rincón de su caprichosa humanidad. Para su desgracia, sin darse cuenta, dejó que ella, solo ella, penetrara en lo más íntimo y sagrado de su ser, hasta tocar el corazón de su alma. 

 

Se amaban en todos los rincones del tambo, pensando en que algún día vendrían niños y que entonces había que agrandar la casa, porque el amor que sentían era tan grande que no habría lugar para recibirlos. 

 

Despertaban casi siempre al mediodía, con la dulce modorra de una noche de excesivas caricias y movimientos audaces. El sexo les mostró su rostro más puro, complaciente ante los amantes; un rostro sin dolor. Al despertar hacían el amor con los ánimos descansados y desde cualquier rincón podían pillar un ojo, pequeño y curioso, que husmeaba a través de un agujero en la pared. El ojo observaba cada uno de sus movimientos, tal vez sin entender cómo ambos podían formar un ser tan sublime; hasta que Olinda tiraba un cogollo de choclo contra la pared y gritaba: 

 

—¡Qué, pues, miras tanto!… ¡Pasa ya! 

 

Entonces Lindaura, la niña de siete años, entraba con el menesteroso almuerzo del día. 

 

Ambos aprendieron a ir por un camino de piel de terciopelo, burlándose del sol y sus ínfulas de todopoderoso. El calor violento de la selva no quemaba tanto como cuando ellos hacían el amor y sus cuerpos hervían hasta fundirse en una conglomeración de sortilegios y esencias mágicas. 

 

Eran tiempos de vivir de amor, en una época de hambre y desolación que azotaba las regiones de la selva baja. Los árboles daban frutos secos, el río olía a podrido y varaba peces muertos, las serpientes venenosas acechaban en lugares inusitados y la caza se había hecho tan peligrosa que el monte siempre se quedaba con la mitad de cazadores que se internaban en sus entrañas. Pero aún así era una época de felicidad para los amantes, una época en que ni los conjuros certeros de la brujería, invocados por la envidia y la infelicidad, podían penetrar su círculo blanco. 

 

Nunca se había pactado una boda, ni había que callar las habladurías de la gente, pues era una costumbre popular convivir entre parejas, y la unión de dos personas casi siempre provenía de los corazones y las ansias de matar el aburrimiento. 

 

El Padre Raimundo, dinámico y jovial, visitaba el pueblo cada dos meses, y era uno de los pocos que no veía con buenos ojos las uniones de parejas que convivían y que no eran santiguadas con la bendición de la iglesia. 

 

Eran tiempos buenos, tiempos ufanos, de gloria incierta, de amor impasible y complaciente. Y el grave error suyo fue creer que ese paraíso no era prestado. 

 

La puerta se abrió con un grave empujón y entró alguien apresuradamente. Él, como siempre, no tenía intensiones de voltear e indagar quién penetró en su soledad, pero escuchó algo que lo arrancó de su letargo. 

 

—Si con usted no me junto… ¡Entonces al Geracho le voy hacer caso! —Pudo reconocer esa voz y se dio cuenta que otra vez era viernes. Lindaura prosiguió con su discurso y a la vez cumplía con su habitual rutina de servir la mesa y limpiar la casa. 

 

—El Geracho bien trabajador es, no es como la gente de acá, ya tiene tres canoas y él sabe pescar hasta dorados y paiches bien grandes. —Él parecía no prestarle atención. —Me dice que le gusto ya vuelta, bastante me dice que mucho me quiere y le gustaría llevarme a vivir en su casa. Pero yo le huyo todavía. 

 

Terminó con sus menesteres y sus sentencias sin recibir una respuesta. La frialdad de aquel hombre hizo que la invadiera la desesperación, la sojuzgó de ira y se puso a llorar. Él no permitió que en su casa existiera más sufrimiento que el suyo y reaccionó con violencia. 

 

—¡Lárgate de aquí carajo!... ¡¿No ves qué hace tiempo ya me he muerto?! 

