Los barcos se han ido | Fabiola Morales Franco

 

I

Las presencias regresaron años después, cuando una nueva epidemia asolaba al país. Hacía ya un tiempo que la ciudad se había vaciado en el transcurso de una noche en la que Jorge y yo permanecimos profundamente dormidos. Dichosos y ausentes de lo que afuera sucedía, nada inmutó nuestro sueño, la ciudad se encendía para luego apagarse abandonada, y nosotros dormíamos, apunté en mi diario al día siguiente.    

 

Nos pasa siempre, entramos a la casa y el mundo exterior se queda congelado. Pueden suceder los peores acontecimientos, que la amplitud de nuestro piso nos protege, si pasa algo en la calle siempre nos pilla que dormimos en el ala del fondo, si pasa algo en los patios interiores sucede que nos hemos quedado hasta tarde en la sala que da a la calle. No estamos nunca donde se supone que debemos estar. Como aquella mañana de octubre en la que me quedé sola en el departamento. En algún momento, el timbre comenzó a picar insistentemente, no abrí, nunca abro, tampoco contesto el interfono si no sé a ciencia cierta que es alguien a quien espero. Soy tímida, digo, pero la verdad es que le temo a los ladrones, a los violadores y a los monstruos. Los monstruos no existen, dice Jorge, pero no importa, yo les temo igual; así que no abro, no abro nunca, ni siquiera cuando Jorge está en casa, en esos casos me meto en la cocina y dejo que conteste él. Volviendo al tema: el caso es que el timbre sonó, primero una vez y luego otra y luego otra; escuché el eco de los pitidos que venían desde otros pisos; algún cartero con publicidad, pensé, y luego, como estaba leyendo algo muy interesante, me desentendí del tema. Horas después, quise bajar a la farmacia, abrí la puerta de nuestro piso y me topé en el zaguán con una suave humareda y un intenso olor a quemado. La luz de emergencia del ascensor parpadeaba en el tercer piso. Bajé las escaleras a pie.    

 

No había nadie en los rellanos, le dije esa noche a Jorge. No escuché voces, ni gritos; pero abajo, cuatro horas después de los timbrazos, me encontré a los bomberos aún levantando los cacharros, mangueras, señales, cintas de protección; y a los dependientes de la tienda de perfumes que hay en la planta baja del edificio embarrados en cenizas y agua, armados con escobas y fregonas, el estropicio, si hubo verdaderamente alguno, venía de allí. Hubo un momento de silencio en cuanto abrí el portal, un instante de estupefacción mutua, el corro de curiosos, los dependientes tiznados de negro, algunos vecinos conocidos al otro lado de las cintas de seguridad, los bomberos dentro del área protegida y yo en el centro de la escena, bolsa de compras en mano. Me dejaron pasar, como quién le cede paso a un fantasma. Jorge me preguntó si no había escuchado las sirenas, dije que no, luego me quedé callada tratando de buscar en los recuerdos, entonces los sonidos vinieron a mi mente. Sí había escuchado las sirenas, ruido de fondo, dije.    

 

La primera vez que escuché sobre los mahafaly fue por casualidad. Habíamos ido a la librería de viajes que está detrás de casa, para estas vacaciones yo quería ver un baobab, Jorge me preguntó si valía la pena hacer un viaje tan largo para ver un árbol, también hay lémures, dije, y rastros de huevos gigantes de unos avestruces primitivos llamados Aepyornis. El librero, que nos escuchaba entonces, se puso a hablar de las numerosas etnias que existían en la isla de Madagascar. Habló también de un desierto y de complejos mortuorios esparcidos en lugares alejados. Al final nos ofreció una Guía LonelyPlanet y un libro de David Attenborough. Compramos el libro de Attenborough y dijimos que volveríamos por la guía. Nunca regresamos, me gusta pensar que no nos dio tiempo; la ciudad se vació en una noche, me digo; en el fondo sé que no es verdad, simplemente olvidamos Madagascar, los baobabs y a los mahafaly durante unos meses. Cuando por fin me puse a leer el libro, ya era demasiado tarde.    

