Homenaje a Jon Davis en tres poemas | Francisco Layna



I.

El tiempo regresa y entonces se hace urgente por su culpa.

Jon Davis enseña en clase la necesidad

[los misterios, la crueldad y el buen ejemplo]

 

Tropezar con lo verdadero

porque la memoria es

un hueco en el cuerpo.

A Jon le gusta hablar

del vacío e imaginar

peces mágicos.

Paul Klee delante

de sus ojos pequeños.

 

Como si fuera una grúa,

su delgadez se mueve

para evitarse

a sí mismo.

 

Dice que está harto

de consolar y de

ser consolado.

               Lo dice en un poema

               llamado El cebo.

               El hermano, su muerte.

 

Sucedió cuando

la oscuridad

y

los detalles

se acercaron, se buscaron.

 

Después, desconoce

lo que se pierde

en cada abandono,

pero envejece,

                y a ser

               posible

               café.

 

¿Es un truco del lenguaje?

 

Si una cuchara de cristal

aparece debajo de la almohada

¿a quién llamo, a quién pregunto?

 

La familia observa

desde el puente.

 

Así es: el sonido

de un martillo

apacigua el amanecer.

¿Alguien duda de la

suavidad, de la calma

privada, el error

casi crema?

 

Nunca será

posible

vela más

pequeña,

ni error

más hermoso.

 

Incluso esta vez

el termómetro

se hace trizas.

La melodía

suena alegre

y se acerca.

 

Los ojos son

su planicie.

 

¿Se ve bien cómo

la mujer arquea la

espalda, en memoria?

(poema “Una solución…”).

 

Dentro del lenguaje

hay una profundidad

de criatura quieta,

bestia enorme.

 

Se puede

nacer envenenado.

Inocente como

el veneno.

 

               Es un modo

               de explicar.

 

Los astronautas,

al carecer de preposiciones,

dan vueltas

descontroladamente.

Pero también es un

sinónimo de

darse cuenta.

 

Una fiesta de brevedades.

A veces contagiosa.

A veces equivocada.

 

 

II

Jon Davis quisiera casarse dentro de un cuadro de Chagall

[¿cuáles son las diferencias entre consuelo y satisfacción?

o al fin y al cabo, la falta de aire también puede llevar adjetivos]

 

Las jirafas tienen siete

huesos en el cuello.

El siguiente dato comprobado

es que los murciélagos

comen una tonelada

de mosquitos al año.

He tenido llamadas

terroríficas, por la noche.

La luz tiene

entonces

un amarillo

que solo

entonces

tiene.

 

Detrás, el cuento,

sus actores,

la historia

en cada uno de

sus milímetros.

Tengo en las manos

la lupa de mi padre

y observo la línea

terrible en mi piel.

 

El teléfono al que me refiero

es antiguo comparado

con lo que pretendo.

 

¿Nos hemos quedado

en las intenciones,

el cielo estrellado

y la ley moral?

 

Supongo que

               es

               indicio de vejez.

 

La anécdota es parte

de la constelación,

aquí mismo,

en este exacto sitio.

Esto

               nunca

               se podrá negar.

 

Siete vértebras

cervicales,

el mismo número

en humanos.

Mil doscientos

mosquitos

por hora.

 

Mi buena amiga

Dana habla

de la Poética

de la Evasión.

Yo preferiría

—depende de quien

ponga la música—

hablarles de la

Poética de la Cautela,

al menos verbal.

 

Todo conduce a la increíble facilidad

con que el poema se deja decir.

Me gusta cuando ocurre

a pesar

de la intención, quizá porque

las vértebras de las jirafas

son bastante más grandes

que las de los humanos.

 

En 1952 mi cuerpo

era la segunda y la

tercera letras

de una hipótesis.

               Desde entonces

               buscan un hueco,

               un sonido al que

               incorporarse.

 

Cobalto es el nombre

de un poema de

David Berman.

Él esperaba que alguien

entrase, sonriera y su

cuarto se tiñera de rojo.

También es el nombre

del asno que nosotros

jamás venderíamos.

 

Cuando en 1987 yo escribía

Las peligrosas diversiones

aún Philip Levine estaba

con nosotros y decidía

el aumento del cobre

y la dirección en verano.

 

               Nadie entró en

la habitación y

                yo ahora veo

los murciélagos

               de Goya y creo

que la oscuridad

               es una especie

de agua y de canción.

 

El resultado es que

no quiero estar

solo en mi mirada,

ser único en

mi acto de ver.

 

 

 

III

 

Una solución para el siglo

[asan un venado y cantan con las manos llenas de monedas]

 

Querida: ¿por qué permites que

los insectos que no vuelan mueran

en el sur y en tus gargantas?

 

Es la horrenda seguridad del placer,

para otros asco y cansancio.

Península volandera y siglo.

 

El libreto aquí

indica que hay

que caminar

en círculos.

 

Como conoce

cuál es el método,

se me acerca

Laura Riding,

me habla de los

viejos que escupen

amablemente

en las alcantarillas

y buscan

salida y

principio.

 

Es inútil porque

hay una referencia

exacta y el fantasma

de Laura es el indicio

espaciotemporal.

¿Qué se puede

hacer ante

un silencio

que iguala,

de la misma

manera que

la muerte

lo hacía en la

Edad Media?

No conozco

remedio mejor

para evitar

ruina

y orgullo,

cláusula

subordinada,

y familia.

 

La mujer arquea

su espalda,

en memoria

(me susurra al

oído Jon Davis).

 

Podría ser

el árbol

genealógico

de un picaporte

o de una

oración

a cuatro

patas.

 

La pirámide

niega cualquier

argumento,

firma y rubrica

la jueza antes

del veredicto

que me declara

inocente.

 

 

de: El perro y la calentura (trashumancias de los poetas americanos)

 

En prensa

 


Francisco Layna

Francisco Layna Ranz

[España] Ha publicado cuatro libros de crítica y decenas de artículos. En poesía, Y una sospecha, como un dedo (Madrid, Amargord, 2016); Espíritu, hueso animal (Santiago de Chile-Barcelona, RIL editores-Ærea/Carménère, 2017); Tierra impar (Santiago de Chile-Barcelona, RIL editores-Ærea/Carménère, 2017); Historia parcial de los intentos (Antología) (Asunción, Arandurá, 2019); Oración en 17 años (Santiago de Chile-Barcelona, RIL, 2020); Nunca, mil y gigante (Poemas 2016-2018) (Santiago de Chile-Barcelona, RIL [en prensa]); El perro y la calentura (trashumancias de los poetas americanos) (Santiago de Chile-Barcelona, RIL, [en prensa]).