Díptico | Leila Guenther

 

I

Te das vueltas y vueltas, antes de llegar al departamento. Es una manera de ganar tiempo para pensar si, finalmente, te la llevas o no. Antes de llegar, podrías decirle que no te sientes muy bien, pedirle disculpas y resolver de inmediato ese malentendido. Ella conoce bien esa parte de la ciudad, debe haberse dado cuenta que estás vacilante, que estás, como un chofer deshonesto, dando vueltas para aumentar el valor de la carrera. Le haces preguntas, preguntas automáticas, como de memoria, que le harías en ese orden a cualquiera que llevases desde un bar hasta tu casa, al otro lado de la ciudad, en esas circunstancias. Ella te responde, sin demostrar que sabe. Que conoce este juego tuyo tantas veces vivido en tus largas noches insomnes. Entonces, por fin te decides. Suben desde el estacionamiento usando el ascensor y se ven frente a la imagen de una improbable pareja reflejada en el espejo. Entran al departamento. Ella dice que es bonito y pregunta qué van a beber, mientras tú dispones, sobre la mesa con cubierta de vidrio, cuatro hileras de polvo blanco que ambos aspiran con el auxilio de un billete de dólar. ¿Por qué un dólar?, quiere saber ella. Le parece curioso lo que tú sólo encuentras patético. Porque siempre ha sido así, le respondes y te acuerdas de aquel tío, hoy ya muerto, que te dio a conocer varias cosas, entre otras, tu primer billete de dólar. La consciencia de lo absurdo es más fuerte ahora que ella ha penetrado en tu universo, cuando puede ver dónde duermes, dónde cierras los ojos para nadie, presuntamente a salvo, aunque eso a ella no le importe ni un poco. La intimidad de los otros para ella es algo tan obvio que ni siquiera se percata que estás inerme, expuesto y un poco incómodo. De nuevo quieres ganar tiempo, poner en orden tus pensamientos, mientras debates si lo harás o no, cuando ella descubre tu gato sphinx, totalmente desprovisto de pelos y te pregunta si lo puede tocar, tal vez con más interés y sinceridad de lo que tendría al tocar cualquier parte de tu cuerpo solitario, piensas. Le dices que sí, siempre que puedas después, por tu parte, mostrarle algo de la música que sueles escuchar, todo muy distinto y sin embargo parte de un estilo general que un amigo definiera como "bárbaro", de barbarie: coros de Melanesia, viejecitas de Okinawa, maestros marroquíes, misteriosas voces de Bulgaria y otras extrañezas de los confines del mundo. Ella acepta. Mientras acaricia la extraña piel de gamuza tibia de Fischer, tratando de estirar el cuello arrugado del felino con una dedicación casi infantil, la examinas mirándola de perfil, sintiendo cierto orgullo o superioridad, de haberle podido proporcionar algún tipo de excitación o lo que fuera. Después, como parte de lo prometido, ella pone atención a tu música no civilizada, riéndose mientras dice que aquello es todo menos música. Quiere saber qué es lo que te atrae en esa confusión de ruidos, en esa ausencia de melodía, que sólo podría ser la banda sonora de un ritual de canibalismo. Te encoges de hombros, pero sabes, para tus adentros, que lo que te atrae en aquella música es lo mismo que la atrae hacia el gato y es lo mismo que te atrae hacia ella. El sentimiento de lo lejano, de una distancia solo alcanzable por una breve esperanza. Entonces abres una botella de vino y le haces la pregunta definitiva (también siempre ensayada en lo más íntimo a todas las que vislumbró en una gran pantalla de cine o en las páginas de la literatura), pero ya no con el romanticismo de antaño, cuando eras joven e ingenuo: ¿por qué te hiciste puta? Porque no sabía hacer nada bien hecho además de eso, te dice. Es una buena respuesta, crees. Desnuda de sentimentalismo y también de razón. Es una respuesta pragmática, tan pragmática que llega a ser poética. Y ella, por su lado, te pregunta qué es lo que deseas, a fin de cuentas. Y tú, habiéndolo pensado durante todo el tiempo en que ella se distraía con Fischer, le dices "nada" (aunque estás dispuesto a pagarle), mientras te sientes quedar en el ridículo papel de tipos que contratan prostitutas sólo porque necesitan "un poco de compañía".    