 

La noche en la que la ciudad se vació también hubo fuego, pero se limitó a las calles. Cubos de basura ardiendo que la gente había encendido con una doble función: evitar que la policía los siguiera y, al mismo tiempo, distraerla de tal manera que todos pudieran salir de la ciudad sin ser notados. Nadie quería volver a vivir una cuarentena encerrado en una ciudad donde la policía detenía y hacía desaparecer a enfermos e infractores por igual. Los últimos días habían sido un derrotero de informaciones, los enfermos y sus familiares confinados en edificios alejados del centro, gente removida de sus barrios para ser relocalizados en otros sitios y personas que salían a trabajar y eran detenidas por la policía que hacía controles de temperatura en la boca del metro. La prensa local informaba de casos en los que algún vecino no volvía del trabajo; ¿dónde estaba? Ancianos que salían a pasear al perro y eran recogidos por ambulancias sin matrícula. En los pueblos, lejos de la costa, la cosa era distinta, las casas eran más amplias, muchas eran fincas que proporcionaban el espacio suficiente para dejar a los niños correr y los adultos podían hacer esos paseos cortos que aquí llaman “estirar las piernas.” Los controles policiales se remitían solo a pasos fronterizos y sus intersecciones con las autopistas; en el interior, los coches se movían con relativa normalidad, la suficiente como para llegar hasta los puntos de abasto y regresar a casa.    

 

“¿Dónde están?”, fueron las primeras palabras que escuchamos al amanecer de la noche nefasta. Eran las seis y media de la mañana y hasta ese momento nosotros habíamos estado durmiendo. En casa, fue la respuesta de Jorge, y luego agregó: ¿dónde más podríamos estar a estas horas? Al otro lado del teléfono, la voz se impacientó. No es momento de bromas, no me digas que se han quedado en la ciudad y no han salido. Jorge se sentó en la cama, no hemos salido de la ciudad, ¿por qué tendríamos que hacerlo? El Gobierno ha decretado un nuevo confinamiento, contestó la voz, prende la tele y haz el favor de mirar en qué estado ha quedado la ciudad, parece campo de guerra. Luego, quien quiera que hubiera llamado, colgó. Y fue cierto, al menos por unas horas el espectáculo desde nuestra ventana era el de una guerra: restos de muebles y contenedores quemados, maletas abandonadas en mitad de la calle, zapatos olvidados, coches volcados, algún fuego todavía ardiendo, vidrios rotos, paredes pintadas de grafitis, las vitrinas de las tiendas destrozadas. A las nueve de la mañana la policía estrenó sirenas y altavoces. “Permanezcan en sus casas, estamos en estado de emergencia sanitaria, se prohíbe a la ciudadanía salir de sus hogares.” A las once, cuadrillas de limpieza, vestidos con trajes de protección, fumigaron las calles y, tras un tiempo prudencial, levantaron los resabios. Poco después del medio día escuché la voz de los niños del vecino de rellano, el mayor cantaba. Pensamos, realmente no estamos tan solos, no todos se han ido. Intentamos devolver las llamadas a familiares y amigos, pero las líneas estaban cortadas, no hicimos ni el intento de reclamar a la compañía telefónica, era domingo.    

 

Aquella tarde, pasaron por la televisión pública un especial sobre robots, hablaron de Sophia, la primera ginoide que había adquirido la ciudadanía saudí en 2017. Sus creadores afirmaban, en un corto de la época, que el rostro de Sophia estaba inspirado en Audrey Hepburn. Jorge y yo estuvimos hablando sobre ella y su escaso parecido con la actriz el resto de la tarde. Al final del programa había una ligera mención a los spots, que se habían popularizado en Asia a raíz de las emergencias sanitarias de la última década. Al parecer, la Unión Europea había comprado un stock importante de ellos hacía un par de años y los almacenaba cerca del puerto de Bremen.    

 

El lunes las calles ya estaban limpias y, como pasó en las últimas ocasiones en las que coches, otros medios de transporte y gente dejaron de circular, tras un par de días las gaviotas que venían del puerto se perdieron para dar paso a pajaritos que volvían a tomar las plazas. Los barcos se han ido, le dije a Jorge la primera mañana que me encontré tres gorriones saltando en la barandilla del balcón.    

 

Hubo varias cosas que no volvieron a funcionar del todo bien desde entonces. La primera fueron las llamadas, uno podía ver una película, navegar por internet, ver la tele, pero era imposible conectarse a una llamada. Como en la tele nadie parecía quejarse del fallo en las comunicaciones, asumimos que éramos nosotros, quizá algún repetidor o una antena caída durante la noche nefasta. Dejamos una reclamación en la web de la empresa de teléfono, recibimos un mail de respuesta automática indicándonos que se pondrían en contacto con nosotros lo antes posible y no volvimos a saber de ellos.    