 

Lindaura se fue corriendo, llevándose solo su corazón desgarrado y nunca más volvió a subir la loma más alta del pueblo. 

 

Una despedida sin regreso y el olor del abandono. No lo angustió en lo más mínimo, pues la peor despedida, sin regreso, ya la había sufrido cuando Olinda rompió el círculo blanco y se fue en una búsqueda sin sentido de sus sueños. 

 

Recordó una tarde de domingo, cuando después del almuerzo ambos reposaban abrazados en la hamaca, mirando el río a través de la ventana, descansando de la pesadez de las comidas y la exageración del sexo. 

 

—¿Tú me quieres? —Él preguntó esperando una respuesta tierna. 

 

—¡Eso nomás siempre me preguntas! —Ella exteriorizó cierta asfixia, se levantó y fue a bañarse en el río, sola. 

 

Se zambulló en las aguas esperando matar su angustia y sofocación. No sabía qué la agobiaba, era como si estuviese hastiada de comer lo mismo y sentía la boca empalagada de tanta dulzura. Últimamente se sentía reconfortaba solo cuando volaba en nubes irreales y viajaba a lugares inusitados, como las ciudades que estaban en las fotos de las revistas viejas que Don Ñasho pegaba en las paredes de su tienda. La divertía recordar las cosas maravillosas que había visto en un televisor hace mucho tiempo en el pueblo de Concordia. En ese pueblo sí tenían luz eléctrica de seis de la tarde a ocho de la noche. Toda la gente se reunía en las afueras de la alcaldía y veían tres horas de ilusiones guardadas en blanco y negro: una telenovela mejicana, un programa de humor anticuado, el valiente Zorro y algunos comerciales graciosos de productos que nunca vieron. Los pocos aparatos de radio a pilas que había en algunas casas vecinas le regalaban melodías frescas de canciones que dibujaban personajes hermosos y simples junto a otras niñas bailaban hasta el cansancio extasiadas por distintos ritmos foráneos. Entonces Olinda se preguntaba cómo sería el mundo de allá afuera, cómo sería la gente, las ciudades. 

 

Comenzó a crecer un gran vacío en su vientre y después en su corazón y el amor lo fue arrumando en el espacio más desdeñado de su alma. 

 

Las lanchas atracaban en Esperanza una vez a las quinientas, aduciendo que era una pérdida de tiempo porque en ese caserío solo había gente ociosa durmiendo, emborrachándose y haciendo hijos. Una tarde de calor metálico, Olinda estaba sentada fuera del tambo mirando la amplitud del río y vio en el frágil puerto atracar una inmensa lancha llamada “La Poderosa III”, la cual venía desde el pueblo de Yurimaguas rumbo a la gran ciudad de Iquitos. Atracó solo unos minutos para dejar a dos despistados enfermeros del Ministerio de Salud, quienes pretendían realizar un sondeo de desnutrición y vacunar a los pobladores contra la fiebre amarilla y la malaria. 

 

Ella entró apresurada al tambo y vio que él estaba metido en la hamaca sumergido en un sueño profundo; metió en una bolsa de plástico sus pocos vestidos: era el mismo equipaje que llevaba cuando dejó de la casa de su padre. Salió y corrió muy aprisa, hasta llegar al puerto donde algunos niños trataban de vender frutas a los pasajeros. 

 

Uno de los tripulantes le señaló que en la proa de la lancha encontraría al capataz. Estaba todo erguido, semidesnudo, con el pecho al aire y un tatuaje de presidio en el brazo izquierdo. Era un hombre recio y parco, llevaba puesto unos pantalones sucios, unas botas de hule negro y le colgaba del cuello un rosario de color morado. 

 

—¡Señor!, ¡señor!... Trabajar en su lancha yo quisiera. Hasta llegar a la ciudad nomás. ¡Lléveme por favor, patrón! 