 

 

II

Él golpea tres veces a la puerta. Una voz le dice que entre. Atraviesa la frontera que, cree él, separa dos mundos completamente distintos. Pide permiso. Dentro, logra ver de dónde viene. A un costado, en la habitación, divisa un contorno, una silueta de mujer frente a un tocador. El espejo tiene, en lo alto, varias luces, de esas que en un camarín de teatro, de pasarela de moda, realzan el maquillaje bien hecho, valorando la belleza, dando a la mujer un aspecto por así decir espectral, etéreo, mágico, pero que allí, en ese lugar, en vez de iluminar, empañan lo que podría ser bonito a media luz, revelando cicatrices, flaccidez y la oleosidad de los poros dilatados por el calor. Es la terrible luz que viene de arriba. A través del espejo puede contemplar el rostro de ella. Es la primera vez, desde que dejó de ser niño, que viene a un lugar así. Cuando jovencito, al interior de la provincia —donde nunca más volvió—, acompañaba a su tío al meretricio. El tío lo usaba como excusa y, como recompensa por servir tan bien a sus propósitos, o, más bien, para que el niño no se sintiera aburrido mientras esperaba, le pagaba una mujer. Él veía a su tío desaparecer subiendo las escaleras mientras se esforzaba en terminar la gaseosa que una de las muchachas le había ofrecido. Tal vez habría sido más fácil si él bebiera lo mismo que el tío, llegó a pensar, mucho tiempo después. Entonces, una de ellas lo tomaba de la mano, lo llevaba hasta una habitación, lo desvestía con destreza y lo arrastraba a la cama. A veces, o, mejor dicho, casi siempre, no lograba hacer nada. Por miedo, terror, extrañeza. Ahora, habiendo pasado tanto tiempo, se ve, sin su tío para conducirlo, en una pieza con una prostituta. Ella no le devuelve la mirada por el espejo. Está concentrada en el cierre de su arete. Entonces se vuelve sobre el banquillo giratorio y le sonríe. Con naturalidad. Le pide que retire, para los dos, una bebida del frigorífico. Mira sin atención la lista de precios. Mientras beben, discurren sobre banalidades y se entera que ella viene de una ciudad mucha más lejana que la suya. Bebe rápidamente, aprovechando lo vacío del estómago para que la bebida produzca efecto más de prisa, de manera que pueda terminar pronto aquello y encontrar la puerta de salida, la llave del auto, el barrio conocido nuevamente, en fin su casa. O si no, para olvidar la memoria de aquella gaseosa. Cuando el alcohol lo impacta, él la toca. Toca sus cabellos, la piel de sus hombros expuesta. Le quita el vestido con la destreza de los papeles invertidos. Tiene ganas de hablarle. De contarle sobre el tío que lo llevaba al meretricio, del miedo que sentía. Que siente. Del miedo. Pero en cambio y sin saber por qué, le habla sobre unos peces que vio en un documental, los cuales, al copular, se fijan al cuerpo de las hembras, fundiéndose a ellas, de ellas viviendo hasta la muerte.

 

Habla como si hablara de algo banal, como de las ciudades de donde provienen y le pregunta si ya sabía algo sobre eso, si había oído hablar de esa cosa extraña que ocurre con algunos machos. No, jamás oyó nada al respecto. Y sonríe, acostumbrada como está a oír todo tipo de plática en tales momentos. Son las últimas palabras que intercambian antes de ir a la cama, donde, al revés de todas las veces que lo hizo cuando era un niño llevado al burdel por el tío, o incluso más tarde, cuando ya era adulto y eventualmente tenía novias, por las cuales ni él ni el tío necesitaban pagar, ya no siente miedo. Se siente libre. Libre del miedo. Y, en la cama, llora, llora sobre aquel cuerpo, cada vez más fuerte, sollozando, hasta que por fin todo termina. Entonces se levanta, avergonzado, pide el uso del baño y sale de ahí recompuesto, más dueño de sí mismo, ya completamente vestido y le extiende el dinero previamente ajustado —sin olvidar el de la bebida retirada del bar. Por unos instantes, ella parece dudar, pero en seguida extiende su mano y recoge el dinero, sin decir nada.

 

 

 

de: Partes Homólogas

São Paolo | Editora Reformatório | 2019

 

*Traducción del portugués de Marcelo Donoso

 

 


Leila Guenther

Leila Guenther

[Brasil, 1976] Vive en Sao Paulo. Es autora de los libros de relatos Partes Homólogas (Editora Reformatório, 2019) y El vuelo nocturno de las gallinas (Atelier Editorial, 2006), este último publicado también en Portugal (Nova Delphi) y en Perú (Borrador Editores). Su primer libro de poemas, Viaje a un desierto interior (Ateliê Editorial, 2015), seleccionado por el Programa Petrobras Cultural, fue finalista del Premio Jabuti, tradicional certamen literario en Brasil. Participó, además, de antologías en Brasil y en el exterior, como Cuzco, espejo de cosmografías: antología del relato iberoamericano (Ceques Editores, 2014) y sus textos han sido traducidos al español, inglés y alemán.

Marcelo Donoso

[Santiago de Chile, Chile, 1959] Radica en Brasil desde 1983, año en que la crisis económica, en pleno régimen de Pinochet, lo obligó a buscar oportunidades en el extranjero. Desde entonces, ha ejercido diversas actividades, como técnico en sonido, DJ y también en el ramo gastronómico. En los últimos tiempos trabaja como artesano de muebles y objetos variados. Tradujo al español un relato de Leila Guenther del libro 69: antología de microrrelatos eróticos II (Ediciones Altazor, 2016) y con ella ha traducido al portugués poemas de Nicanor Parra, Roberto Bolaño y Vicente Huidobro.

marcelo donoso