 

Tampoco las panaderías volvieron a abrirse y el supermercado recortó su horario de atención, la cajera nos dijo que era por falta de personal. Las tiendas de barrio regentadas por paquistaníes permanecían abiertas, creo que fue eso lo que nos transmitió tranquilidad. Como en el supermercado el pan en molde desapareció al tercer día, compramos harina y levadura. Intentamos hacer nuestro propio pan. No funcionó. Entendimos la falta de pan como una pérdida colateral, de alguna manera, favorable para nuestra salud y, prescindimos totalmente de él.    

 

Mientras esperaba que nuestra primera y única masa de pan fermentara, leí: Se cree que los mahalafy son descendientes directos de la gente malaya; su idioma, el malgache, está emparentado con las lenguas malayo-polinesias; sin embargo, los mahalafy, lo mismo que en las leyendas sobre sus muertos, han olvidado sus orígenes y no hablan nunca del lugar de dónde vienen sus ancestros. Podría pensarse que mencionar el origen de los ancestros mahafaly es fady (tabú) para ellos, pero la verdad es que simplemente los mahalafy lo han olvidado.    

 

Pasamos una semana de relativa tranquilidad, no era el primer confinamiento que vivíamos, con el Covid-19 habíamos permanecido noventa días en soledad y luego habíamos tardado dos años en retomar algo parecido a una normalidad, nada podía comparársele. Luego habían venido otras cuarentenas provocadas por otras tantas enfermedades, era como si a partir de aquella pandemia se hubiese abierto una caja de pandora.    

 

Una tarde le dije a Jorge: ¿te acuerdas de cuando éramos pequeños y pasamos la epidemia del Cólera? No se acordaba, él tiene esa habilidad de olvidarlo todo. No recordaba los cuerpos apilados en el suelo, las facciones cadavéricas que adquirían los enfermos en cuestión de días. Tampoco recordaba el cierre de los quioscos en el colegio, las galletas horribles que nos daban, los helados en papel estañado, la desinfección en las casas de todo lo que llegaba de fuera, la supresión de los productos frescos, seis meses sin ensaladas, el año escolar que se había terminado antes de tiempo. Las vacaciones larguísimas. Luego la vuelta a la rutina, el olvido de todo lo anterior.    

 

Creo que fue la noche del día en que recordé la epidemia de Cólera que las presencias regresaron. Había estado leyendo sobre los mahafaly hasta tarde, así que no dormí muchas horas antes de despertarme por el ruido que las presencias hacían al abrir y cerrar las puertas. Como todas las veces anteriores, hubo un primer golpe, el forcejeo de aquel que quiere entrar sin llaves, y luego el gric gric de los goznes, pasitos que buscan ser silenciosos y que sin embargo terminan por recorrer apresurados el pasillo y, después, durante unos minutos, silencio… el despiste, hasta que las presencias se acercan a nuestro dormitorio, poco a poco, primero apropiándose de otros espacios, rebuscando en otras habitaciones. Aquella noche las escuché registrar la cocina, abrir la cajonería entre susurros; imaginé los cuchillos, las botellas, las copas de la cena que habían quedado sin lavar, todo a su alcance. Yo había dejado las presencias encerradas en la casa de mi abuela, la última casa en la que había vivido allá en Sudamérica. Fue así, lo juro, liberada de su constante asecho, durante años creí que ellas eran parte de esas cosas que se resuelven con un océano de distancia. Temblé, me había equivocado, aquí estaban nuevamente así que hice lo que hacía desde pequeña, cerrar los ojos y pensar en un rezo, el que fuera que me ayudara a concentrarme en quedarme quieta; si venían hasta acá, hasta la punta de mi cama, que pensaran que dormía profundamente, tan profundamente como dormía Jorge. Bendito, Jorge, siempre tan tranquilo ¿Cómo puede vivir así?    

 

David Attenbotough escribió sobre el viaje que hizo a Madagascar: Aquí la gente cree que todo lo bueno, la prosperidad y la fertilidad provienen, en última instancia, de los muertos. Si los ancestros están insatisfechos, la familia sufrirá pobreza, esterilidad o enfermedades… Los mahafaly, construyen sus tumbas en los lugares más solitarios del desierto, estos lugares se regulan por innumerables tabúes que rigen su emplazamiento, partiendo por la idea de que su contemplación despertaría recuerdos dolorosos y amargos en los familiares, así como que su cercanía podría provocar interacciones indeseadas con el más allá, si la sombra de una tumba se proyectase sobre una casa, la negrura de la muerte caería sobre ella, sin contar que como los espíritus de los muertos abandonan sus cuerpos durante la noche, podrían volver a los hogares de los vivos y lamentarse ante sus ocupantes.    