 

Olinda le imploró con lágrimas en los ojos, segura de que esa gigantesca lancha la llevaría hasta el lugar de sus sueños. El capataz la miró de pies a cabeza, encontrando belleza en su cuerpo y bribonería en su rostro; la miró con sus ojos de hombre y sin pensarlo mucho le dijo sí moviendo la cabeza. Olinda, llena de entusiasmo y vacía de calor, se quedó en la lancha. Le pareció extraño sentir que no dejaba nada en el pueblo, pero que se estaba llevando algo grande en el lugar más oculto de su ser. 

 

La colosal lancha “La Poderosa III” zarpó haciendo un ruido tan infernal que lo despertó, sudoroso y acongojado, de un sueño muy claro. En ese sueño él caminaba por un sendero blanco, sin piso, sin dirección y sentía una carencia ineludible muy adentro de sus entrañas, pues lo que antes latía ya no se dejaba escuchar. Bajó la mirada y vio que tenía un gran orificio en el lado izquierdo del pecho, era una herida abierta, a carne viva, no sangraba, pero dolía. 

 

Al anochecer se encontró en el tambo, solo; llevaba puesto una camisa y un pantalón, todo blanco, descalzo. Le dio la espalda a la realidad y a la ventana que le mostraba la magnificencia del río Marañón, las lejanías de la selva baja, la irritación alegre del sol y el preámbulo de las lluvias; y en la mecedora de mimbre se sentó descansando en el apoyo de sus espaldas. Abismado. 

 

El longevo Padre Raimundo llegó al pueblo de Esperanza después de cuatro años y siete meses. Nunca había dejado de visitarlos por tanto tiempo, pero sus heroicas y quijotescas cruzadas espirituales en la selva lo tenían muy ocupado, librando batallas en contra de la fornicación, el incesto, la superstición, la ayahuasca y la brujería. Además, el párroco vivía preso de los achaques de su avanzada edad y sus alucinaciones eternas de jesuita colonizador. Era oriundo de las regiones de Cataluña en España, hablaba muy bien español, francés, inglés y algunos dialectos como bora y urarina, además del catalán. 

 

Ni bien pisó las tierras de Esperanza se le acercó una mujer muy vieja y atribulada, le besó la mano derecha y le dijo: 

 

—¡Padrecito lindo!… ¡Bendito Diosito que le ha mandado!… Vaya a ver al loco de la loma alta, parece que ya se murió ya. Hace un mes ha pasado el Cecilio Chistama por ahí y dice que a muerto olía. El brujo Sheshín dice que ya se ha convertido en demonio, canta cosas raras y su alma de las criaturas está que roba. 

 

El Padre de un tirón le quitó su mano y la puso en la espalda de la anciana, reprendiéndola. 

 

—¡Pero hija!… ¡Madre de Dios!… Hasta cuando entenderéis que no debéis creer en los brujos. 

 

Con paso lento se dispuso a subir la loma más alta del poblado, pero la maleza y la mala hierba casi habían desaparecido el camino. El espigado sacerdote, llevando puesta su vieja y gruesa sotana negra llena de remiendos, con machete en mano logró abrirse trocha hasta llegar al tambo que estaba en la cima. El trayecto le resultó penoso y agotador. 

 

Se encontró con una choza vieja a punto de caerse, con boquetes por todos lados, hechos por el tiempo y la maleza que se metía en su interior. Revivió los momentos de la última vez en que habló con él hacía más de siete años. Con sermones, que le daba el derecho por ser un “intermediario” de Dios, lo censuró diciéndole que no era civilizado morir por amor, que lo que hacía era cometer suicidio y eso sí era penado por la iglesia, pero no pudo disuadirlo. 

