«La oscuridad es un lugar», de Ariadna Castellarnau | Reinhard Huaman Mori
Ediciones Destino | Barcelona | 2020 | 153 pp.

Si en algo aventaja la novela al cine es en la representación del horror y de cada una de sus emanaciones que realiza nuestra psique. Mientras que el celuloide emprende una dura batalla contra sus limitaciones por encontrar imágenes que mejor reflejen lo oculto, el misterio o lo sobrenatural, la narrativa lo tiene más fácil, pues qué mejor que una abstracción para plasmar otra abstracción. La palabra es idónea para este cometido. En la pantalla grande, la obsolescencia es vertiginosa respecto a la del papel. Recordemos, por ejemplo, la adaptación que hiciera Roman Polański del best seller homónimo de Ira Levin: Rosemary’s Baby. Una grandiosa cinta de no ser por la escena final, donde los ojos del verdadero progenitor nos resultan hoy más un clisé que un contundente retrato del mal.

 

Esta lección ha sido muy bien interiorizada por Ariadna Castellarnau, quien además la ha aplicado con acierto en cada uno de los ocho relatos de La oscuridad es un lugar. En ellos, el horror no solo existe, sino que es parte de nuestra propia naturaleza, erigiéndose como el componente fundamental de ese interminable e incierto puzzle que llamamos “realidad”. El mundo que los narradores reconstruyen en base a sus experiencias y apreciaciones se asemeja más a un lápiz dentro de un vaso con agua, cuya imagen está completamente deforme y alterada, atrofiada… capaz de menoscabar la seguridad y la fiabilidad que nos proporciona la vista. Así, el orden externo se ve refractado en las insondables aguas de nuestra percepción interior. Entonces, lo que nos podría resultar habitual o común termina siendo monstruoso o fantasioso, bizarro inclusive.

 

El método empleado es simple y eficaz: permitirle al relato que fluya con naturalidad, mostrándose espontáneo, sin fricciones ni intromisiones que ensombrezcan la diáfana prosa con la que Castellarnau elabora sus historias. El tránsito de una realidad a otra es imperceptible, o mejor dicho, ambas se han ya mimetizado y conviven fundidas en armonía. No hay necesidad de traspasar una puerta, como en el Aleph de Jorge Luis Borges, basta con abrir la primera página de La oscuridad es un lugar para advertir que ya estamos inmersos en un terreno atípico. De ahí que los personajes no se sobresalten ni se incomoden, mucho menos se cuestionen una situación que el lector podría sí juzgar anómala o extraña. Este es sin duda uno de los principales logros de la autora, quien ha perfilado con tino los rasgos y las características que presentan los ambientes y los escenarios de los cuentos populares, en los que todo, absolutamente todo, puede pasar.

 

La oscuridad, por ende, empieza por envolvernos, infiltrándose hasta difuminar los límites que definen y rigen nuestras certezas. Esta es la razón por la cual la diferencia entre un orden y otro no sea prioritario para los personajes, ya que su preocupación no es tanto escapar o sobrevivir, sino conseguir adaptarse. Quien mejor se aclimate a esta enrarecida atmósfera contará con mayores ventajas, mas no serán suficientes para ganar la partida. Nunca. Como ocurre en las tragedias griegas, los protagonistas de estas narraciones no rehúyen a su destino, lo enfrentan en soledad, aunque sin estoicismo ni épica, puesto que intuyen que no les queda otra alternativa. Lo notamos con claridad en “La oscuridad es un lugar”, “De pronto un diluvio”, “Los chicos juegan en el jardín” o “El hombre del agua”. Sin embargo, esta penumbra no se genera solo desde fuera, sino todo lo contrario.

 

La omnipresencia de la oscuridad se debe a que brota como un inagotable magma del volcánico e intrincado universo íntimo de los personajes. Las bajas pasiones, la psicología retorcida, las percepciones distorsionadas son consecuencias de la penumbra acumulada y escondida en el cuerpo. Por ello, los niños de Castellarnau perturban e inquietan, nos resultan espeluznantes, como si estuvieran urdiendo una traición mientras nos seducen con su innata, aunque falsa inocencia. A medida que los niños interactúan en la narración advertimos que algo extraño se gesta en ellos. Su condición de seres desamparados o abandonados no los convierte en presas, sino en depredadores. Lo corrobora Lucía, la protagonista de “La oscuridad es un lugar”, pero es más latente en los tétricos infantes de “Los chicos juegan en el jardín” o, mejor aún, en la niña de “Calipso”, en cuyo desenlace final se despoja de ese halo de nena desprotegida y revela su sombría apariencia: “Apenas estaba consciente cuando ella lo envolvió con su sombra sin dimensión alguna. Su sombra como una mortaja”.

 

Ahora bien, a la naturaleza lúgubre de los niños habría que anteponer otra peor: la sordidez del núcleo familiar. De hecho, no se podría entender una infancia de esas características sin una familia destruida y carcomida por las rencillas, las frustraciones y las miserias personales de sus integrantes. Será en la intimidad de este círculo donde la depravación tenga su origen. Tomemos como referencia “Marina Fun”, tal vez el más simbólico y el que contiene más elementos del relato fantástico. La trama es sencilla: dos hermanos, uno envidioso de la suerte del otro… y viceversa. Uno es humano, el otro, Nilo, una criatura marina, cuyos padres exhiben y ganan dinero a su costa. Sin embargo, el monstruo no es este último, pese a la deformidad y a su híbrida morfología, sino más bien su hermano menor, quien se ve arrastrado y desfigurado por el rencor y los celos. No solo lo envenena a base de comida nociva para su salud, sino que además le roba a su chica, teniendo sexo mientras Nilo los observa del otro lado de la ventana. Y no es esta la única familia pervertida, otras de mayor miseria y bajeza son las que hallamos en “Al mejor de todos nuestros hijos”, “La isla en el cielo”, “El hombre del agua” y “De pronto un diluvio”, la más macabra del conjunto.

 

Lejos de asustarnos o de causarnos pánico, la oscuridad de Ariadna Castellarnau nos interpela, nos invita a reflexionar sobre nuestro personal concepto de “horror”. Al igual que las narraciones fantásticas, estos ocho relatos son también una exploración del inconsciente humano, un denodado esfuerzo por remover las arenas abisales que sedimentan nuestro lado más reprimido y oculto. Su concisa extensión y su precisión descriptiva nos permite visualizarlos como si fuesen cortometrajes a los que no hubo necesidad de incluir seres aberrantes ni de abusar del clímax psicológico. Si en algo aventaja la literatura al cine, reitero, es que el terror está ya en el lector, a la espera del momento oportuno. Al autor le basta solo con mencionarlo…

 


reinhard huaman mori

Reinhard Huaman Mori

[Lima, 1979] Ha publicado los poemarios el Árbol (2007) y fragmentos de Fuego* (2010), así como la plaquette de poesía Ella (12 secuencias) Isabel Archer (2015). Sus poemas sueltos y dispersos aparecidos previamente en revistas, diarios y antologías han sido reunidos y publicados en el volumen titulado E·C·O·S (2019). Fue director de la revista Ginebra Magnolia.

 

Actualmente, es el OJO izquierdo de esta revista.