 

Tan pronto como las presencias se manifestaron en nuestra casa, la poca gente que quedaba en los pisos aledaños comenzó a desaparecer. Una mañana, muy temprano, escuchamos la puerta del vecino y el ruido del ascensor que bajaba, desde entonces los sonidos del departamento de al lado desaparecieron. No más llantos de niños, no más televisores, ni música, ni radios retumbando a través de las paredes. Silencio.    

 

Al vecino del 4.to 2.da lo vimos cargar una maleta, le gritamos adiós desde el balcón de la calle, no nos respondió. A las solteronas del 5.to las vino a recoger un taxi, escuchamos el sonido de la bocina, ya ni hicimos el intento de salir.    

 

Como el goteo de personas que dejaban el barrio no paraba, y las líneas telefónicas no volvían, comenzamos a enviar mails a los amigos. No obtuvimos respuesta. Nos propusimos entonces no entrar en paranoia, si nadie contestaba nuestros correos era porque el envío de correspondencia comenzaba a ser anacrónico, ya nadie revisaba el mail a no ser que fuera por trabajo, y tampoco sabíamos si nuestros allegados tenían acceso a internet. Después de todo, dejar la ciudad precipitadamente conlleva sus riesgos, puedes ir a parar a un sitio en el que la señal es mala o, lo que es peor, no exista.    

 

Hace años, un psiquiatra me dijo que las presencias eran el pulso sexual de mis padres mientras yo permanecía en el vientre de mi madre, algo así como una memoria primigenia anterior al parto. El peso del cuerpo de mi padre violentando mi espacio prenatal. Yo tenía doce años, ni siquiera había tenido novio, la sola idea me produjo repulsión. Al psiquiatra, pero, le brillaban los ojos. Desde entonces la palabra lujuria me remite a él. No volví a visitarlo, simplemente le dije a mi madre que no volvería a su consulta, nunca me atreví a contarle lo que ese hombre me había dicho.    

 

Las presencias son otra cosa, le dije con veinte años a mi compañera de piso la madrugada en la que me escuchó gritar desde su habitación y me encontró en medio de la sala con la nariz sangrando y varios cortes en los pies. Era la primera vez que lograba huir de ellas, aterrada, había corrido al salón, pero, al pulsar el interruptor de la luz, la bombilla había estallado justo delante de mí.    

 

Volviendo a los mahafaly, Attenborough menciona en algún punto de su relato que si un muerto aparece en sueños de un vivo es necesaria la elaboración de un rito que normalmente consiste en sacar a los muertos de las tumbas, envolverlos en nuevos sudarios y danzar con ellos a la luz del día. No realizar esta tarea es considerado una deshonra, una vergüenza y una estupidez.        



II

Los fantasmas no existen, me dijo Jorge poco después de comenzar a vivir juntos, y durante años le creí, era cierto, los fantasmas en Europa no existían, no en nuestro piso, ni en el de nuestros amigos, ni en la casa de nadie que conociéramos. Vivíamos en una región libre de apariciones gracias a la practicidad y modernidad de sus habitantes. Los fantasmas eran invenciones traídas de otra época. Pero se me olvidaba que las presencias no son fantasmas, aunque yo quisiera entender que lo fueran.    

 

Las primeras veces que las escuché era una niña, tendría seis o siete años. Dormía la siesta y una voz gritaba claramente mi nombre, en ese tiempo yo me levantaba corriendo, asustada y ansiosa, y la voz desparecía en el fondo del jardín. Al principio reaccionaba gritando ¡qué!, ¡qué quieren, no se vayan, vuelvan! Luego, con el tiempo aprendí que solo pretendían que me levantara y que no importaba cuán rápido lo hiciera, no iba a alcanzarlas. Poco a poco, comenzaron a venir de noche, ya no con gritos, sino en silencio. A veces se sentaban en mi cama, otras veces me tocaban la rodilla o el tobillo. Lo que más odiaba era sentir el peso de sus cuerpos hundiendo el colchón, apropiándose de un espacio que era mío.    