 

El Padre empujó la puerta con fuerza, que casi se cae por completo, entró y pudo ver con pena que todo ahí adentro era una oscura selva de matorrales, utensilios viejos, lágrimas añejas y soledades. De nuevo tuvo que abrirse camino con el machete, tanteando donde podría estar aquel hombre; desesperado arrancó los matorrales con la mano y ahí lo tenía, sentado en la misma mecedora de mimbre como la última vez que lo vio. El cura se quedó pasmado cuando unos ojos a punto de salirse de un rostro lo miraron. Era una calavera con una delgada piel pegada a los huesos, llena de arrugas y llagas hediondas. Parecía que en sus heridas la maleza echaba raíces. Sus pies estaban destrozados y carcomidos, supuso de inmediato que era por las ratas del monte. Sus labios pegados como una cicatriz. Su cabello largo y demasiado blanco, casi transparente. Ahora el Padre Raimundo era quién estaba perdido en los dilemas del enigma del tiempo; no podía explicarse cómo era posible que un hombre, cuarenta años menor que él, podía haber envejecido de esa manera. 

 

Pensó que era inhumano que ese hombre muriera de esa forma en un lugar así, pero no sabía ni cómo tocarlo sin hacerle daño. Comenzó a hablarle, preguntándole como se sentía, compadeciéndolo, pero no recibía respuesta alguna. Entonces, pensó qué tal vez había muerto con los ojos abiertos; pero al observar fijamente aquellos ojos notó que despertaban cierta consciencia. Acercó la oreja a su rostro y se percató de que este respiraba, jadeante y ansioso; luego tocó su pecho, donde debía latir un corazón, pero no sintió nada. 

 

—¡Pues que se me caiga la polla! ¡Esto es imposible! —Se dijo consternado. 

 

El Padre Raimundo no era supersticioso, mucho menos creía en hechos fantásticos, pero cruzó por su cabeza qué, tal vez, ese hombre no era real. Tocó su pecho más profundamente y solo halló una herida abierta y viva que no sangraba. 

 

—¡Qué coño pasó aquí! —Exclamó sin buscar una explicación lógica. 

 

Se persignó, besó su crucifijo de plata que siempre llevaba colgado en el cuello, cerró sus ojos y rezó tres Padre Nuestro y tres Ave María. Al abrirlos ya no miró más al ser que estaba sentado en la mecedora de mimbre. Dio media vuelta y se marchó diciendo: 

 

—Este cabrón hace tiempo que se murió de amor.

 

El Padre Raimundo nunca encontró una explicación lógica a lo sucedido, tampoco intentó buscarla. De lo que sí estaba seguro era que a ese hombre no se le podía dar cristiana sepultura, porque así como se le fue su cielo y su corazón, así también se fue su cuerpo, volátil, por senderos sin destino y tocuyo blanco, por sueños premonitorios, por nacimientos y muertes de amor. 

 

Durante un ventarrón de agosto el cielo arrancó el tambo que estaba en la cima de la loma más alta, con raíces y todo y lo lanzó furiosamente contra el río Marañón, el cual lo llevó por su alocado cauce a tragarlo hasta sus entrañas. 

 

Con el pasar de los años el pueblo de Esperanza nunca cambió, su gente seguía siendo la misma, con su mismo letargo y ocio, haciendo hijos por doquier; pero con la única diferencia de que a veces por las noches veían en las sombras de los matorrales a un hombre vestido de blanco, descalzo, tocando sus maracas de wingo y cantando una canción que hablaba de la frustración de un hombre enamorado y de su eterna ilusión.

 


Notas

 

[1] Sopa de tortuga.

[2] Vivienda rural típica de la selva, construida con troncos, palmas y lianas y sin utilizar ni un solo clavo.

[3] Espacio para el fogón.

[4] Semillas selváticas de color rojo y negro que son utilizadas en la fabricación de adornos y que, se cree, atraen la buena suerte.

 


Cayo Vásquez

Cayo Vásquez 

[Perú, 1974] Es periodista y escritor. Ha publicado Voces de la Ayahuasca (2000), una obra híbrida sobre curaciones con este vegetal; Wazuriri. Mitología Amazónica. Las madres, los dioses y los misterios de la selva amazónica (2008); Hostal amor (2006, 2013), novela erótica clasificada por la  revista Lima Gris entre los diez mejores libros de narrativa peruana.