 

Con la edad, descubrí que no era la única que las percibía, había más gente que sufría por ese tipo de terrores nocturnos y que las leyendas de aparecidos que venían de noche a estirarte de los pies eran comunes en la literatura universal. Un amigo de la universidad admitió que había noches en las que las presencias que se sentaban en su cama no lo dejaban dormir. Dijo que, en esas ocasiones, él sudaba y que para paliar el miedo solía quedarse dormido con la tele puesta y el volumen lo suficientemente alto como para no dar resquicio a ningún espacio de silencio en el que se pudiera sentir los pasos de las presencias aproximándose a la habitación. Tiempo después, descubrí que mi primo dormía con la luz encendida desde niño y que muchas noches se quedaba dormido sentado en la mesa del comedor, incapaz de entrar en su propia habitación. ¿Eran estos seres parecidos o iguales a mis presencias? Imposible saberlo, ninguna de estas personas las había visto en sueños, nadie había intentado huir de ellas en la oscuridad o había empezado a sangrar o a ver explotar bombillas de luz, solo yo parecía haber realmente interactuado con ellas. Miento: hubo alguien antes de mí, se llamaba Lorenza y era mi nana, pero esta es una historia de la que hablaré después.    

 

Al principio pensamos que el estado de sitio declarado por la epidemia era un tema nacional; pero, al final del día, tras haber repasado todos los noticieros, quedaba claro que se trataba solo de una medida regional. En el resto del país, los contagios eran minoritarios pero las investigaciones habían sido concluyentes, todos venían por un contacto con alguien de nuestra ciudad.    

 

Ahora ya es tarde, dijo Jorge una semana después de la primera visita de las apariciones. No podemos salir de la ciudad, la policía ha incrementado los controles y el Gobierno Digital ha traído una tanda de Spots, esos robots amarillos con forma de perro que vimos en el documental el otro día. Yo lo miré estupefacta, así que es cierto, ahora tenemos Spots recorriendo las calles. Jorge era capaz de decirme las cosas siempre sin inmutarse por nada. Aquella misma tarde, camino al supermercado me crucé con uno, iba distraída mirando el móvil cuando la voz de la grabadora que esos bichos llevan incorporada comenzó a chillar: “Aléjese, recuerde que la distancia mínima entre personas es de cinco metros, no sobrepase esta distancia, no salga de casa a menos que sea necesario”.    

 

Las presencias regresaron dos veces más, la segunda ocasión lo hicieron trepando por el patio de luces, es aquí dónde entra en escena mi nana Lorenza porque en ese momento pensé en ella, quise volver a su lado, añoré el olor de su piel, sus abrazos fuertes, el brillo de sus ojos amorosos. Ella, me dije, estaba preparada para esto, a ella las presencias no la asustaban, las había visto desde pequeña, mucho antes de venir a vivir con nosotros. Ella las había dominado; a mi nana las presencias no la venían a buscar de noche, sino que se le aparecían en las tardes de viento, un pájaro gris que se posaba en sus hombros, una piedra negra que no se dejaba tocar, un sapo enorme en el jardín, el listado de bichos y objetos que la perseguían era ilimitado, todo encuentro tenía un significado. ¿Por qué vienen?, le dije un día, se encogió de hombros, así es dijo, así ha sido desde el comienzo de los tiempos. Lo cierto es que durante años tuve la hipótesis de que las presencias habían venido persiguiéndola desde el Altiplano, dónde nació, me perturbaba tanto este tema que nunca me animé a preguntarle si lo suyo había sido una migración o una huida. El caso es que estos seres la encontraban donde fuera que estuviese. En cuanto tomé conciencia de que las presencias eran eso, los seres mágicos, el cúmulo de lo desconocido, el anuncio de una muerte, la ventura de una visita próxima, la alegría de un nacimiento, la despedida del que se aleja sin previo aviso, la premonición de una plaga, la certeza de una enfermedad, Dios y el Diablo en uno mismo, dejé de buscar respuestas, me entregué a ellas como el cordero que sabe que su fin único es el sacrificio.    

 

Hace días que el viento helado de otoño comenzó a soplar. Llegué una tarde al supermercado y me encontré con que ya solo atendían en días alternos, volví a casa con el carro de la compra vacío.    

La distribución de las tumbas mahafaly sigue un orden particular. En un principio, los mahafaly solían enterrar a sus muertos a una distancia considerable, separados entre sí y perdidos en medio de la vegetación, pero con los años los bosques fueron desapareciendo. El rito cambió, ahora las tumbas suelen estar agrupadas entre sí con el cuerpo del antepasado más viejo en el extremo sur más lejano, sus descendientes varones son enterrados al norte y las mujeres solteras, así como otros miembros de la familia, al oeste. Las tumbas, además, están decoradas con aloalos, unos postes de maderas que llevan motivos geométricos tallados a modo de inscripciones para los muertos, su objetivo es recordarle al muerto que ha pasado a tener la condición de ancestro.    

 

Otro rasgo común en las visitas de las presencias es que muchas veces aparecen en medio de otros sueños. Cuando están demasiado cerca, es imposible estar lúcido del todo, llevan algún tipo de narcótico que te adormece, tu cabeza es consciente y el pensamiento se acelera, pero el cuerpo no responde. Si uno despierta en el momento en el que ellas te miran a la cara, la experiencia es terrorífica, pues uno las ve desde una bruma, paralizado y confundido como el despertar tras una anestesia. Es posible ver sus siluetas humanas, pero nunca sus rostros. Se puede sentir sus manos apretando nuestra garganta, pero nunca se puede ver el brillo de sus pupilas. Despertar en medio de la noche con las presencias en la habitación ha sido mi peor experiencia, la más solitaria también. Cuanto más aterrorizada estoy, más fuertes se hacen ellas.    

 

Justo antes de casarme, una amiga me regaló una novela japonesa llamada Irui kon’in tan (Mi marido es de otra especie). Es la historia de una mujer que un día descubre que ha comenzado a parecerse físicamente a su marido. La joven esposa le cuenta sus temores a su vieja vecina, quién le advierte que tenga cuidado pues, al parecer, no es la única que sufre ese mal. Para ayudarla, la vieja mujer le sugiere poner un objeto cerca de la almohada de su marido, este objeto (normalmente una piedra) tomará el lugar de ella y adquirirá las facciones del marido, así, cuando la piedra se parezca lo suficiente a él, ella deberá sustituirla por otra.    

 

El encierro nos ha hecho eso, le digo a Jorge, nos hemos ido mimetizando, hace tantas semanas que no hablamos con nadie, que no salimos, ni hacemos nada en lo que el otro no esté tácitamente incluido, que ya somos capaces de anticiparnos a lo que diremos. Ahora nos hace gracia, pero dentro de poco, cuando las palabras se conviertan en ecos, se instalará el silencio y tras él vendrá el vacío.    

 

En la novela, la protagonista, lejos de agradecer el consejo de su vecina, se queda mosqueada con ella y, a partir de entonces, decide evitarla. La relación con el marido no es idílica, lo cierto es que no se llevan bien, el marido tiene ansias de estar en otro lado; quizá, le dice un día, en su sitio favorito: el campo. Ella, en cambio, está con él por inercia, hace lo que se supone que una mujer de su edad debe hacer y su única motivación es la seguridad económica que él le proporciona, lo que le permite no pensar en un futuro incierto; sin embargo, la sensación de que cada día se parece más a su marido se acrecienta. En algún punto de la historia, los papeles se intercambian, el marido comienza a parecerse cada vez más a ella, adquiere los mismos pensamientos y deseos, realiza los mismos actos, barrer, limpiar, cocinar, quedarse en casa; termina por renunciar a su trabajo y la suple en las tareas del hogar. En el culmen de la trama, el marido es algo así como el reflejo de ella misma frente al espejo. Solo entonces empieza lo macabro.    

 

Cuento todo esto porque esta mañana al despertar me encontré con la cama vacía y con Jorge de pie, ya totalmente vestido y con cara de pocos amigos. Me pareció raro dado que eran a penas las siete de la mañana de un domingo en el que ya sabemos que no iremos a ningún sitio porque estamos confinados. Cuando le pregunté qué le pasaba se sentó a mi lado y me dijo: ¿alguna vez te ha sucedido que has despertado con la voz de alguien? Esta madrugada alguien me ha llamado a gritos, yo soñaba con otras cosas, pero las voces no dejaban de gritar mi nombre hasta que he entendido que lo que necesitaban era que despertara y me vistiese, así que eso fue lo que hice. He dado una vuelta por el piso, he abierto el balcón y revisado la escalera; evidentemente no hay nadie, ha sido un sueño desagradable, tanto que todavía no se me pasa.    

 

Hace poco, Jorge cogió las bolsas y se fue a comprar. Regresó con las manos llenas, al parecer, el supermercado ha decidido cerrar próximamente, el personal va enfermando sin cesar y los pocos que quedan ya no se animan a seguir trabajando. También los almacenes comienzan a vaciarse dado que la ciudad está sitiada y no dejan salir a nadie, quien entre lo hará bajo su cuenta y riesgo, rezan carteles rojos colgados en las esquinas. Quien entre a la ciudad se arriesgará, además, a no salir de esta hasta que la cuarentena se acabe; por supuesto, los transportistas no están dispuestos a quedarse varados en una ciudad enferma, así que esto es lo que hay. Se acabó el comercio próximo, desde mañana, si queremos comprar, tendremos que ir a buscar los alimentos a otros barrios.        

 

 

III

Estos últimos días las presencias me susurran cosas al oído incluso antes de dormir. En esos instantes en los que uno ya no sabe si está despierto o dormido, puedo escuchar sus murmullos como si vinieran desde abajo, elevándose desde el suelo de la habitación. Una noche, le dije a Jorge, ¿oyes las voces?, él, que ya tenía el interruptor de la lámpara listo para apagar, me dijo que no, que no escuchaba nada, y yo me quedé pensando cómo era posible no escuchar aquel barullo sordo trepando por los resquicios del parqué.    

 

Desde que leí la historia de los mahafaly y la complejidad de sus ritos mortuorios no he dejado de pensar en la relación que puede tener eso con nuestra situación actual. Attenborough decía que estos ritos probablemente tenían mucho que ver con los ritos de la Europa antigua. En ellos, escribe el autor, animales y dioses se sacrificaban para después resucitar simbólicamente bajo la creencia de que por efecto de la magia las semillas de las que depende la prosperidad de la comunidad renacerán tras el invierno y, así, la hambruna no recaerá sobre la población.    

 

A veces pienso que el gobierno de este país ha decidido ofrecer esta ciudad y lo que queda de sus habitantes como ofrenda a esos dioses pasados. Dejarnos morir aquí para que, tras el invierno, la enfermedad desaparezca por simple inanición y la primavera haga su labor enterrando bajo vida nueva todo lo viejo. Eso y no otra cosa explica que allí, fuera de estas fronteras citadinas, el resto del país y del mundo siga su curso mientras nosotros languidecemos encerrados entre el hormigón de nuestras casas.    

 

Las líneas telefónicas volvieron a funcionar hace unos días, pero nadie contesta nuestras llamadas, escribimos mensajes por WhatsApp que son sistemáticamente leídos e ignorados. Tras el primer fracaso con el envío de mails, no hemos vuelto a intentarlo, nos sentimos un poco parias. ¿Es culpa nuestra por habernos quedado? ¿Tendríamos que habernos ido cuando los demás huyeron? Mientras tanto, hemos comenzado a racionar la comida, quizá no tiene sentido ponerse apocalípticos, pero lo hemos hecho: dividir las últimas compras, planificar cuantas semanas… así duraremos. De momento, el resultado es tres, a lo sumo cuatro semanas. ¿Y luego qué haremos?, le digo a Jorge, y él, que nunca pierde la calma, me contesta: Caminar, caminar hasta encontrar a nuestros padres, nuestra familia, nuestros amigos y preguntarles por qué nos han dejado morir aquí.

 


Fabiola Morales

Fabiola Morales Franco 

[Cochabamba, 1978] Realizó estudios en Narrativa en la Escuela de Escritura del Ateneu Barcelonés y el Master de Escritura Creativa en la Universidad Pompeu Fabra. Ha publicado el libro de cuentos La Región Prohibida (Editorial Nuevo Milenio, 2012). Su primera novela, El día de todos tus Santos fue publicada también por Editorial Nuevo Milenio, en 2017. Relatos suyos han sido publicados en antologías como Kafkaville (El Cuervo, 2015), Vértigos, antología del cuento fantástico boliviano (El Cuervo, 2013), Mar Fantasma (Kipus, 2018), Carne de mi Carne (Mantis, 2018), Once escritores del Wilsterman (Editorial Nuevo Milenio, 2018), Calles (2018), La desobediencia (Dum-Dum Editora, 2019) y 19 cuentos de terror (Parc Editores, 2020). Reside en Barcelona desde 2005.